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Por Alexandra Kohan
«Una piraña ediciones
Si pudiera saber
qué diablos tengo y
que ver con todo esto
si no se me acosara
acorralara
a toda hora a toda voz
en todas circunstancias y momentos
y pudiera saber
pensar un poco
aplicada y serenamente en qué
en qué demonios en
qué diablos tengo
yo
que ver con todo esto.»
Idea Vilariño
Extraviada es un clásico en el sentido borgeano del término: “un libro que las generaciones de los hombres leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. No había leído Extraviada en su anterior edición, la de 1995, pero contaba con ese fervor previo: conocía Extraviada, sabía de él. Digo esto y no que estoy «releyendo” Extraviada, porque como bien dice Ítalo Calvino, eso sería una hipocresía de la vergüenza que puede producir no haber leído un libro famoso. Extraviada es un libro clásico también en el sentido en que Ítalo Calvino lo define: “los clásicos son libros que cuánto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”. No se trata entonces, de la sacralización del libro al denominarlo clásico, sino de señalar el modo incesante en que suscita lecturas. Porque Extraviada sigue suscitando lecturas y eso es gracias a la enunciación de los autores que incluye al lector, ese que tiene que poner de su parte. Raquel Capurro y Diego Nin se ocupan de decir, en el prólogo a esta edición, que el libro “no se propone como sabido, cerrado, acabado y completo. Lejos de eso se trata de una construcción de caso que no quiere ocultar sus excesos, sus derrapes hermenéuticos, sus opacidades, sus contradicciones” y en ese punto, la posición de los autores coincide con “la cosa misma” porque “la locura no se deja explicar totalmente ni reducir a ningún saber”. No hay demasiados libros como éste: que no pretendan enseñarnos nada, que no se arroguen un saber. No hay muchos psicoanalistas como éstos: que puedan escribir una frase como “derrapes hermenéuticos” y que estén dispuestos a no disimularlos. Celebro esa posición y la considero fundamental para que en la lectura pase algo. Para que algo pase: un lector, para que algo pase como ocurrencia, como acontecimiento, en definitiva, como los mismos autores señalan: “Si se puede tolerar no saber, si no hay apuro en entender, si se puede aceptar que en esa madeja enredada están los hilos conductores… algo nuevo puede fabricarse”.
¿Qué es Extraviada si no nos enseña, si no sabe? Extraviada es, antes que nada, un lugar, un espacio que viene a alojar, así en presente, cada vez, un acto: el de Iris Cabezudo. Pero ese acto sólo se constituye en tal por la lectura que hacen los autores o ¿acaso hay acto sin lectura? Este libro no es un libro sobre un caso, el de Iris Cabezudo, es un libro que hace caso a Iris Cabezudo, hace caso y hace lugar. Le hace caso a su decir, hace de su decir un acto y de su acto un decir. Y hace de su acto, el parricidio cometido en 1935, otra cosa de lo que hicieron la justicia y la patética opinión pública. En ese sentido es un libro absolutamente performativo. Este libro hace cosas con palabras, con las de Iris y con las de los autores. Este libro hace y, en ese punto, hay también un acto de los autores.
El decir de Iris por medio del parricidio cometido fue rechazado, rehusado por la sociedad. Iris quiso hacer saber algo, quiso que algo se hiciera público pero fue demasiado comprendida y, en ese punto, quedó sola, segregada. ¿De qué manera? Tanto la sociedad como la institución jurídico-psiquiátrica comprendieron el acto de Iris como un acto entendible, esperable. La versión que se impuso fue la versión materna: Iris mató a su padre que tenía un plan de destrucción que él estaba llevando a cabo, lo mató por la vida de martirio que, a causa de sus celos, le procuraba a la madre. La prensa, ese primer lugar “en donde el crimen se interpreta”, pone a Lumen, el padre de Iris, como el tirano, el victimario, el celoso, el loco, el que hacía de esa casa familiar una vida imposible de soportar. Lo que de locura pudo haber en el acto de Iris fue censurado, reprimido y todo el asunto recayó en la necia y tonta disposición binaria: víctima pasiva (la madre) victimario activo (el padre). Nada fue interrogado en ese momento. El tirano doméstico fue, finalmente, suprimido. La opinión pública, junto con la justicia, se tranquilizaron en dicha disposición, se adormecieron en el confort de encontrar una razón justificable del parricidio. Pero, sobre todo, se anestesiaron en la comprensión empática con Iris. Todos comprendieron a Iris, esa jovencita de 20 años, estudiante de magisterio, inteligente, educada, culta, civilizada. La comprendieron empáticamente y la condenaron, a través de esa empatía, a una vida extraviada, errante y errática; una vida en la que no cesó la insistente búsqueda de un interlocutor que pudiera escuchar lo que ella tenía para decir. Lo que ella quiso hacer saber. Porque Iris no sólo fue declarada inimputable sino señalada, a través de la empatía y la comprensión, como alguien que no estuvo en ese acto parricida, -no fue ella sino un arrebato-. Su acto “se reveló en su época como excesivo pero comprensible; la incomprensibilidad quedó situada del lado de su padre”.
