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Por Bernabé De Vinsenci
Mi madre nunca fue muy cuerda. Había perdido por completo la cordura como yo. Cuando nací se indignó. Preocupada y llorando le dijo a las enfermeras si esa cosa -así dijo: “esa cosa”- era su hijo. Sí, Gladys, esa criatura preciosa es de usted. Mi madre se indignó porque yo había nacido bizco. Tenía el ojo izquierdo torcido. No nací bizco, a decir verdad, por imperfección de la naturaleza, quedé bizco por mirarle las tetas a mí madre. Succionaba el pezón y le mirabas las tetas. Mi padre, por su parte, era casi ciego. Apenas -y cuando digo “apenas” es apenas- veía. Había perdido parte de la visión por la diabetes. O, según él, aunque nunca le creí, por el cigarrillo. Mi padre no veía absolutamente nada. ¿De qué color es el pelo?, le preguntó a mí madre. Mi padre dudaba: creía que yo era hijo de otro hombre. Rubio, respondió ella. Mi padre se crispó. ¿Cómo? No podía ser. ¿Rubio? ¿A quién había salido rubio? Esa misma noche, agarró sus cosas, dos o tres mudas de ropas y se fue a Entre Ríos. Ahora vive allá, en una casa desvencijada, con otra mujer.
Con mi madre aprendimos a vivir solos. Mi madre era mamá y a la vez padre. Yo podría haber sido gay. Casi todos los hijos que son devorados por su madre, por regla, se definen gay. Sin embargo, yo me enamoré de mi madre. Tomé la teta, por ejemplo, hasta los diez años. Mi madre me decía que no tenía más leche y yo le decía que no importaba, que quería tomar la teta. Me prendía como un ternero a la ubre de la vaca. Mi madre me trataba de grandulón y mañero. Succionaba su teta con desesperación. Mi madre se resignaba y me acariciaba la cabeza.
Después, mi padre, supongo que arrepentido, volvió de Entre Ríos. Yo tendría veinte años. Mi madre le dijo, sorprendida e indignada, qué hacía de vuelta. Él le pidió disculpas y mi madre con convicción y exasperada le dijo que tenía a otro. Vestite como un viejo y decile que sos mi nueva pareja, me dijo un día mi madre cuando mi padre iba dos veces al día suplicándole que quería volver. Le hice caso. Le pedí prestada ropa a Wenceslao, un anciano vecino que siempre nos pedía azúcar y yerba, y lo atendí. ¿Qué busca, don?, le dije cambiando la voz. Mi padre mirándome de arriba abajo, me dijo ¿y usted quién es?. Casi largo la risa y me río a carcajadas y le digo: tu hijo, pelotudo. Váyase, le dije. ¿Quién es?, volvió a insistir mi padre. No tengo por qué darle explicaciones, respondí. Mi padre hizo que se iba. Se dio vuelta rápidamente y sacó un cuchillo -solía llevar cuchillo encima siempre; era una costumbre que había heredado del campo. Pará, le dije, pará, soy yo, Bernabé. Creo que mi padre no recordaba mi nombre porque me dijo: qué Bernabé, ni Bernabé. Se abalanzó sobre mí y quiso darme una puñalada. Le agarré el brazo y se lo torcí -ahora que lo pienso, no sé cómo hice. Mi padre quedó tendido en el suelo. Tranquilizate, le dije. Decime quién sos, insistió. Bernabé, te digo, tu hijo. Así que sos Bernabé, dijo, y me dio una puñalada en el pie. Mucho gusto, yo soy Alberto, añadió. Quien ahora estaba tendido en el piso era yo. Este viejo me abandonó y ahora viene y me quiere matar, pensé. Mi madre creo que se había desmayado en la cocina. Me levanté, le torcí la mano y con su misma mano, la izquierda o la derecha, le di una puñalada en la panza. Ah, dijo. En realidad dijo ahhhhh. Gritó como un chancho degollado. Te dije que era Bernabé, tu hijo, le reiteré. Me desvestí y lo miré cara a cara. Así que te cogés a tu madre, desgraciado, me respondió. Mi padre siempre fue muy celoso. ¿Qué te pasó en los ojos?, me preguntó ya agonizando. Le iba a decir que me había operado y que había perdido la bizquera gracias a la ciencia; ahora te preocupas por mí, le respondí, inmundo. Mi padre dejó de respirar ahogado en su propia sangre.
Le dije a mi madre que ya no tendría que renegar más de Alberto -no osé en decirle “papá”. Mi madre poco a poco fue recobrando la lucidez. Se espantó viendo a mi padre muerto. Bernabé, ¿te das cuenta lo que hiciste? Ahora ya lo hice, no me rompas los huevos, le dije y no había advertido que tenía el cuchillo en la mano. ¿Me vas a matar a mí también? Nos tranquilizamos. Ella sudaba a chorros y yo no paraba de tomar agua. ¿Me querés decir que hacemos con el cadáver? Pensaba y pensaba. La idea fue tuya, le dije deshaciéndome de toda culpa. Lo entramos adentro. Lo desvestimos. Mi padre tenía el pito achucharrado. Chiquito como una pasa de uva. Agarré el cuchillo y lo abrí. Lo destripé. Tenía las tripas más grandes que las vacas. Después de a poco lo fuimos comiendo. Lo condimentábamos bien. Un día le estábamos comiendo las costillas y mamá se atoró. Después de ponerse violeta como una berenjena y después de que, una y otra vez , le golpease la espalda, mamá murió. Hice lo mismo que papá: la comí.
* Imágen de Joel Peter Witkin
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