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Por Enrique Balbo Falivene
Regensburg Klinik
Caso 1367/23F
En Donaustauf, nuestro pueblo, y en casi toda la Alemania meridional el milchreis es una tradición que lleva ya muchos años, diría incluso que se remonta a los tiempos bélicos de mis antepasados; aunque su elaboración es sencilla y sus ingredientes son austeros cada casa se ha servido de él para esconder algún secreto. Esto ha hecho que en cada familia tenga un sabor, una textura y -como se dice ahora-, una experiencia diferente; en la nuestra, es mi mujer quien lo hace a partir de la receta que le enseñó su madre. El arroz debe cocerse junto con la leche, de este modo el almidón se incorpora al plato y hace que el postre sea más meloso; y junto a las cáscaras de limón se incorpora naranja rallada y unos granos de sal, a veces hasta un toque de pimienta junto a las ramas de canela. Pero todo esto es un secreto y ya se sabe que divulgar un secreto puede ser un mal augurio.
No sé bien cómo -o no lo recuerdo- pero cada domingo el milchreis ha ido ganando espacio en la mesa hasta convertirse en el plato principal. Y siempre hay algún invitado. Ayer recibimos al oficial Mills de la policía de Regensburg. Me había llamado el día anterior para consultarme por un caso y aprovechamos para invitarlo. Dadas las dudas que el buen Mills presentaba al teléfono y la amistad que nos une desde hace ya varios años, decidí que sería buena idea compartir el caso personalmente.
Mientras bebíamos café y mirábamos por la ventana cómo los copos de nieve se asentaban en los pinos del parque, me contó que habían encontrado a un niño, en horas de la mañana, en extrañas circunstancias.
Estaba de pie en la Donaustafstrasse, la carretera que comunica nuestro pueblo con Regensburg, solo, bien vestido y aseado. No tendría más de diez años y decía llamarse Jürgen. Eso era todo lo que el niño le había podido contar; no estaba asustado, ni ausente y su relato no presentaba vestigios de pérdida. Pero tampoco portaba identificación, ni dinero. Sólo llevaba en uno de los bolsillos de su abrigo un teléfono que parecía sin estrenar; no había llamadas, ni agenda, ni listas de contactos. También se veía demasiado delgado y su piel presentaba el amarillo del encierro o de la anemia.
Mills había convocado al psicólogo de la policía y no había obtenido más que monosílabos. Así es que decidieron trasladar al niño al hospital de Regensburg para realizarle un chequeo y luego el propio Mills había llamado al departamento de menoridad, mientras sus compañeros intentaban, vanamente, localizar a la familia.
Me comprometí a visitarlo el lunes a primera hora. Como psiquiatra colaboro con la policía, pero debo admitir que mi actividad en este aspecto es más bien escasa. Donaustauf es un pueblo de tres mil habitantes y Regensburg, aunque más poblado, es una ciudad que no suele presentar casos que la policía no pueda resolver y menos aún que necesiten de la ciencia psiquiátrica. Y el Krankenhaus de Regensburg es mi hospital, tengo allí mi consulta, en el departamento de salud mental, desde hace ya ocho años.
Antes de salir hacia el hospital, mientras desayunaba, pensé en qué condiciones alguien puede perderse o aparecer en la carretera en pleno invierno. La Donaustaufstrasse serpentea hasta Regensburg durante unos diez kilómetros entre las montañas, con apenas tráfico que, a velocidad moderada, se recorren en unos doce o quince minutos. Tampoco tiene caminos secundarios ni variantes, salvo los accesos a los campos de cultivos, pero Mills no había necesitado corroborar que el pequeño no respondía a ninguna familia de agricultores. En sitios con tan poca población no hay que hacer un gran esfuerzo para localizar a la familia de un niño perdido. De todos modos decidí detenerme en el punto exacto dónde los agentes de Mills habían encontrado a Jürgen.
