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Por Diego Fernández Pais
En algún punto de la primera década del siglo XXI, cuando yo comencé a leer y escribir sistemáticamente, con el propósito de convertir a esa práctica en una suerte de carrera (si es que la fusión de los términos suerte, escritor y carrera no constituye un oxímoron al cuadrado), las librerías de pronto se inundaron de libros sobre series de televisión.
Por caso, en este momento se me vienen a la memoria dos que provocaron un considerable revuelo: el primero, del italiano Simone Regazzoni, indagaba en las claves filosóficas de Lost, mientras que el otro, titulado Teleshakespeare, correspondía al autor hispano-catalán Jorge Carrión (quien años más tarde se convertiría en mi profesor de posgrado) y con asertividad denunciaba la repentina transformación de la «caja tonta», teleseries mediante, en la «caja inteligente».
De más está decir que por entonces, con la altanería propia de un adolescente tardío y encima ignorante, yo despreciaba a las series y a todo aquel que osara convertirlas en objeto de estudio. Rondaba los veinte años, me sabía de memoria las diez temporadas de Friends y, en parte, deseaba convertirme en escritor para vivir la vida de Carrie Bradshaw –la cabecilla del elenco de Sex and the City– en versión masculina. Quizás por eso, y por mi reciente descubrimiento de la literatura indie, no podía concebir que alguien invirtiera tiempo, neuronas y tinta en un producto tan accesible para la gran masa del pueblo; era algo que me superaba.
Tuvo que correr agua bajo el puente –historias de amor truncas, hartazgo de los libros y aparición de Netflix– para que finalmente dejara los prejuicios en la puerta de mi casa y me encerrara en serio a ver capítulos hasta determinar mis preferencias en la materia. Menuda empresa. De igual modo debo confesar que, tras anoticiarme de las declaraciones de la escritora rural Selva Almada respecto a que le aburren los relatos que tienen como protagonista a un escritor, al instante me decanté por todo lo que ella detesta: los escasos relatos audiovisuales basados en la vida de literatos.
Hete aquí que además de la ya citada Sex and the City, recuerdo haber disfrutado mucho Bored to death, la que aún ostenta los encantos de lo patético, debido al rotundo fracaso comercial que implicó. Transitar sin pena ni gloria por el prime time de HBO no debe ser una tarea sencilla. El argumento, de todas maneras, es gracioso: se ocupa del derrotero de un escritor –encarnado por Jason Schwartzman– que enciende un porro detrás del otro y, en simultáneo, como padece un bloqueo que le impide redactar su segunda novela, empieza a ofrecer sus servicios de detective privado a través de la web.
De la mano de la magnífica Lena Dunham, luego estuvo Girls: una especie de Sex and the City para millennials que, precisamente por eso, transcurre en Brooklyn, el barrio de moda entre los universitarios pobres de La Gran Manzana. Comparte con Bored to death el haber transitado por el prime time de HBO. Pero, a diferencia de aquélla, ésta supo del sabor de las mieles del éxito.
Y en el último tiempo, mientras con ansiedad aguardo el estreno de Patrick Melrose –el drama que recrea las novelas autobiográficas del inglés Edward St. Aubyn–, he quedado prendado del humor negro de Californication, la otra serie con trasfondo literario de la cadena Showtime. Creador: Tom Kapinos. Protagonista: David Duchovny. Apenas en los Estados Unidos, llegó a los tres millones de espectadores. De su ingenioso libreto me ocuparé a continuación.
Siete temporadas en el abismo
Según Wikipedia, la auténtica Enciclopedia Británica de nuestro tiempo, «Californication es una serie de televisión estadounidense que inició su emisión en 2007 y finalizó el 29 de junio de 2014». En efecto, consta de siete temporadas de doce capítulos cada una y quizás allí –y en la dinámica de consumo que nos propone una plataforma digital como Netflix– sea donde reside su atractivo, al menos en un gran porcentaje.
