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Por María Lobo | Fotografía: Ezequiel Diaz
En el prólogo de No quiero ser tu amigo (Qeja Ediciones, 2018), que reúne la poesía completa de Luciano Lutereau, Leticia Martin se pregunta: “¿Se puede hacer realismo?” “¿Se puede ser realista?”. Dice también: “El realismo parecería haberse replegado o complejizado en su cruce con otros géneros (realismo sucio, mágico, delirante)”.
Parece bastante natural que Leticia se encuentre con los poemas de Luciano, que son francamente realistas, y se haga esta clase de preguntas. Es natural que tenga dudas acerca de si este libro realista “es posible”. Porque, desde principios del siglo XX, en el campo literario se ha impuesto un mandato muy claro. “El realismo ha muerto”. “El realismo es caca”. Ese mandato, dice Franco Moretti, lo han pergeñado lo que él llama las minorías excesivamente cultas: escritores, editores, reseñadores que habitan en las capitales. Es decir, esas minorías que están en los lugares estratégicos y que consiguen ejercer un dominio silencioso en el campo de la literatura. Lo hacen a través de su arma de consenso: la difusión.
Dice Moretti que, desde que irrumpieron las vanguardias, las minorías empezaron a ejercer su enojo con el realismo. Lo acusaron de haber fracasado. Por lo tanto, desde hace más de cien años, hacer realismo o ser realista, como bien lo señala Leticia en este prólogo, es ser un paria. O en el mejor de los casos, un desobediente. Ser realista es hacer arte con un recurso que “no se puede”.
Así que el arte de Luciano Lutereau está en desacato. Y ser desobediente es andar por los márgenes. Que es lo que hace Lutereau. Su poesía es síntesis entre amor y distancia estética. O cálculo estético. Fibras cálidas que abrazan. Destiempo y sordera. La poesía de Luciano es todo esto. Es discurso amoroso sin tiempo.
Pero antes de hablar de los poemas, quisiera resaltar este interrogante: ¿Se puede ser realista hoy? Quisiera destacar aquí que esta pregunta también sintetiza una disputa ideológica que sucede en nuestras narices. ¿Se puede ser realista hoy? Una pregunta, dos cuestiones.
Primera: Preguntar si algo “se puede” es asumir que hay una norma que eventualmente lo impide. Uno pregunta si puede ir al baño en el medio de una clase porque hay una norma que dice que, para ir al baño, uno debe esperar hasta el recreo. Que haya un campo literario donde los escritores nos hacemos la pregunta “¿Se puede?” es la constatación de que trabajamos bajo una norma que hemos naturalizado. Suponemos que todo lo que escribimos va a pasar por el ojo implacable de un Gran Hermano, que nos dirá si estamos o no en el ámbito de lo “correcto”. Sobre nosotros pesa el mandato de las minorías cultas.
Segunda cuestión: La pregunta “¿Se puede ser realista hoy?” es una pregunta falsa. Las minorías quieren llevarnos a un equívoco. Quieren hacernos creer que en el campo de la literatura argentina hay un debate entre realismo y extrañamiento. Entre el realismo y, por ejemplo, la distopía. Y eso no es cierto. Porque la prohibición del realismo es, en verdad, una disputa simbólica entre centro y periferia. Entre un mandato hegemónico y sus resistencias. En el centro simbólico de nuestra literatura están las minorías cultas que defienden el extrañamiento y rechazan cualquier expresión de realismo clásico (y solo lo autorizan cuando la palabra realismo puede acompañarse de los adjetivos “violento”, “inquietante”, “oscuro”, “perturbador”, o cualquier expresión que esté en el plano semántico de lo “extraño”). En la periferia, hay una estética que parece ajena a ese mandato, y que se sostiene por autores que se mueven en los márgenes simbólicos. Aquí en Argentina, esos autores están escribiendo en silencio, insistiendo en otras estéticas y en otros discursos. Dándose la posibilidad, por ejemplo, de hacer realismo puro.
Así que deberíamos terminar con ese malentendido que nos quiere hacer creer que en la literatura actual hay una disputa entre realismo o distopía. Porque de lo que se trata, en realidad, es de un puñado de escritores, editores, críticos que quieren imponernos un mandato que ellos han establecido desde el centro. Una minoría que pretende clausurar a las periferias. Aquí, de lo único que se trata es de una minoría intentando establecer un orden central. Una minoría diciéndonos que el extrañamiento es lo único que “se puede”.
Lo cual es raro. Porque ya en 1958, Adorno les advertía a sus alumnos que la estética del extrañamiento debía ser mirada siempre desde una perspectiva histórica. Con esto, quería decir que el extrañamiento no debía ser considerada una estética transgresora per se. Para Adorno, en determinados momentos, el extrañamiento podía dejar de ser la forma de discutir el estatuto del arte. Ser extraño, a comienzos del siglo XX, era discutir la economía del capital. Pero solo porque el arte vanguardista no estaba institucionalizado.
