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Por Luciano Lutereau | Ilustración: Ralph Steadman
1.
Si hay una ley universal es la siguiente: no hay manera más segura de producir un efecto que querer evitarlo. Esta evitación que lleva al destino es la base de la ansiedad panicosa.
En el pánico, el que teme tiene miedo a que algo pase, es decir, tiene miedo al miedo; por eso el pánico se redobla, como en el nombre de la editorial “pánico el pánico”. Sin embargo, el círculo vicioso del pánico es: cada vez que anticipo lo que puede pasar y quiero evitarlo, no sólo produzco lo que no quiero que pase, sino que también confirmo que no tengo recursos para hacerle frente. De este modo, al impotentizarme, hago que eso ocurra.
Por lo tanto, la única manera de salir de ese círculo es con la convicción de que incluso lo peor sólo dura un momento; y si lo que quiero evitar igual pasa, una vez que haya pasado, la vida seguirá, como si nada hubiera pasado.
2.
El miedo no es la angustia. El miedo objetiva, pone objetos a los que temer, ante los que se queda paralizado.
El que teme busca controlar el temor, especula, establece posibilidades, se anticipa, pero no puede actuar; el miedo siempre termina siendo “miedo al miedo”, es el goce de lo posible por definición, que hace del miedoso un controlador, cuyo control siempre es insuficiente, el control siempre fracasa. La angustia, en cambio, no pone objetos delante; la angustia, por lo tanto, subjetiva: quien está angustiado puede decidir y quizá, a diferencia del miedoso, no sepa qué va a pasar, pero no tiene miedo.
El miedoso no soporta la indeterminación, fuente de posibilidades; quien está angustiado, aunque no está seguro, puede elegir y, una vez que eligió, ya nada es posible, porque cambiaron las posibilidades.
El miedo es imaginario, la angustia es real. La ética es decodificar miedos a través de angustia, la moral es codificar la angustia a partir de miedos.
3.
Mientras cuenta que no quiere volver con él, que tal aspecto y tal otro le hicieron mucho daño, que no sabe qué la une con alguien tan nocivo, me dice que le dijo ciertas palabras, pero no me cuenta lo que le dijo, sino que dice lo que le dijo, como si le estuviera hablando en este momento y se pregunta, entonces, una vez más, qué la une con él y la respuesta es concreta: hablarle, que incluso cuando hace tiempo no se ven, ella le sigue hablando, con el pensamiento, con el corazón, con el alma, al punto de que quizá él no sea más que esa voz con la que ella habla y que se le atraganta al llorar.
Qué apresurado y cuánta desesperación hay en creer que el otro es una persona, que tiene ciertas características, con las que uno podría estar de acuerdo o detestar, elegir según conveniencia, en fin, administrar como individuo; como si no fuera una presencia impropia, un aliento interno, una voz que nos habla (que nos hace hablar) o una mirada desde la que no(s) vemos. Ella me pidió un consejo, ¿qué hago? “Rezá todas las noches, aunque no seas creyente, pedí para que estén bien los dos y cantá una canción antes de dormir”. Hay cosas que no se resuelven sin pequeños exorcismos.
4.
La falta de motivación supone que afuera debe haber un motivo. Por eso el desmotivado suele recaer en el aburrimiento. Vive de afuera hacia adentro, vive llenando agujeros. Esta forma de vida es un modo de ser en el tiempo: la alienación máxima en el tiempo objetivo, la espera del tiempo que pasa, el cumplir que lleva de una cosa a otra.
La desmotivación no es, entonces, una simple falta de interés en el mundo, sino la objetivación del sujeto como una parte más del mundo, que mejor sería llamar “desánimo”. El modo de salida de la desmotivación es a través de descubrir lo inmotivado del sujeto.
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