A favor de las series y en contra del cine, se hace necesario remarcar que la experiencia de ver semejante cantidad de episodios de corrido se asemeja mucho más a leer una novela (la que suele acompañarnos durante semanas o incluso meses) que a ver una película, aunque de la eterna 2001: Una odisea del espacio se trate. Los personajes evolucionan a la par nuestra y, poco a poco, relegan a la trama a un segundo plano. A mí, por lo pronto, me tocó ver los ochenta y cuatro capítulos de Californication en un lapso de quince días (correspondientes a la feria judicial), y mi relación con los actores pasó rápidamente de la amistad al romance.
La historia narra las desventuras sexuales de Hank Moody (David Duchovny), un afamado autor oriundo del Bronx que, luego del estrepitoso éxito de su tercer libro, es tentado por Hollywood para adaptarlo al cine, razón por la cual se muda de Nueva York a Los Ángeles junto a su esposa Karen (Natascha McElhone) y su pequeña hija Becca (Madeleine Martin).
«Aquí», como dice Hilario Ascasubi en La refalosa, «empieza su aflición».
Dios nos odia a todos
A la altura del piloto (esto es, del capítulo estreno), Hank Moody lleva escritas tres novelas cuyos respectivos títulos son: South of Heaven –del que sea habla poco y nada pero que a los argentinos invariablemente nos remite a El fondo del cielo de Rodrigo Fresán, otro de mis profesores–, Seasons in the Abyss y God Hates Us All. No es casualidad que los tres sean álbumes de la banda de trash metal Slayer. Sucede que ya desde el título, a causa del cual los Red Hot Chilli Peppers le entablaron una malograda demanda por daños y perjuicios, la serie está plagada de referencias al mundo del rock. Hank Moody se identifica más con los rockstars que con los nerds. Como Selva Almada, es alguien que cultiva el autodesprecio.
De todo eso, sin embargo, hablaré más adelante.
El tema es que una productora californiana le compra a Hank los derechos de God Hates Us All. Hank se muda a Los Ángeles –donde conoce a Charlie Runkle (Evan Handler), su representante y futuro mejor amigo– y, una vez allí, se avoca obsesivamente a pulir el guión de la película. En consecuencia, cada vez aparece menos por su casa. Karen se siente sola, a pesar de que Marcy Runkle (Pamela Adlon), la hilarante esposa de Charlie, le consigue un trabajo como arquitecta. La productora pone al frente del proyecto a un director que Hank considera mediocre, demasiado comercial. El director estrena un film cuyas escenas tienen poco y nada que ver con el pesimismo y la oscuridad de las originales. El film se llama A Crazy Little Thing Called Love. La cólera de Hank se desata. A modo de venganza, Hank se fornica a la esposa del director. Pero ya ni esa pequeña victoria podrá detener la espiral de decadencia en la que se encuentra inmerso, porque ahora es Karen la que lo abandona a él para irse a vivir con un cliente. Además de su hija Becca.
Entonces como único consuelo quedan los excesos.
El sexo, las drogas y el rock and roll.
Un dato de color es que Simon Spotlight Entertainment (una división de la renombrada editorial Simon & Schuster) aprovechó el fanatismo despertado por Californication y en 2010, gracias a la pluma fantasma de Jonathan Grotenstein, permitió que la novela más aclamada del protagonista del show trascendiera la pantalla y ocupara los escaparates de las librerías del mundo real. Si bien este spin-off literario no ha sido traducido al español, resulta evidente que apunta más a un público de coleccionistas que de lectores. En otras palabras, God Hate Us All es un libro-objeto destinado mayoritariamente a los fetichistas de la mercancía.
Entre Henry Chinaski y Bret Ellis. Una biografía
Como veníamos diciendo, en Californication los hechos son menos importantes que los personajes, sobre todo menos importantes que Hank Moody. Primero, por lo tanto, deberíamos deconstruir este nombre.
Veamos.
«Hank»: una ostensible alusión a Henry «Hank» Chinaski, el álter ego empleado por Charles Bukowski en sus ficciones.
Y, por si todavía cupiera alguna duda, «Moody»: un término que en inglés, de acuerdo al diccionario, significa malhumorado, caprichoso, taciturno, voluble.
