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Por Enrique Balbo Falivene
“Yo, señor, no soy malo, aunque
no me faltarían motivos para serlo.”
La familia de Pascual Duarte,
de Camilo José Cela
Éste -el de la imagen- y yo, nos conocimos una calurosa mañana de Noviembre mientras levantaba un muro, tan inútil como el de Berlín y la Valla de Melilla, tan estéril como las migas de Hansel y Gretel en la espesura del bosque.
Estaba en el fondo de lo que parecía haber sido un corral, ladeado sobre un montículo de tierra y me miraba, atento a mis gestos (soy un albañil meticuloso: me gusta pegar un ladrillo encima del otro) con sus dos faros a la virulé.
Cuando cumplía mis descansos me sentaba bajo un sauce, al fresco, con mi vino y mi queso, y nos mirábamos en silencio mientras el viento ondeaba las ramas del árbol y creaba extrañas sombras sobre la agujereada capota. Dentro del coche parecía haber un pequeño ejército de insectos y roedores. A veces, en el silencio del campo, creía escuchar breves carreras entre las chapas, pequeñas batallas en un territorio devastado, litigios por un hueco en la nada.
A mediados de Diciembre, cuando tuve acabado el muro, -un muro que a su dueño le daría la misma tranquilidad que dormir con un cuchillo bajo la almohada-, pregunté por él.
Supe que llevaba abandonado desde el ochenta y tres, olvidado por una causa que ya nadie recordaba. Quise comprarlo y el dueño del muro me ofreció canjearlo por mis servicios de albañilería. Dije que no. Un trabajador ha de cobrar por su trabajo, cualquier canje medieval entristece mi dignidad y la herencia de mis herramientas. Sin embargo me comprometí a regresar en el plazo de un mes con el dinero.
Volví con una grúa y un montón de ilusiones. Lo traje a mi casa y trabajé en él hasta bien entrada la noche. Después de intensas jornadas, de días llenos de grasas y aceites, de errores y aciertos, de tornillos atascados y engranajes herrumbrados, conseguí ponerlo en marcha.
Ahora, y desde la primera puesta en marcha, vamos juntos a todos lados. Le he quitado el asiento de atrás y lo he convertido en vehículo de carga (él no se siente ofendido por esto). Juntos hemos transportado una antigua nevera Siam; tres perros, una cabra; sacos de patatas y todos los productos de la huerta; tres bailarinas de una comparsa, con sus tangas, plumas y lentejuelas; una gigantesca bandera republicana y seis redoblantes; una cortadora de fiambre y cincuenta kilos de libros comprados al peso; un cuadro del general San Martín, en el que el héroe parece atacado por la fiebre española, y un escudo nacional de cemento de casi dos metros de largo para restaurar.
Por las noches nos vamos de juerga. Él ya conoce mis hábitos y mis bares. Si bebo demasiado (nunca es demasiado) tengo preparada una hermosa manta, con el temible rostro bordado de un tigre gris, y me recojo detrás a esperar las primeras luces del día.
Sus creencias son, como las mías, las más sencillas: si pongo primera va hacia adelante y si pongo la reversa va hacia atrás. No tiene secretos, no esconde nada. Actúa con vehemencia y nunca duda.
Jamás me ha abandonado. Juntos hemos rescatado un par de vehículos anegados en el barro y hemos atravesado una charca, en medio de una fuerte tromba de agua, ante la mirada avergonzada de los otros coches.
Es verdad que él tiende hacia la izquierda. He probado con alineaciones y balanceos y hasta le he quitado presión al neumático derecho. Pero no hay caso, rueda como las mujeres que al caminar oscilan sus hermosas caderas derivando hacia la izquierda.
No hace mucho, mientras íbamos a buscar leña a un paraje cercano a la casa del hombre del muro pensé en pasar a visitarlo y mostrarle el estado del coche.
Cuando llegamos me dijo que la obra no había servido para nada porque le habían entrado a robar. No reparó en el coche y me dijo que quería hacer el muro aún más alto. Me despedí y me pareció que mi coche, este pequeño demonio, al ponerse en marcha, lanzaba una fuerte bocanada de humo hacia el hombre del muro.
Nos fuimos contentos, como si hubiéramos robado un puñado de nísperos, por un camino de tierra que el municipio amenaza con arreglar desde hace ya dos años. Acaricié un poco el volante y me juré que jamás lo vendería (también, hace años, me juré que nunca tendría un teléfono móvil y hoy tengo dos líneas).
A veces, cuando estamos en viaje, me siento como Ismael en el Pequod, dispuesto a aguantar todos los ataques de la ballena blanca, todos los embates de las olas del mar. Quizá el azar hizo que nos encontremos, quizá nuestros universos de sobrevivientes sean la misma cosa. Lo importante es que yo he leído a Espinoza y los dos nos hemos beneficiado de esto. Así, en esa incertidumbre, continuamos los caminos.
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