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Por Sergio Fitte | Foto: Eugene Smith
—Mirá. Yo sé que el tipo se fue porque le dio rabia la situación. Lo que dijo Laurita es una estupidez, una idiotez. Poner en tela de juicio que el hombre se haya cambiado de religión a esta altura del partido me parece muy desacertado. Además, ahora, con las modificaciones en la cúspide de la Iglesia tiene la oportunidad de acomodarse un poco mejor. Que odia el pueblo, está bien, te lo acepto y reconozco. Que odia a todos sus habitantes te lo discuto; a lo sumo te doy la derecha en algunos casos. ¿Pero que se haya ido porque se pasó al espiritismo o que se cambió de vereda para irse con los que hacen exorcismos; esos que se instalaron hace ya un buen tiempo en el terreno baldío frente a lo de Peralta? De ninguna manera. Los gritos, el aspaviento también lo condicionaron y lo espantaron. Ahora ya está, no podemos hacer más nada, como quien dice: “andá a cantarle a Gardel”.
Estas eran más o menos las palabras de Marcelino Bonfati tratando de explicar lo inexplicable.
Alfredo “Nariz” Torrenave, el cura que todos tanto conocían, había abandonado el velorio dando un portazo y sin darle la despedida al muerto. La primera vez que ocurría semejante desplante en el pueblo. El sacerdote, de lo más pacífico y componedor, intentando mantener su acostumbrado perfil bajo, había abierto la puerta de calle buscando pasar desapercibido y desapareció de inmediato detrás de ella.
Quien escuchaba las explicaciones, con lágrimas en los ojos, era Carmen, la más religiosa de la familia, quien se había perdido la huida del párroco porque le estaba cambiando los pañales al nene. Carmencita, más allá de las constantes y diferentes peleas que siempre existen en todas las familias, la preferida de su padre; el difunto.
—Pensar que hice doscientos kilómetros para oír la oración de despedida del Padre Torrenave. Casi que si hubiese adivinado esta situación no hubiera venido nada —se lamentaba entre sollozos.
La familia Bonfati había quedado descabezada. En un confuso episodio que nadie se encargó de esclarecer, acababa de perder su vida el Doctor y Escribano Don Fortunado de las Mercedes Bonfati. La eminencia, la única eminencia que tenía, o había tenido para mejor decir, el pueblo.
El Doctor, con el cuidado de no escribir su nombre, apareció muerto en el Prostíbulo de “La Rosario”, titularía el día después el folletín que repartía Evaristo Contreras, el periodista devenido a verdulero. Evaristo era uno de los pocos inmigrantes, por llamarlo de algún modo, que vivía en el pueblo. Según sus dichos, nunca confirmados, años atrás había tenido su residencia en la lejanísima Capital Federal, más precisamente frente a la mítica avenida 9 de Julio. En aquellos lugares fue donde desarrolló sus verdaderas tareas de periodista, lo que hacía con el folletín era solo para despuntar el vicio como se apuraba a aclarar. Su promisoria carrera dentro del mundo de los medios se vio truncada cuando un presidente de facto lo catalogó de “molesto” y debió abandonar la gran ciudad —siempre basando el relato según los dichos del interesado— de reboté y sin saber muy bien por qué terminó poniendo una verdulería en el pueblo.
El viejo Bonfati, a lo largo de su vida, había desarrollado varias habilidades en las que cualquiera que lo hubiese conocido un poco, destacaría a la del juego como su mayor virtud. De cerca, le seguían el divertimento de las mujeres y el alcohol, por supuesto. Siendo no del todo cauteloso en sus actividades, el jefe de familia se veía envuelto en reiteradas discusiones con su esposa Anastasia; y qué decir con sus dos hijas mujeres, Laurita y Carmencita. Con Marcelino, quien también tenía sus debilidades, la cosa era diferente. Claro que la facilidad de palabras hacía que a la corta o a la larga el Doctor terminara por acomodar las discusiones para su lado y al final por aplastamiento se le terminaba dando la razón. Se lo tenía por un ser superior, en verdad lo era abismalmente, en lo intelectual. Se lo amaba, odiaba y temía por partes iguales. Era lógico que siendo dueño de una fortuna más que importante, el pueblo en su totalidad con mayor o menor interés, aguardara con impaciencia a que el viejo estirara la pata, para que cada uno dentro de sus posibilidades buscara la forma de hacerse de algunos mangos extras.