La compasión que despertó Iris “a la vez que jugó a su favor eximiéndola de la tortuosa experiencia carcelaria, impidió reconocer la peculiaridad de su acto”. No sólo fue declarada inimputable sino que su abogado le aconsejó: “ahora Ud. olvídese de todo”. He ahí la cifra de la corrosiva acción de la empatía que, no sólo no es inocua, sino que produce efectos arrasadores de la singularidad, de la otredad como tal. Lo que le fue vedado a Iris fue asumir la responsabilidad por la singularidad de su acto. Iris, que había pronunciado “yo lo maté, es mi padre” recibía ahora el mensaje de “no has sido tú”. No has sido tú que eres civilizada y una tierna niña sana de espíritu. Caso cerrado. Iris vuelve a su casa y a su trabajo de maestra. Y en la imposibilidad de olvidarse de todo, en la persistencia de hacerse escuchar, en 1957, 22 años después del crimen, Iris va a cuestionar el cierre del caso, lo va a reabrir: esta vez no va a cometer un crimen sino que se va a dirigir a un psiquiatra para pedirle que examine a su madre que tenía un plan para matarla a ella y a los hermanos. Iris queda internada. No me interesa ahora seguir las vicisitudes del destino de Iris a partir de ahí –cosa que podrán leer en el libro- sino subrayar la lucidez y la precisión con que Capurro y Nin leyeron a Iris. Esa lectura intenta desandar el atolladero agobiante, ese oprobio, esa desubjetivación, ese gesto devastador y aplastante que se precipitó a partir de “la pista resbaladiza” de la empatía y la comprensión. La lectura de los autores resulta un antídoto de ese veneno en forma de inyección de sentido de la que fue objeto Iris. La lectura disuelve esas atribuciones violentas de sentido y posibilita que algo pueda ser leído en ese acto, que ese real que pide ser reconocido como tal, encuentre alguien que lo reconozca. Ese cúmulo de sentido común, de sentido inyectado, de sentido inoculado de manera violenta precipita un malentendido: el de la empatía. Capurro y Nin ponen a jugar una pulsión casi arqueológica y van desentrañando no sólo el acto sino los textos que Iris Cabezudo dejó.
Hace poco Marcos Esnal dijo que un psicoanálisis quizás sea solamente un modo de formular adecuadamente ciertas preguntas. La lectura que Nin y Capurro emprenden es exactamente esa: siguen la pista e interrogan el texto de Iris despojándose del saber dado. La pregunta que formulan es acerca de los efectos de la sentencia de inimputabilidad. No pretenden poner un sentido nuevo sobre el sentido anterior sino “deletrear” los elementos que se fueron planteando en Iris como “solución”. Les importa sostener la pregunta por aquello que Iris intentó hacer saber, preguntan “¿qué hubo de fallido en el acto mismo y en su lectura? ¿Cómo se conecta esta dimensión de fallido con el posterior delirio?”.

«Extraviada» (Una Piraña Ediciones, 2018, de Raquel Capurro y Diego Nin
II
«Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia.»
Fabián Casas
«La animalidad de la vida humana tiene en la familia su representante más acabado.»
Gustavo Ferreyra
Iris mata al padre no en defensa propia sino en defensa de su madre, Raimunda. No es tan sencillo, sin embargo, deslindar lo que de (im)propio hay ahí, en esa relación con Raimunda. Raimunda es también maestra y una verdadera pedagoga que lejos de sacrificar su vocación de maestra por el matrimonio (cuestión que estaba todo el tiempo presente), hizo de su matrimonio “una Escuela del hogar”. Raimunda dictó siempre su destino a Iris: será maestra. No sólo le dictó su destino sino que le dictó, durante años, su versión sobre Lumen, su marido. Esa versión es la que colaboró en la construcción de LA versión de los hechos en 1935 que decantó en la absolución de Iris. En definitiva: “convenció de que la locura de esa familia era patrimonio exclusivo del padre victimario, y que la causa del trágico desenlace había que buscarla en las fuerzas que el propio Lumen desencadenó”. Raimunda le dicta a Iris un enorme texto en el que, entre tantas cosas, dice que Iris fue un “instrumento propicio” en la locura de Lumen. En 1957, el delirio de Iris “acusa recibo de esta nominación” y testimonia que ella ha sido un dócil instrumento de su madre. De este modo comienza a impugnar la versión materna del caso y “develó un punto esencial de la misma: la preservación absoluta de la madre, que dicha versión aseguraba”. Los autores subrayan atinadamente que la versión de la madre fomentó el acto de Iris. Ese acto que acabó con el perro pero no con la rabia. El drama no cesa e Iris descubre que la imposibilidad de terminarlo es su madre cuyo odio por el padre es inextinguible. “La versión materna se derrumba” y a partir de 1952 la madre se constituye en perseguidora. Iris intenta escribir el cambio de signo en su relación con la madre: el amor que se transforma en odio. Es un verdadero ensayo sobre lo que son las madres. Vale la pena que escuchemos al menos una parte: “los hijos que primero aman y después odian a la madre, no la han amado nunca: han sido forzados desde su más tierna edad