Durante cerca de media hora examiné el lugar para comprobar lo que ya presentía. No había forma ni recursos para que un niño llegara hasta ese sector de la carretera si no hubiera sido llevado por algún vehículo. En ese lapso vi pasar sólo un par de coches, una furgoneta de la Postamt de la oficina de correos de Regensburg y, antes de marcharme, vi el autobús con un grupo de turistas hacia el Wallhala, el templo neoclásico que alberga los bustos de los héroes nórdicos, en Donaustauf, a orillas del Danubio.
Ya en el hospital despaché un par de asuntos administrativos; visité a los pacientes de larga duración y cambié la medicación de un joven con un par de experiencias traumáticas. Luego le pedí a mi secretaria que me pusiera en contacto con el médico a cargo del pabellón de pediatría donde estaba Jürgen. Acordamos vernos un par de horas más tarde porque ya tendría los resultados del laboratorio, y me dijo que intuía que iba a llamarlo. Me confesó que se hallaba algo perdido y que el niño tenía un tanto desconcertado al personal médico.
El doctor Bender, el jefe de pediatría, me entregó los resultados de la analítica y me adelantó que el niño presentaba un cuadro de anemia. El resto estaba en orden y sus capacidades motoras y cognitivas no registraban ninguna alteración. Pregunté entonces cual era el motivo del desconcierto. El doctor Bender me dijo, algo cohibido, que el niño hablaba de forma extraña, y que se relacionaba con los demás como un adulto. Está siempre de pie, no quiere acostarse ni sentarse. Y además no come porque argumenta no saber cuándo tiene hambre, explicó.
Lo hemos tenido que cambiar de habitación. Ahora está solo porque los dos niños que estaban con él, uno con una fractura en el brazo y el otro con problemas respiratorios, han acabado angustiados por su compañía. Por eso hemos decidido aislarlo, remató.
La información de Bender era precisa. Quizá, elucubré, se tratara de algún episodio de amnesia temporal por estrés, mientras me dirigía a la habitación para visitar al niño.
Lo encontré de pie, al lado de la cama, apoyaba su espalda en la pared, mientras miraba la televisión. Se veía pálido y algo enjuto pero sus ojos eran vivaces y no parecía dispuesto a perder un segundo de las escenas que la pantalla proyectaba. Lo saludé y me contestó amablemente pero no se giró para verme. Su voz sonaba grave, demasiado para un niño de diez años.
Formulé las preguntas de rigor y las contestó todas. Durante el interrogatorio, cuando hice un breve silencio para consultar lo que estaba apuntando en mi libreta, me preguntó si había visto el film que el receptor emitía. Giré la cabeza y vi que la Deutsche Welle estaba dedicando la tarde a un clásico del cine: “Un hombre tranquilo” de John Ford. No me pareció una película atinada para un niño de la edad de Jürgen pero dije que sí, que la había visto hacía mucho tiempo, tanto que me costó recordarla.
Le sugerí que apagara el aparato o bajara el volumen pero no me respondió. Dejé sobre la mesa un chocolate y unas galletas y le pregunté, con la voz más tenue y distraída que pude, si tenía hambre. No lo sé, contestó, nunca sé si tengo hambre. Me despedí porque no tenía sentido repetir las mismas preguntas que la policía o el psicólogo. Le anuncié que volvería luego mientras dejaba las galletas y el chocolate en la bandeja sobre la cama.
Algunos asuntos me retrasaron; volví cuando ya oscurecía. El niño continuaba de pie con la vista clavada en la televisión que ya estaba apagada. No había tocado el chocolate ni las galletas.
Me preguntó por qué creía que Sean Thornton había vuelto a Inisfree. No supe qué responder y se lo hice saber. Me dijo que Thornton era el protagonista del Hombre Tranquilo. Es verdad, afirmé, pero tuve que reconocer que sólo recordaba vagamente el argumento justo cuando entraba la mucama con la cena. Le pregunté si iba a comer y me dijo que si, que no tenía problemas en comer, tenía problemas para saber cuándo tenía que hacerlo.
Decidí dejarlo cenar y me despedí anunciándole que volvería por la mañana a primera hora, y continuaríamos hablando. Me pidió que mirara la película, de otro modo no tendríamos nada de qué hablar, dijo. Su voz no sonó amenazadora, parecía tener auténtico interés por esa cinta.