—Que a este velorio lo organizo yo y el tema sanseacabó —rugía Laurita cuando llegó la noticia del deceso de Don Fortunato de las Mercedes. Las manos le temblaban y sudaba a mares a causa de los nervios.
—Se va a terminar mamando —alertó con buen tino Marcelino, mientras se tomaba la decisión de elegir quién comandaría las acciones de la ceremonia del velorio.
Alcohólica en permanente recuperación desde los 15 años, Laurita sería un peligro en la toma de decisiones. Nunca tan bien utilizada la palabra toma. Si bien venía, desde hacía un buen tiempo, cumpliendo con el tratamiento, había un momento y lugar en el cual Laurita se daba sus licencias: los velorios.
Esta actitud se fue popularizando a tal punto que la menor de las Bonfati era invitada de manera personal cada vez que se producía un deceso en el pueblo. Es más, hasta llegaban invitaciones de localidades vecinas, a las que, claro, ella no podía decir que no. A tal punto llevaba a cabo su actividad que se había comprado en la “casa del libro” un cuaderno de los grandes, de los que usan las comisiones vecinales en sus reuniones, para ir rotulando los velorios a los que iba concurriendo. En esos momentos de congoja y dolor, de cuerpo y alma, ella se liberaba y volvía a beber sin cuidado. De regreso a su casa, no al otro día porque la resaca la dejaba bastante apocada; sino al siguiente, hacía un resumen del acontecimiento del cual acababa de regresar. Por lo que se podía leer en alguna de sus páginas: 1 de septiembre, velorio de don Rubén Rodríguez, viudo de De las Carretas. Recepción: floja (copita de coñac); bocadillos: aceptable; empanadas y salamines, para tomar vino tinto: mucha cantidad, poca calidad. Puntuación: 5.
En el fondo, Laurita soñaba con poder hacer un especial mensual en el folletín que repartía Evaristo Contreras. Pero el periodista no le terminaba de decir ni que sí, ni que no. Por tanto lo confeccionaba en su casa. Por las dudas de que se presentara algo, como les decía al resto de sus familiares. Quién te dice, hasta con el correr del tiempo me pueda independizar y tener mi propio suplemento, se atrevía a confiarle a quienes más creían en su proyecto que no eran muchos. Sí había que hacer los veinticinco kilómetros de ida y los veinticinco kilómetros de vuelta por calle de tierra para concurrir a un velorio en la localidad vecina, allí iba Laurita con su derrotero en busca de su copa de alcohol legitimada. Por eso, era tan importante para ella contar con el aval del resto de la familia para ser quien comandara la organización de la ceremonia fúnebre de su padre, el Escribano.
Finalmente y luego de largas negociaciones pudo conseguir el aval para ser la encargada de organizar todo lo concerniente a la velada funeraria. Pero no todas fueron ganadas para Laurita. Su madre le hizo prometer que no bebería una sola gota de alcohol mientras durara la ceremonia. Ella aceptó de buen modo, aunque cruzó los dedos por debajo de la mesa. De esta manera, y para el caso de que rompiese su promesa, los Dioses la exculparían dejando su moral inmaculada.
Decidió, y así se hizo, que el féretro se colocara al final del recorrido de la escalera que conducía al altillo. Lugar de muy difícil acceso y que por las dimensiones de la escalera, obligaba a realizar la visita de despedida al muerto solo de a una persona. Quedaban excluidos y por razones obvias, todos aquellos que tuviesen alguna dificultad para caminar, personas de avanzada edad y obviamente los lisiados.
—Prefiero que a papá lo despidan solo quienes sean dignos de despedirlo. Nada de paralíticos, ni de viejos que pronto estarán en la misma situación que él. Y el olor; es muy importante el tema del olor. En más de una oportunidad me he vuelto con mala imagen de otros velorios a los que he concurrido; por más empeño que hayan puesto los dueños de casa. Yo sé que el olor busca para arriba. No debemos confiarnos en que la corriente de aire jugará a nuestro favor. Que los que vengan, coman y tomen acá abajo sin la contaminación a muerto. Que el olor se quede arriba. Total tiramos bastante acaroina cuando volvamos del cementerio y listo —justificaba sus decisiones Laurita sin que nadie le dijera nada. Se la veía muy exaltada con el asunto de la organización.