En su mérito, queda claro que el frontman de la serie es una especie de Charles Bukowski posmoderno. O alguien que al menos emula a Charles Bukowski –y a su álter ego Hank Chinaski– en su condición de perdedor entrañable, vago irredento, incontinente verbal, alcohólico impenitente y auténtica máquina de follar. También como Bukowski, Hank Moody encarna la voz políticamente incorrecta de la white trash de su época.
Pero ojalá las cosas fueran tan simples. Si lo pienso mejor, Hank Moody es mucho más que la réplica de Hank Chinaski. Porque, a diferencia del antihéroe de novelas como Factótum, Hank Moody es un hijo del bienestar económico de la posguerra, y eso le ha permitido darse algunos lujos en vida e impregnarse de cierto glamour. Estas circunstancias, por ende, lo acercan más a algunos escritores de su generación como Jay McInerney («Escapaste a la ciudad que idealizabas y te reinventaste como un McInerney de los pobres», le achaca la colorada del tercer episodio de la primera temporada) o Bret Easton Ellis (de hecho, conforme a las declaraciones de Charlie Runkle, él es el mentor de la carrera de Hank Moody).
«Whenever I watch «Californication» I am always horrified that «I» am somewhat responsible for Hank Moody’s career… », tuiteó en una ocasión el artífice de American Psycho.
En realidad, el vínculo que une a Hank Moody, David Duchovny y Bret Easton Ellis es mucho más profundo de lo que parece. Y tiene muchas aristas.
Por ejemplo:
1) Hank Moody, como el autor de Lunar Park, hace una increíblemente buena imitación de sí mismo;
2) Las apariciones de David Duchovny en Lunar Park, entretanto, son recurrentes;
3) Al mismo tiempo, la tercera temporada de Californication (cuando Hank consigue una plaza como profesor de escritura creativa en la muy pija Mayflower School) es un entero homenaje a Lunar Park;
4) Los dos (Moody/Duchovny y Bret Ellis) comparten la devoción por la cultura popular.
Lo único que los distancia, en definitiva, es su relación con la moda. Diría más: con la moda masculina. Mientras que Bret Ellis ya se ha convertido en un experto en el asunto, un auténtico influencer, a Hank Moody esas menudencias lo tienen sin cuidado. Lo suyo, como aclara en algún momento, es el uniforme: camisa o remera negra, jeans oscuros y zapatillas Converse negras o botas texanas de color marrón, además de los lentes de sol y el perenne cigarrillo en la comisura de los labios, cual Gordo Lanata del primer mundo. Ah: y el Porsche 964 Cabriolet negro, sucio y tuerto. Todo un dibujito animado.
No quisiera cerrar este apartado biográfico sin antes referirme a la influencia del rock. Porque tanto Hank Moody como Charles Bukowski y Bret Easton Ellis, independientemente de sus preferencias musicales, comparten la misma moral rockera, seudonietzscheana, de cinismo depresivo y culto báquico. Tres de las siete temporadas de Californication se ocupan de este submundo plagado de whisky, drogas duras y groupies. En tal sentido, valdría la pena mencionar las bizarras duplas que Hank Moody conforma, a lo largo de la serie, con el importante productor Lew Ashby –sobre quien escribe un libro titulado Lew Ashby. A Biography–, Rick Springfield y Atticus Fetch. Un escritor en la lona al lado de un rockero encumbrado: una circunstancia, si no impensada, al menos poco frecuente.
Quizás sólo asimilable, en la Argentina, a la insólita imagen de Rodolfo Fogwill junto a su improbable amigo Adrián Dárgelos.
Al respecto, sentencia Hank Moody: «Yo intento vivir en una torre de marfil pero una marea de mierda azota constantemente sus muros».
