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Por Karl von Münchhausen | Ilustración: Von Brandis
Lavo bien mis manos mientras ella está acostada a un metro de distancia. Gira. Veo sus nalgas elevarse y después el arco de su cadera a oscuras captura toda mi atención. Su cuerpo en sombras contrasta con las sábanas blancas y, mientras me seco con una toalla, no puedo creer que sea tan hermosa. De verdad no puedo creerlo, y menos que yo haya estado veinte minutos metiéndole dedos en el culo macizo y generoso que tiene. Vuelvo a acostarme.
— ¿Te gustó?
— Maso, me dolió.
Le digo que si hice algo mal, debería haberme dicho. Me explica que no, que simplemente no le gusta, que sabía que a mí sí me gustaba hacerlo y que sólo por eso me permitió jugar así con ella. Nos quedamos callados mirando el espejo del techo sobre nosotros. Entonces se pone encima de mi pecho y yo la acaricio. La acaricio un rato. Su nuca, su cara, corro su mechón teñido. Todavía nos quedan unos minutos del turno.
En otro encuentro no cogemos. Me paso pajeándola y besándola durante horas. También la agarro fuerte del cuello y la nalgueo. Tanto que su culo queda rojo, tanto que se me pone muy dura y siento que voy a acabar sólo de sentir cómo gime cada vez que mi mano impacta sobre su piel. En ese instante me descubro pensando que no puedo creer que manejemos esa intensidad. Ella me conmueve y me excita por igual. Después me voy y siento su aroma en mi piel. Y ella más tarde va a decirme que no puede dejar de sentir el mío en su cama.
La primera vez que nos vimos el camino fue clásico. Un simple saludo que inició todo. Ni más ni menos que con un “hola” de mi parte, sin motivo, porque sí, porque a veces la explicación más correcta es un interés difuso que no consigue ser justificado con palabras, porque ¿qué otra cosa podría decir que me motivó a saludarla mientras ella esperaba sentada en la vereda, para que entonces arrancáramos a conversar sin apuros pero sabiendo bien qué podía resultar de eso? Ella fumaba y contestaba, a veces con un humor que evidenciaba que el camino a transitar era lo suficientemente ancho como para bandear entre la solemnidad de las insinuaciones que buscan afianzarse y la risa que relaja cualquier intento fallido de perpetuar el acercamiento.
Pero el primer momento no resultó contundente. Supuse que algo se extravió por lo cual, de alguna manera, la charla se fue diluyendo en nimiedades que alejaban del objetivo -al menos mi objetivo- de coger con ella. Así que volví a mi casa sin saber cómo evaluar ese encuentro: si como una apertura o como clausura de una historia. Es cierto que ella en un momento había dicho que le gustaba charlar, pero ¿eso incluía alejarnos tanto de la temática sexual? Porque sin un beso que certifique el deseo mutuo, ¿qué otro indicio podés encontrar para la reciprocidad? Por suerte me mandó un mensaje preguntando si la había pasado bien y ante la respuesta afirmativa me apuró con un “¿bien para amigos o bien para coger?”. Repaso esa pregunta y descubro que jamás hubiera podido imaginar lo que vino después.
Y así, voy de lo último a lo primero en nuestra relación. De a partes. Es que conservo grabados fragmentos. Repaso uno y me empieza a quemar. Intento poner en palabras una de las escenas con ella y descubro que lo que en verdad me llama está en otro lado. Abandono ese recuerdo y voy por el siguiente, y entonces un tercer elemento me hace cambiar de dirección. Lo que intento asir es esquivo aún cuando parece estar en reposo, como un tero en la hierba que grita desde su ubicación anunciando que puso, mientras los huevos están en otro lado.
Quiere verme. Quiero verla. Pero no podemos. Me nace ternura y ella necesita de mi violencia. En nuestra búsqueda acecha el desencuentro; pero sabemos que hay distintas versiones del amor, y algunas de ellas resultan difíciles de sostener. Eso nos salva y es lo que nos condena.
Me cierro, dispongo las espinas hacia afuera pero se acerca igual, me abraza, me inunda de su dulzura. Es desconcertante. Y cuando voy por ella, aunque no diga nada, sé que está pensando en otros y que entonces eso me vuelve invisible. Lo nuestro es el destiempo.
Intento dar un cierre a lo que quiero decir y el eco de un dolor me toma desde las piernas y sube hasta mi pubis. Es una puntada que ya no está, pero que estuvo y reconozco: La primera vez que cogimos me deshice contra sus nalgas. Pensé que me había partido. Su dureza pudo más que la mía y mi placer se contaminaba de un dolor diletante de nuestros modos de disfrutarnos: siempre con un obstáculo que nos haría seguir buscándonos. Y nuestra búsqueda continúa hoy, aún cuando nos veamos más por fotos que cara a cara. Porque no renunciamos a nosotros aún cuando creemos que sí. Porque la extraño aunque mi cuerpo gris ceniciento parezca ya apagado y ella haya perdido las esperanzas. Porque es difícil evitar el equívoco. Digo una cosa y siento otra, yo también soy tero. Porque esto tampoco es lo que quería decir.
Etiquetas: Autoporno, Karl von Münchhausen, Von Brandis