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Por @horaciogris | Ilustración: Von Brandis
Estaba recuperándose pero en el proceso algo cambiaba, Débora se volvía otra persona. Ella, que tantas características distintas presentaba, se perfila en una única y nueva dirección. Se había terminado el goteo sutil pero constante que, en el sonido de la contracción nasal rápida por detenerlo, la delataba como cascabel al gato. Ella, tan felina que era, ya no se iba sin avisar ni volvía magullada y sola a que le lama las heridas. Antes impresionaba por lo pálida, por lo inflexible en el trato, pero desde agosto no me la cruzaba los domingos por la avenida con paso de Nosferatu escapando al amanecer. También había perdido su determinación samurai, aunque nunca hubiese tenido ni una pizca de honor ni tampoco tanta valentía. Su humor se había vuelto distinto, ahora yo no sentía el filo de su irritabilidad cuando blandía un argumento en mi contra y que, de por sí, atravesaba todas sus formas de expresión amenazando con cortarme a su antojo. Y por último, pero no por eso menos importante, el sube y baja de su deseo sexual -que fluctuaba en función de conseguir alinearnos en trío ella, la merca y yo-, ahora se iba macerando con una tranquilidad asombrosa.
Con su nueva forma de ser, me estaba encima todo el tiempo. No quería perderse de nada. Apegada lo más que pudiera, para -incluso, de ser posible- absorberme dentro suyo. Pese a los cambios, algo alojado en lo más profundo seguía operando de bomba de vacío y ahora ella no buscaba incorporar por la nariz sino que abría la boca. Comía más, chupaba más. Volvía oral todo lo que podía. La lengua actuando de tamiz del mundo, sirviéndole para acomodar esta nueva forma de ser donde la dependencia seguía existiendo pero, por lo menos, no la iba a matar. Quizás buscaba ponerse al día por el lado previamente adormilado; el caso es que ahora lo genital perdía terreno ante sus labios: Me besaba, me lamía, me probaba, me mordía. Ella se volvió, con el correr de las semanas, una feladora que se tomaba el trabajo con máxima seriedad, no dejando que una gota de semen cayera fuera de su boca, y nunca escatimando saliva para humedecer mi pija.
Aproveché esos momentos de oralidad experimentando, indicándole qué estimular: frenillo, huevos, lamidas lentas sobre el tronco, o con presión sólo en el glande. Horas y horas dedicadas al laboratorio bucal donde cuantificábamos todo lo que podía ser medible: velocidades, lubricación, dureza, tamaño y orgasmos. Cruzábamos esas variables con las zonas de la pija a ser tratadas y entonces, con método de eyaculaciones comparadas, más por curiosidad que por placer, teníamos suficientes casos como para haber escrito un paper y publicarlo en algún journal. Para descansar de coger invertíamos tiempo en comprar ingredientes y después, para combatir el frío, elaborábamos recetas calóricas que sacábamos de alguna página.
Su voracidad era guía, comiendo y acabando al ritmo de su recuperación. Pasé el invierno de acuerdo a ese proverbio español de que el hombre es feliz con la panza llena y los huevos vacíos.
Hasta que un día en el que el departamento se viciaba de olor a cuerpos y de color naranja del atardecer, mientras me metía succión al borde del ardor, soltó la pija de forma abrupta. Se paró sin decir nada y fue al baño. Cuando volvió, me explicó que se le había aflojado un implante. Es que parte de su recuperación consistía también en ocuparse de todo lo que no se había estado ocupando, como por ejemplo su salud odontológica, y chuparme tanto, con la fruición con que lo hacía, resultaba incompatible con el posoperatorio de las cirugías dentales.
Unos días más tarde, cuando nos volvimos a ver, todavía tenía vedado “tomar mate” (eufemismo con que los dentistas prohíben chupar pijas del modo en que lo hacía Débora), pero ya había pensado una forma de sobrevellevarlo. Era evidente que lo tenía muy planeado, porque no dudó en bajarme los pantalones y me pidió esperar parado al lado de la cama para después sacar del armario una serie de caños, de metal algunos y de plástico otros, que de forma rápida desenroscó, quedándose sólo con la manguera corrugada a la que conectaban. Tiró del cable extensible en el borde del aparato y lo enchufó.
El ruido empezó de inmediato, la aspiradora estaba prendida. Se fue acercando con la manguera en una mano y yo me debí haber erguido un poco porque enseguida notó mi nerviosismo y me pidió que me quedara quieto. Hice caso a medias, dejando una mano a la altura de mi ombligo para intervenir rápido en caso de que algo saliera mal. Ella ubicó la aspiradora a cierta distancia de mi vientre y empezó a acercarla despacio con un movimiento horizontal, tensa, procurando que la succión no le gane a la fuerza de su muñeca. La pija todavía dormida empezó a moverse como una serpiente ante la encantadora, siguiendo la corriente artificial de aire; y cuando finalmente entró en la boca de plástico, por un segundo el aparato hizo ruido de atasco y me asusté, entonces alejé la manguera.
