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Por Juan Agustín Otero
Vale la pena intentar una vez más una vieja afirmación: Flaubert fue el primer vanguardista del siglo XX, y el más importante, porque vivió durante el siglo XIX. Fue un pionero que vinculó escándalo moral con crisis de las formas, y enseñó que la fractura del lugar común se produce, ante todo, en la frase y luego en el hilo que hilvana cada frase con otra, como en “un collar de perlas”[1], hacia el interior de una trama y, en último término, de un relato, de una historia, de un conjunto de hechos que se suceden los unos a los otros. Fue un provocador, un desmoralizador –como él mismo sostiene en una carta dirigida a su amigo de juventud, Ernest Chevalier, fechada el 24 de febrero de 1839, cuando apenas tenía 17 años y todo estaba por hacerse. Quiso “decir la verdad, […] horrible, cruel y desnuda”, pero sobre todo decir denodadamente, sin las restricciones del pudor ni de la pereza, sin sujetarse al juicio moral ni al de los críticos literarios: escribir incluso contra la escritura, contra lo que ya estaba dicho y tenido por cierto, contra lo que podía esperarse de un hombre como él, es decir, de un artista decimonónico.
Cuando escribió Madame Bovary, Flaubert –según él mismo– quería una prosa que “oliese a sudor”[2]. Pienso: por un lado, al sudor del trabajo literario, y, por el otro, al sudor de las gentes que se agolpan en la tribuna o en los comicios rurales, ese que mana de los sobacos de las damas supuestamente elegantes, de los pies de los empleados bancarios, de las nalgas cansadas de algún novelista en Croisset. Pero ambas cosas, según Flaubert, están unidas necesariamente. Barro y lenguaje se enlazan en esa zona de indefinición entre el signo y su referente. La historia pedestre de Madame Bovary nunca hubiera llegado a ser sin esa otra búsqueda de belleza formal, de describir minuciosamente, de cincelar un dispositivo de realidad. Quizá por eso dijo Flaubert que “el estilo es en sí mismo una manera absoluta de ver las cosas”[3]: la densidad de una experiencia cotidiana solo puede ser elaborada a partir de un esfuerzo de la lengua, de una relación promiscua con el texto, de una desmesura del idioma que se sostenga y se articule a pesar de sí misma. Por fuera del lenguaje, ¿qué experiencia es posible?, y en todo caso, ¿qué relato de experiencia, qué anécdota o qué literatura, podría existir más allá de la espiritualidad de las palabras? Ciertamente ninguno, pero Flaubert percibía que no alcanzaba con los lenguajes disponibles y ya codificados, con ese conjunto de frases hechas y definiciones que eran casi onomatopeyas, para capturar la experiencia, sino que había que reconfigurarlos, explorarlos e intervenirlos para recrear allí el sentido que con frecuencia –en las conversaciones, informaciones y libros de moda consumidos cotidianamente– se encontraba velado o más bien disperso, licuado. Narrar la realidad, que era su programa, significaba más bien constituir en el lenguaje literario una realidad autónoma, elevar el lenguaje a la categoría de algo real.
El verdadero escándalo que causó Flaubert no consistió en haber contado las desventuras de una mujer adúltera en la Rouen de sus días, ni en haber escrito las tonterías del joven Moreau –que son las tonterías de un romántico y de un lector de románticos en nuestro mundo material–, sino en haberse comprometido de manera inquebrantable con la palabra, en haberse obligado en un pacto literario que, más allá de cualquier preferencia o beneficio personal, lo forzó a escribir contra los lugares comunes y las prohibiciones discursivas de la sociedad a la que pertenecía, contra los estereotipos de una burguesía que ya empezaba a fisurarse. Flaubert miró como un ojo que mira ya no desde el interior de la cultura, sino hacia adentro de ella, y descubrió sin espanto las miserias de su tiempo, incluso las miserias de su oficio, sus propias miserias. De todo se burló, todo lo desarmó para volver a armarlo y hasta el final descreyó de sí mismo porque se reconocía libidinoso, falso e inmoral.[4] Fue titular de una enorme hipocresía y de cierta indefinida, aunque visible, suciedad, pero aceptaba esos vicios como a males necesarios, así como aceptaba su carácter contradictorio, escéptico, solo vinculado a una actividad, que era la escritura, y que le permitía investigar el mundo y la literatura desprejuiciadamente, con deseo, con la honestidad de quien se sabe, en todo lo demás, un farsante. Resulta, pues, que la legalidad de las obras de Flaubert no deriva de una obediencia subjetiva a las normas del gusto, ni del respeto de algún principio de autoridad social. La ley estética flaubertiana surge de las obras mismas y consiste precisamente en lo contrario: en la desobediencia a cualquier orden establecido desde afuera, en la obediencia de los sentidos contradictorios que afloran en las palabras, en la utopía de la belleza formal.