En casa me dispuse en mi estudio a revisar mis notas. Cuando terminé llamé a Mills y me dijo que aún no sabía nada sobre la familia del niño; luego telefoneé al hospital y la enfermera me explicó con entusiasmo que el paciente había cenado y que se había dormido plácidamente.
Puse la cinta y me relajé en el sofá. Había hecho una parada en la biblioteca de Regensburg dónde encontré la película. Empecé a ver los títulos mientras cenaba algo liviano y me preguntaba si el visionado de la película tendría algún sentido.
The Quiet Man (John Ford, 1952) se desarrolla en Inesfree, una aldea rural, y ficticia, de la Irlanda más pobre. Allí arriba Sean Thornton (John Wayne) dispuesto a quedarse. Es un ex boxeador que vuelve de América y que arrastra la culpa de haber matado a un rival en el ring. Compra una casa que perteneció a su familia y conoce a Mary Kate Danaher (Maureen O’Hara) de la que se enamora, pero deberá enfrentar las sucesivas negativas de su hermano, el rudo Will Danaher (Víctor McLaglen). El film presenta una serie de personajes, todos muy bien descritos por la cámara de Ford, que se vuelcan de inmediato con los sucesivos avatares que tiene que superar la pareja. Es una historia casi homérica, tratando el exilio y la vuelta a la tierra con ironía.
Quizá es el mejor trabajo de Wayne y resulta notable la química que desprende con su pareja en la cinta, Maureen O’Hara.
Mientras me servía una copa y veía deslizarse en cascada los créditos de la película, empecé a preguntarme qué relación podía encontrar entre Jürgen y la película de John Ford. Tuve que admitir que ninguna, o al menos no conseguí establecer cuál era. Pero me había pedido que la viera y yo había cumplido mi parte.
Por la mañana temprano, mientras conducía hacia el hospital, llamé a Mills. Me dijo que en términos policiales el niño no existía. No tenía familia, no había registros del pequeño en las escuelas, ni denuncias por desapariciones, ni la más mínima pista por dónde empezar a investigar. Sólo albergaba dos esperanzas: la mía como psiquiatra y la segunda en la Telekom, la compañía de teléfonos. Al parecer, aunque el teléfono que llevaba el niño no había sido utilizado, se podía establecer mediante el localizador qué recorrido había hecho y, sobre todo, cómo había llegado y desde dónde hasta la carretera.
Hablamos durante toda la mañana y casi hasta el mediodía de la película. Conocía cada detalle y cada escena perfectamente. Parecía revisar el film intentando desentrañar algo. No acababa de comprender por qué el personaje de John Wayne había vuelto al pueblo. Me dijo que su personaje preferido era el señor Flynn (Barry Fitzgerald), el casamentero y responsable de velar por la relación de los incipientes novios, y que la mejor escena era la llegada de Thornton en el tren porque ya prefiguraba el argumento.
La conversación con Jürgen me llevó a reconocer dos hechos importantes: el primero era que su voz se tornaba cada vez más grave, como la de un adulto, y no respondía a la sonoridad de un niño de sólo diez años; la segunda, más extraña que la primera, era que hablaba un alemán antiguo, como de hace cincuenta años atrás, de hecho usaba palabras que yo ya había olvidado.
Le pregunté si tenía alguna objeción en someterse a la hipnosis. En su caso, y con los nuevos rasgos que le había descubierto, pensaba que lograríamos los dos un avance importante. Me contestó que no, pero que volviera mañana porque hoy estaba agotado. Antes de salir de la habitación me preguntó si tenía que comer, si era ya la hora. Le dije que sí, que ya habíamos pasado el mediodía y que en cualquier momento entraría la mucama con el servicio. La pregunta me enterneció, tuve que cerrar la puerta y salir rápidamente para que no viera que se me cortaba la voz y se me humedecían los ojos.