La sensación extraña no llegó a lastimar pero interpreté la succión como una advertencia sobre la piel. Ella me miraba con cara de fascinación. Sus ojos celestes brillaban a la altura de mi ombligo y no pude negarme cuando se dispuso a reintentar. Esta vez mi mano acompañó a la suya, la tomé de la muñeca como si fuese una extensión mía, y la succión fue más distante pero, a la vez, más estimulante, quizás por la tranquilidad de saber que no iba a doler.
El aire sólo acariciaba, pero me animé y acerqué la manguera un poco más, hasta sentir que la carne entraba, se estiraba con fuerza y golpeaba errática contra las paredes del tubo. Por algún motivo, pese a la intensidad, tampoco entonces dolió. Volví a alejar la aspiradora y como si la excitación verdadera hubiese llegado de forma tardía, se me ponía dura a la distancia, quizás fantaseando un nuevo embate succionador.
Jugamos dos o tres veces más con el anillo de plástico chupándome hasta que el glande ya había ganado más diámetro que la entrada del tubo y entonces no cabía, así que tuvimos que cambiar la estimulación. Débora se mordía los labios cuando se posicionó sobre mi periné y la succión comenzó de nuevo. La dureza de la zona sólo sirvió para tapar por completo la entrada de aire, pero movió un poco la manguera hacia adelante y empezó a aspirar directo sobre la zona testicular. El dolor llegó de inmediato. Un tironeo constante en el espacio entre los huevos, un puntazo frío que sin embargo hacía sentir calor por izquierda y derecha. Sentí fragilidad. Ganas de huir. Pero si me quedé no fue tanto por el hecho de que todavía podía aguantar como por la sensación de límite a la que me acercaba. Me concentré en mi respiración, empecé a controlarla del modo en que me enseñó una ex contrincante: inspirar cuatro segundos, aguantar cuatro segundos, espirar durante otros cuatro y esperar cuatro más hasta volver a iniciar el ciclo. La relajación servía, al menos me tranquilizó y seguí ejercitándola cuando ella, mirándome respirar, empezó a tirar hacia abajo también cada cuatro segundos, en un ordeñe lento. La aspiradora emitía un ruido más agudo cada vez que ella tiraba del tubo y mis huevos bajaban, aunque mi pija seguía firme, cada vez más dura y venosa ante la tortura que, si bien no la tocaba, aún así la afectaba.
Algunos minutos después el dolor se extendía perpendicularmente hacia los costados; lo sentía subir por los abdominales oblicuos, y yo ya no tenía forma de aguantar. Me apoyé sobre el borde de la cama y bajé la frente. Me temblaban las piernas. Pensé que me iba a desgarrar, que pronto se escucharía el característico ¡plop! entrando en la aspiradora cuando por fin consigue deglutir lo que se le resistía y entonces el rugido mecánico continuaría sin que le importara haberme castrado. Si hubiese sabido hacerlo, supongo que hubiera llorado, pero en su lugar impulsé un grito sostenido. Una contestación al ruido del aparato, una forma de -cierta forma- resistir.
Ella me miraba, seguía haciéndolo, pero en ese instante con la boca semiabierta en sonrisa. Parecía anonadada y hubiera jurado que le vi un hilo de baba cayendo por un costado. Entendió que debía apurarse y sumó velocidad al ordeñe, cuyo dolor me hizo creer que se volvería insoportable si yo dejaba de gritar.
La escuché exclamar «¡sí!». Debora abrió bien la boca y yo cerré fuerte los ojos. No sentí ninguna contracción ni nada semejante mientras me vaciaba de leche sobre su lengua, sólo la continuación del calvario pero con una ligereza que surgía desde adentro y muy de a poco me daba algo de aire.
Lo siguiente fue el ruido del electrodoméstico cesando junto con mi grito, y ella parándose en su intento por besarme con un entusiasmo que me resultó excesivo. Débora estaba radiante. Sonreía y buscaba mi boca pero yo, todavía con la frente baja, me escudé entre mis hombros, moviéndome hacia los costados. Sin volver a mirarla tuve la certeza absoluta de que ella había alcanzado el punto máximo de su recuperación. Era por fin una ex adicta, pero eso no me alegró. Su plenitud la hacía insistir, su saciedad la tenía en gracia y por eso no pudo entenderme. Yo no sentía la pija, tan sólo una palpitación en la zona baja y vacío. Estaba vacío. Por fin. Vacío del todo. Finalmente. Me había vaciado de todo lo que me unía a ella y se había roto cualquier recipiente contenedor.
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