Lo primero que se colocó fue una cartulina negra con inscripciones en rojo al costado de la puerta de entrada. En ella se indicaba la cronología de actividades durante la despedida de Don Fortunato de las Mercedes. La duración del asunto se había establecido en 24 horas. Dando inicio a las 11 de la mañana con la degustación, Laurita había querido utilizar ese vocablo indefectiblemente para impresionar al pueblerío, de bizcochos de grasa (última elaboración culinaria del difunto). Más tarde se entregarían las presitas de pollo y todo lo demás. Se establecía, como era de esperar, una especie de toque de queda en honor al muerto de 15 a 17, momento en el cual su querido Almagro enfrentaría a Chacarita por la Primera B Metropolitana. El partido sería televisado por canal codificado y quienes así lo quisieran lo podrían observar en el living de la casa. Quedaba prohibido el ingreso de bombos, aunque se autorizaban el ingreso de banderas de hasta dos metros por dos metro.
En el fondo del comedor se conformó una barra de expendio de bebidas alcohólicas, donde un barman certificado haría las veces de anfitrión. Para no tener inconvenientes con el resto de sus familiares, Laurita había aceptado colgar en el fondo de la pared de manera muy visible una foto con su cara con la leyenda: “Prohibido darle bebida alcohólica a esta persona”. Firmado: la Organización.
Claro que con el correr de las horas se fue haciendo llamativo que Laurita subiera tantas veces la escalera que conducía hasta el altillo.
—Me gusta estar en todos los detalles —se apresuraba a contestar a aquellos que se atrevían a echarle una mirada demasiado interrogativa. Pero esto fue lo primero. Después ya ni se molestaba en decir palabra. Cada vez era más penoso su deambular. Horrores le costaba subir cada uno de los peldaños. Y bajarlos ponía ciertamente en peligro su salud. Largas colas de espera se formaban detrás de ella. De una despedida promedio, que podía rondar los dos o tres minutos, Laurita alargaba las suyas hasta bastante más que un cuarto de hora. Cada vez las repetía con menos intervalos de descanso entre una y otra. Su respiración se iba agitando de tal modo que parecía apunto de colapsar. Aquellos que la observaban con detenimiento aseguraban que desde las 21 y hasta las 22:30 solo ella fue quien subió y bajo de manera desenfrenada la escalera, sin permitir que otro de los sumados a la ceremonia pudiese despedir al muerto.
Por eso, a minutos de haber llegado, y luego de ser increpado tan ferozmente por la Organizadora, el cura Alfredo “Nariz” Torrenave, se puso como se puso y abandonó el lugar. Porque Laurita podrá ser borracha, pero de tonta no tiene nada. Al toque se dio cuenta que el Padre, gracias al detalle de la nariz que Dios le dio, le iba a descubrir que dentro del cajón que contenía los restos del patriarca de la familia Bonfati, la organizadora tenía escondidas varias botellas de vino y de licor. Y que por eso no había necesitado pasar por la barra; pero bien tomada que estaba. Cualquiera podía advertirlo si es que lo quería. Y Torrenave seguro que lo quería y lo haría notar. Ya bastante la tenía entre ceja y ceja desde la vez que la descubrió tomándose el vino que él tenía para celebrar la misa de los domingos.
Como un castillo de naipes se derrumbó lo que venía siendo el mejor de los velorios. En los anales en que Laurita llevaba sus escrituras, por primera vez quedaría el recuadro de calificación sin completar. Una mancha negra en sus cronologías.
Con el correr del tiempo, infinidad de anécdotas se contarían sobre el velorio de Bonfati. Hasta se llegaría a decir que Laurita había vaciado de vísceras a su padre y rellenado de alcohol fino el cuerpo, que por medio de una bombillita de plástico que colocaba dentro de la órbita de su ojo derecho se lo iba tomando de a sorbitos, y no sé cuántos disparates más.
Después, llegarían las disputas por las propiedades, el dinero. Y la puñalada que enlutó de sangre a toda la familia, pero eso es parte de otra historia.
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