Hacia la noche, en mi casa, intenté distraerme con una copa y un poco de música pero no podía evitar pensar en el pequeño Jürgen. Comí un plato de milchreis y sentí un pequeño pinchazo en las sienes. Tomé un analgésico y determiné que quizá me estaba involucrando demasiado en el caso. Estiré las piernas en el sofá y me dispuse a dormir un poco. Al rato, no sé cuánto tiempo había transcurrido, el teléfono me despertó. Era Mills. Se disculpaba por la hora pero me dijo que tenía una pista importante y que se dirigía hacia mi casa. No me dio tiempo a decirle que era muy tarde, Mills ya estaba llamando a mi puerta.
Se acomodó frente a mí en el sofá y me dijo que la Telekom había rastreado el teléfono de Jürgen. Sacó un papel del bolsillo de la chaqueta y me lo extendió mirándome fijamente. Era un informe de la compañía telefónica que señalaba que el teléfono del niño había salido desde la Von Taxi Ring strasse para dirigirse hasta la carretera y volver. Es decir que Jürgen había salido desde mi propia casa.
Sentí aún más fuerte el pinchazo en las sienes al tiempo que se me empezaba a nublar la vista y un inesperado sudor me ganaba la frente y la nuca. Me pareció ver a John Ford tomando una pinta de cerveza en un bar de Inesfree. Después creo que perdí el conocimiento.
Noticias (extractos) del periódico Bild:
15 de Mayo: “(…)” la investigación llevada a cabo por la policía y la fiscalía de Regensburg determinó que unos 500 niños del coro de la catedral habrían sufrido abusos y violaciones. El coro más famoso de Alemania, los llamados Gorriones de la Catedral, describieron su vida como un infierno, una prisión y un campo de concentración “(…)” los abusos se habrían producido entre 1945 y 1990 “(…)”
28 de Abril: “(…)” el informe de 450 páginas fue presentado ante la fiscalía. En él se detallan una serie de abusos y vejaciones sufridos por los niños del coro. Se calcula que habrían algo más de 700 damnificados “(…)” El fiscal que atiende la causa declaró que si bien el crimen ha prescrito es su obligación moral atender y dar respuesta a la denuncia. El obispo de Regensburg manifestó que los hechos que describe el informe nunca existieron “(…)”
6 de Abril: “(…)” una de nuestras fuentes sostuvo que se está elaborando un informe sobre una serie de abusos cometidos en la catedral de Regensburg. Dicho informe será presentado en los próximos días ante la fiscalía de la ciudad “(…)”
10 de Marzo: “(…)” el hecho que encendió las alarmas habría provenido de un hombre cuya identidad se mantiene en el más absoluto anonimato “(…)” habría detallado con una memoria prodigiosa, consignando fechas y todos los nombres de los abusados y abusadores de la catedral “(…)”
15 de Febrero “(…)” el equipo de psiquiatría del hospital de Regensburg determinó que el hombre que fuera encontrado desvariando en la carretera de Donastauf sufre una extraña regresión que no le permite ubicarse en el tiempo y el espacio “(…)”
6 de Febrero: “(…)” el paciente fue sometido a hipnosis “(…)” al parecer fue integrante del coro de la catedral y relató una serie de abusos sufridos durante su permanencia en la institución “(…)” todos los abusos se producían durante las horas de las comidas o en la sala de cine “(…)”
23 de Enero: “(…)” el hombre que fuera hallado en la carretera es trasladado al psiquiátrico de Regensburg. Se desconoce aún su procedencia y por qué habla un alemán en desuso “(…)”
20 de Enero “(…)” un desconocido fue hallado en la carretera de Donaustauf con un plato de arroz con leche entre las manos. El hombre estaba de pie bajo una copiosa nevada, sin identificación y es incapaz de explicar quién es y qué hacía en la carretera “(…)”
17 de Enero: “(…)” el llamado de un automovilista previno a las autoridades. Al parecer se habría visto a un hombre caminar por la carretera con algún objeto entre las manos “(…)” caminaba sin rumbo, parecía perdido, advirtió el conductor que habría llamado a la policía”
14 de Enero: “(…)” se espera una profusa nevada en toda la zona sur. En la catedral los niños del coro se preparan para las fiestas locales. Como cada año el tradicional arroz con leche invade todas las casas “(…)”
Etiquetas: Enrique Balbo Falivene, Regensburg