Follando & golpeando, o LOL
Los demás integrantes del elenco no se quedan atrás. (Pocas veces se ha visto una serie donde los personajes secundarios cobren tanta relevancia como en Californication.) Karen –cuenta el capítulo titulado «In Utero»– se enteró de que estaba embarazada de Becca el día del suicidio de Kurt Cobain. Es una mujer bella, liberal y sofisticada; en varias oportunidades sale leyendo a Bukowski. Charlie Runkle, por su parte, más que un «pene ambulante», es un Sancho Panza onanista que vive del talento de los otros. Un Sancho Panza que, en las últimas temporadas, acaba eclipsando a Hank Moody, nuestro Don Quijote ad hoc. Y Marcy Runkle, alias «pitufina cocainómana», depila a las estrellas de Hollywood y su papel es casi tan interesante como para convertirlo en el protagónico de una serie distinta.
Pero luego están los personajes reales (tanto en Californication como en Lunar Park la mezcla de personajes de ficción con personajes reales nos conduce a una gozosa suspensión voluntaria de la incredulidad) como el ya mencionado Rick Springfield. Y los teenagers, como Becca y Mia (Madeline Zima). De los primeros, precisamente por ser reales, no es necesario hablar; en cambio creo que los jóvenes tocan un nervio sensible del libreto.
Rebecca –o simplemente Becca– es la más pequeña de la crew y la musa indiscutible de Hank: a todo lo hace por y para ella. Incluso la camaradería de Hank con tantas estrellas del rock and roll tiene más que ver con la pasión de Becca por la música (Becca es la cantante de una banda punk que se llama Kill Jill) que con su propio deseo. Si bien la banda de Becca se llama Kill Jill, su antagonista –el blanco de todos sus odios adolescentes– no es Jill sino Bill (Damian Young), el nuevo novio de su madre. Y Bill, a su vez, es el padre de Mia, la otra adolescente conflictiva del reparto.
Queda claro que Hank la juega de viejo cascarrabias. Sin embargo, en el fondo es un cincuentón embelesado por la juventud. Juventud a la que cada tanto –como en el episodio que se titula «LOL», de Laughing Out Loud– pincha porque le «parece un grupo de estúpidos que se seudocomunica con otros estúpidos en una protolengua que parece más una lengua cavernícola que una lengua moderna». En verdad, tal embelesamiento se hace patente en su relación con Mia, una Madeline Zima que, muy lejos de su rol infantil en The Nanny, ahora se ha convertido en una despampanante mujerzuela.
La acción se desarrolla así: en el mismo piloto, tras salir decepcionado del estreno de A Crazy Little Thing Called Love, Hank Moody pasa por la puerta de una librería y, al ver en la vidriera la promoción de su novela God Hate Us All, entra en busca de consuelo, como para corroborar que su libro nada tiene que ver con esa basura de película. Entonces allí, sentada en un rincón y justamente leyendo su libro, divisa a Mia, a quien todavía no conoce. (Mucho menos sabe, aún, que es la hija de Bill, la nueva pareja de su ex.) Las miradas se cruzan, Mia lo seduce y él no opone resistencia. Cuestión: se van a follar a la casa de Hank. Y en pleno acto sexual, cuando el uno y el otro están a punto de alcanzar el orgasmo, Mia le sacude una tremenda trompada en el ojo. Una, dos veces. Suceso que, en un inicio, provoca la estupefacción y la risa de Hank, y luego –al enterarse de que: 1) es la hija de Bill y 2) tiene apenas dieciséis años– lo inspira para escribir Fucking & Punching, su primera obra en cinco largos años de improductividad.
Más tarde Mia le roba a Hank el manuscrito de Fucking & Punching y lo publica como propio, convirtiéndose a causa de ello en una precoz estrella literaria. Pero el drama recién se desencadena sobre el final de la tercera temporada, cuando Mia –ante la imposibilidad de escribir algo nuevo a la altura de Fucking & Punching– decide contar la verdad de la milanesa, esto es: que el autor del libro en realidad es Hank Moody, y que el libro está basado en el affaire sexual que ambos mantuvieron cuando ella era menor de edad. De esta forma, por un lado, Hank recupera un libro que lo vuelve a lanzar a la fama, pero por el otro, como si de un Humbert Humbert del siglo XXI se tratara, es denunciado por el Estado de California por estupro.