Correspondencia teórica (Mardulce, 2017)
Acierta Damián Tabarovsky cuando le adjudica a Flaubert –en la Correspondencia teórica que editó– la formulación de problemas literarios y, sin embargo, creo que acierta menos –o no acierta– cuando le atribuye a sus cartas una cualidad teórica. Lo propio de Flaubert, antes que la coherencia religiosa en el pensamiento –y del sacerdocio literario que normalmente se le imputa–, es lo opuesto: la deriva, la risa, el delito. Y, en última instancia, la escritura. La provocación flaubertiana no surge de una cosmovisión estable y sólida de la literatura y de las cosas, sino de su necesidad de escribir empujando los límites éticos y estéticos, de ofrecer a los lectores algo más que un entretenimiento o una charada: una ficción de mundo, un intento de absoluto, la factura de un objeto de belleza que, a pesar del artificio, parezca verdadero, la obra de un dios. El momento subjetivo de la obra de arte queda subordinado a ese otro momento en el que se objetiva y es más allá del acto de lectura. Flaubert escribió pensando en lo que la obra, por la obligatoriedad de la primera frase escrita, debía ser.
El naturalismo de Flaubert surge en el contexto de esa misión extraordinaria, diríase pantagruélica. Pero también Bouvard y Pecúchet –una novela que, intentando abarcarlo todo, roza el absurdo–, el Diccionario de lugares comunes –que quiso ser una compilación exhaustiva de las estupideces burguesas–, Salambó –que reproduce a tecnicolor un universo sensorial hace tiempo perdido– y ese célebre libro sin tema que nunca escribió fueron el resultado de su exploración sin contornos definidos dentro de la literatura. Flaubert fundó muchas obras posibles –imaginó también una serie de “libros en los que solo hubiera que escribir frases”–, aspiró a la totalidad, pero no dejó ningún manifiesto.[5] Su vanguardismo es un vanguardismo minimalista, reducido al vínculo ético, vital, con el procedimiento, con la práctica de escritura y, sobre todo, con el deseo de escribir. En él, las contradicciones se nos revelan como una unidad dialéctica: despreciaba el deber-ser cuando venía impuesto externamente y al mismo tiempo quería constituir en las obras, internamente, un deber-ser.
En un vicio interpretativo, pienso que a Flaubert le importaba detectar obstáculos y superarlos, conversar con sus amigos de los avatares de su oficio, le interesaba estar en contacto con lo suyo y propagarlo: ya no producir y obtener rédito de ello, sino confeccionar, acumular, intentar un trabajo irónicamente inútil y, a veces, imposible. En síntesis: Flaubert estimaba suficiente realizar ese esfuerzo corporal que supone escribir y ese otro esfuerzo intelectual de articular conceptos, de intuir sistemas, sin ligarse a ninguno de ellos, aunque sí a los métodos para inventarlos. Su legado es al mismo tiempo la indiferencia, respecto de lo material en todas sus acepciones, y el fanatismo, respecto de lo literario. Pero la tercera parte de su legado es tal vez la más importante: si despreciaba la gloria, también la amaba; si fue padre del realismo, después lo aborreció; si odiaba el dinero, también se quejaba de su falta; si construyó novelas de trama, soñó con otras que no tuvieran ninguna. Flaubert, por eso, es uno de los preferidos de Adorno. Varias fuerzas contrapuestas se agitaban en él, varias nociones contrarias sobre lo mismo, una igual medida de honestidad y de miseria intelectual, una sed de palabra: esa es la mejor lógica, tal vez la única, que puede obedecer un escritor.