por la propia madre a adorarla, por medio de una continua sugestión […] Es así, analícese con cuidado y objetividad caso por caso, y se comprobará que es así. […] Hay otro hecho digno de análisis: por lo general, la madre quiere a sus hijos en función del padre. Si se trata de una pareja bien constituida, esto es útil y todo marcha. Pero cuando no hay comprensión entre los cónyuges y surgen desavenencias serias, casi siempre el amor de la madre hacia los hijos se transforma, y la madre quiere entonces a sus hijos en función del desquite: la madre piensa (y casi siempre lo dice): ustedes son míos y no de él, y tienen que defenderme de él. […] Si el odio de la madre al padre es muy grande […] entonces se cumple una tercera etapa: cuando los hijos, ya mayores, no comparten íntegra e incondicionalmente el odio al padre, entonces la madre les odia a ellos también, por hijos de él y procura anularlos y destruirlos”. Más tarde va a decir que “intentar detener con argumentos a mamá, en cualquiera de sus propósitos, es lo mismo que intentar detener con el cuerpo una locomotora en marcha”. Iris no ha cesado de intentar detener esa locomotora, esa aplanadora que ha sido Raimunda. La locura familiar, toda ella montada en esa locomotora imparable, fue leída por los psiquiatras, que respondieron al orden social, como “peligrosidad de Iris”. Es allí que comienza a producirse su segregación. Iris empieza a desplegar su delirio en el ámbito Institucional. Capurro y Nin siguen la pista del deletreo para advertir el modo en que la persecución del ámbito escolar se relaciona con Raimunda: “figura de la maternidad y el magisterio”. El significante que subrayan en esa conexión es “PLAN”. Porque Iris se niega a entregar un plan de trabajo. Plan es el significante de la persecución, el del saber absoluto que la persigue “y que ha situado en su madre”. Maternidad y magisterio quedan anudados en esa lectura que hace Iris del trato que se les procura a los alumnos y a los niños y escribe una figura demasiado precisa: “la mayor parte de los maestros hacen con sus alumnos lo que la mayor parte de las madres hacen con sus niños chiquitos: una madre va de paseo con su niñito menor de cinco años: la madre marcha feliz a su paso; pero el chiquito tiene pequeñas piernecitas, y cada uno de sus pasitos es la tercera parte del paso de su madre […] Para evitar ser arrastrado, es que el niño mueve ansiosamente sus piernecitas, y así lo que para la madre es un paseo reparador, para el pobre hijito incomprendido es una maratón sin descansos que lo angustia y agota. Lo mismo hacen los maestros con sus alumnos […]”.
Iris se sostiene de manera férrea a su estilo de enseñanza, se resiste al plan y defiende con argumentos precisos sus maneras de llevar a cabo la enseñanza en las antípodas de la burocratización y la institucionalización de la práctica. Por otro lado es una ferviente militante de la escuela laica. Lleva adelante, vía sus ideales pedagógicos, un gesto ético y político que aloja una verdad social: la de la segregación, la del aplastamiento de lo singular.
Los autores ubican que “para ella se trataba de llevar adelante una práctica de la enseñanza como maestra, que le permitiera establecer una barrera más férrea contra un saber y una imagen que la ligaban a su madre en la persecución. Sus ‘no’ al Plan, al dictado, a su re-lectura del Libro Diario, fueron sus fallidos intentos por construir esa barrera”.
III
«Lacan no me importa y, agregaría, tampoco el psicoanálisis, porque hay algo que sí me importa, esto desde mi (poco) tierna infancia, y es la locura.»
Jean Allouch
Extraviada es un lugar donde la locura importa. Es, como señala Carina González, un verdadero encuentro entre Raquel, Diego e Iris. Es un libro que no enseña, que no pretende, que no quiere explicarnos nada. En ese punto es un libro conmovedor: conmueve el sólido edificio de las pretensiones de saber, tan propias del ámbito psi, conmueve la sólida doxa, incluida la psicoanalítica; conmueve el sentido común, ese que pretende tranquilizarse vomitando binarismos necios, ese que pretende que la mujer cuando es víctima es, per se, pasiva. Es un libro que conmueve el hecho de hacer de la locura un objeto; porque después de este libro, Iris recupera su lugar de sujeto. Es un libro que conmueve la sacralización de la madre, tan insistentemente actual, tan insistentemente machista. Es un libro que conmueve el prejuicio de que una posición empática con la víctima es lo que debemos hacer con una víctima. Es un libro que conmueve la idea de que el único lugar posible de la locura es la segregación. Es también la puesta en acto de una ética y de una política, de una lectura en la que se nota que los autores han puesto de sí. Extraviada es un acontecimiento. Pero además es, sobre todo, un don: da a Iris Cabezudo la posibilidad de pasar a otra cosa.
Extraviada
Raquel Capurro y Diego Nin
Una Piraña Ediciones, 2018
(Reedición del 1995)
Etiquetas: Alexandra Kohan, Diego Nin, Empatía, Iris Cabezudo, Ítalo Calvino, Raquel Capurro