A lo largo de la muy recomendable temporada número cuatro tiene lugar el juicio a Hank. Juicio que, a la par que aporta la participación de una abogada muy hot, pone en evidencia que el otro autor que sobrevuela como un fantasma durante todo Californication es Vladimir Nabokov, y más específicamente su célebre novela Lolita.
Si bien en los subtítulos de Netflix se traduce a Fucking & Punching como Sexo & golpes, la combinación de dos gerundios –follando y golpeando– me pareció más adecuada a la figura de un autor despreocupado por las cuestiones de estilo como Hank Moody.
Californicación
En 2008, un año después del comienzo de la serie, el actor David Duchovny informó a la prensa que había ingresado en un tratamiento para apalear su adicción al sexo. Como corolario, la adicción no es un tópico ajeno a Californication. Varios de los personajes principales de esta ficción pasan –en realidad, entran y salen permanentemente– por un centro de rehabilitación llamado Happy Endings (o Finales felices). Marcy lo hace por su cocainomanía, los escritores Hank Moody y Richard Bates por sus problemas con el alcohol, y el músico Atticus Fech por todo eso junto. En tanto que –sin tratamientos de por medio– Charlie Runkle es un adicto a la masturbación y Karen, al amor y al optimismo.
Resumiendo, cabe destacar que para mí el placer de la serie radica en la creación de un escritor que claramente se inscribe, más allá de algunos clichés, en la tradición antiintelectual norteamericana, tradición cuya seña distintiva consiste en la fuerte oralidad de sus relatos: por lo general, los escritores norteamericanos nos cuentan una historia como si todos los lectores también estuviéramos ahí, sentados alrededor de una fogata, oyéndola con atención.
Mientras que el antiintelectualismo invocado se hace palpable en la acertada dosificación de las escenas en las que se lo puede ver a Hank leyendo –cada vez menos– o escribiendo. Y me refiero sobre todo a sus ficciones, dado que –aún cuando para la quinta temporada ya se ha publicado Californication, el sexto libro de su carrera– en la pantalla apenas lo vemos redactar algunas míseras cartas de amor. Míseras cartas que: 1) paradójicamente configuran los momentos más altos de la serie y 2) nos dan la pauta de que la raíz de la inspiración de Hank Moody es, sin dejar espacio a la duda, de corte romántico. Es decir, que surge de la emoción.
Como botón de muestra y a modo de cierre, a continuación transcribo la carta que Hank le dirige a Karen –en el décimo capítulo de la segunda temporada– para alentarla a que no aborte a Becca:
Querida Karen,
Si estás leyendo esto significa que he encontrado el valor para mandártelo. Bravo por mí. No me conoces muy bien pero si me lo permites, tengo tendencia a repetir una y otra vez lo duro que me resulta escribir. Pero esto es lo más difícil que he tenido que escribir nunca.
No existe una manera fácil de decirlo, así que simplemente lo diré: he conocido a alguien. Fue una casualidad. Yo no lo estaba buscando. No lo planeé, fue la tormenta perfecta. Ella dijo una cosa, yo dije otra. Cuando me di cuenta quería pasar el resto de mi vida en mitad de aquella conversación.
Ahora tengo la sensación en mis entrañas de que puede ser ella. Está completamente chiflada, de una forma que me hace sonreír, es extremadamente neurótica y exige un mantenimiento exhaustivo. Ella eres tú, Karen. Esa es la buena noticia.
La mala es que no sé cómo estar contigo ahora. Me acojona, porque si no estoy contigo inmediatamente tengo la sensación de que nos perderemos ahí afuera. Este es un mundo enorme y malo, lleno de vueltas y recovecos y basta con parpadear para que desaparezca el momento. El momento que pudo cambiarlo todo.
No sé lo que hay entre nosotros, y no puedo decirte por qué habrías de saltar al vacío por alguien como yo… pero hueles tan bien… como el hogar. Y haces un café excelente, eso también es importante, ¿verdad? Llámame.
Infielmente tuyo,
Hank Moody.
Etiquetas: Californication, David Duchovny, Diego Fernández Pais, Hank Moody, Literatura, Serie