Por David Hughes
¿Pero qué conexión hay, en definitiva –y volviendo al principio– entre las prácticas vanguardistas y el deseo, entre la ruptura con la tradición y la compulsión de sentarse y escribir, entre la inconsistencia y la autenticidad literarias? ¿Qué es realmente lo que nos hace –o me hace– decir que Flaubert fue un vanguardista? ¿Hay algo que deba añadir sobre el tema? Me animo a agregar unas breves palabras dentro de la discusión: vanguardista no es tanto para mí quien sostiene de manera firme una idea revolucionaria, ni quien shockea a la sociedad con la destrucción expresiva de una convención, sino el que responde firmemente a su deseo. No es el talibán que, no se sabe si alienado o consumido por un credo, hace explotar un orfanato, sino el pirómano que, en desmedro de cualquier preocupación humanitaria, incendia el orfanato porque necesita oler y sentir el calor del fuego. La comparación violenta, y quizá exagerada, no es gratuita. Hay dos clases de delincuentes y las dos son interesantes para una investigación del vanguardismo. Pero debe aclararse: una cosa es el artista que trasciende la norma y constituye su delito en la obligación interna de su obra de arte; y otra cosa es su imitador, que no hace más que someterse a la legalidad externa de un gesto ajeno, al comfort de la tradición.
Con todo esto no quiero decir que Flaubert –un hombre gordinflón y de hábitos menos eufóricos que pacíficos– sea un delincuente stricto sensu. Pero los jueces francos lo llevaron al banquillo. Y no como se lleva a un asesino a sueldo, que mata solo por dinero, o como se lleva a un rey caído en desgracia. Flaubert fue juzgado por haber querido, por haber necesitado, escribir Madame Bovary. Menos eremita que criminal, y a la vez menos sicario que perverso, Flaubert fue un artista de vanguardia porque produjo una herida en el lenguaje, porque donde había una sábana pulcra tuvo que dejar la mancha de grasa. Y mientras haya deseos que se contrapongan al orden jurídico y social, mientras haya quienes disfruten la infracción de la regla, mientras haya alguna moral (más o menos acertada, eso no importa), la vanguardia –o la delincuencia– será posible. Nunca nos faltarán censuras ni prisiones. Ni personajes que tengan la necesidad de realizar las acciones descriptas en algún código penal. Estoy convencido de ello: en nuestro siglo, ya ha nacido otra vez Flaubert y será juzgado.
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[1] La imagen del texto como “collar de perlas” se repite con frecuencia en la Correspondencia. Otra imagen que se repite es la del texto como un árbol cuyas hojas deben moverse todas en sintonía, siendo cada una de ellas semejante y a la vez diferente de la que tiene al lado.
[2] Recomiendo enfáticamente la carta dirigida a Louise Colet, de fecha 26 de agosto de 1853, en la que Flaubert sostiene que le gustan las obras con olor a sudor, donde puedan, además, verse los músculos entre la ropa interior.
[3] Otra carta dirigida a Louise Colet, poco antes, con fecha del 16 de enero de 1852. Flaubert concibe allí el proyecto de una obra literaria sobre nada, de tema casi nulo, sostenida exclusivamente en la palabra.
[4] En una carta fechada el 5 de mayo de 1857 se lee un canto untuoso, repleto de elogios, a Sainte-Beuve. Allí lo llama “maestro” a pesar del desprecio que le merecía y a pesar de arrogarse un carácter puro y brutal, de presentarse como una verdadera bestia de la literatura –un oso en su cueva, un eremita guardado en la torre de marfil o algo así. En otras cartas, dirigidas a admiradores y críticos, también hay muestras de su enorme talento para la hipocresía.
[5] Carta a Louise Colet del 25 de junio de 1853.
Etiquetas: Gustave Flaubert, Juan Agustín Otero, Madame Bovary
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