Es raro que las minorías equiparen el extrañamiento con la transgresión; es raro que esta estética siga teniendo el mismo sentido que a comienzos del siglo XX. Porque ese momento ya no es más. Y lo que hoy está institucionalizado es, precisamente, la estética de lo extraño. No hace falta más que ir a las reseñas y a las contratapas de los libros: hay una fórmula descriptiva que se repite. Cuando un agente de la minoría culta quiere hablar bien de un libro, suele decir que es “inquietante”, “perturbador”. Porque hoy, a diferencia del siglo pasado, decir que un libro es extraño es asegurarle el pasaporte de la venta y la difusión.
Tal vez, hoy Adorno se preguntaría si ser extraño es un equivalente de la transgresión. Tal vez diría que no. Tal vez diría que en un mundo donde el mandato del mercado es la rareza, la estética de la transgresión quizás sea la del realismo. Tal vez diría Adorno que la estética realista es la nueva posibilidad de poner en discusión las lógicas del mercado. Tal vez, Adorno equipararía al realismo contemporáneo con la transgresión.
Llegados a este punto, quisiera definir qué representan para mí estos poemas de Lutereau: a) este es un libro de poemas realistas; b) este es un libro de poemas de amor.
Y estas dos cualidades, amor y realismo, realismo amoroso, sitúan a este libro en un margen. Lo hacen parecer un libro prohibido. Porque las minorías ya nos han dicho que no es conveniente hacer realismo. Y que es bastante arriesgado insistir en el tema del amor. Por eso Leticia se pregunta si se puede ser realista y si se puede hablar de amor. Ella sabe cuál es la respuesta. A la pregunta de si se puede hacer realismo, Leticia responde que sí. Y nos pone en aviso: Luciano Lutereau es un desobediente. A la par de este concepto de desobediencia, quisiera pensar en la figura de un poeta sordo. Luciano ni siquiera está escuchando el parloteo de las minorías cultas, solo está escribiendo. Haciendo realismo. Y para peor, un realismo que habla del amor. Es cierto que lo hace justo allí, en el medio de las capitales. Allí, donde se supone que “no se puede”. Pero el poeta no escribe solo para desobedecer. Me gusta pensar que está un poco sordo. Una sordera selectiva. Que este arte hace su camino de forma autónoma, una zanja que se cava secretamente al costado de las autopistas de las minorías cultas. Escuchando solo lo que se quiere oír. Que es esa existencia la que, aun sin la intención de hacerlo, decanta en un acto de desobediencia, o de discutir lo que han instituido las minorías. Me gusta pensar en la autonomía de lo marginal y que esa autonomía deviene en discusión.
Si tuviera que definirlo técnicamente, diría que el realismo amoroso de Luciano es un realismo estratega. Porque en este libro hay poemas de amor, pero lanzados al arte con una vocación intelectual. No se trata de poemas de amor a secas. Sino que cada uno de ellos le habla a la estética realista y al discurso amoroso de forma voluntaria, consciente.
El primer volumen de poemas que está en este libro se titula Todos contentos. Cada poema lleva el nombre de obras de la literatura que tienen una característica común: Son realistas y clásicas. Luciano. Estás jugando con material peligroso. Te estás lanzando a las fauces de las minorías cultas.
Una vez, leí una reseña de Tamara Tenenbaum. Decía ella que, si un escritor argentino “sólo” quería ser Alice Munro, eso se constituía en un “pecado”. Luciano. Estás en el límite de lo sacrílego. Tus poemas se llaman, por ejemplo: La educación sentimental. O Emma. O En busca del tiempo perdido. O lo que es peor. Tus poemas se llaman Juvenilia, o Mi planta de naranja lima, o Corazón. Estás cometiendo el pecado de traer a Flaubert, a Proust y a Balzac, ahí donde las minorías cultas sólo permiten lo novedoso. Minorías. El realismo es caca, no importa qué. No importa cómo.
Si existiera una definición de “idea pobre”, creo que esa definición sería esta. La de creer que, en el medio de una discusión literaria, uno puede encapricharse con un argumento que proviene del campo de la religión. Mucho más interesante que clausurar una estética, o decir que quien la usa está cometiendo un pecado, es dejarle a ese autor hablar. Dejarnos a nosotros, los lectores, hacer una especulación acerca de la estética, del discurso.
Así que me permito una especulación acerca de los títulos de estos poemas. Luciano ha tomado la decisión de conversar con el realismo decimonónico. No lo hace en un sentido lúdico o irónico, sino que es la elección de un poeta convencido. Me gusta pensar que la elección de los títulos es una estrategia para intervenir en el campo del arte. Pero que no se trata solo de desobediencia. Sino de un tipo de arte que, en tanto obra contrahegemónica, tiene su propia existencia. Es esa existencia que se construye al margen del mandato lo que le permite intervenir en los órdenes establecidos. Y es esa existencia la que hace que, ante lo dominante, estos poemas tengan la posibilidad de discutir. Esa existencia discute el estatuto del arte hoy.

Luciano Lutereau
Realismo estratega. El segundo libro que contiene este volumen se titula Forever juntos. Sus poemas se titulan Los amantes, Pierrot le fou, Hiroshima mon amour. Luciano aquí homenajea al cine de los años 50.
Y por último. El poemario Cumbia nena. Sus poemas llevan esta clase de títulos: La ventanita, Paisaje, La pollera amarilla.
Tres libros de poemas. Una misma estrategia. Hablarle a algo. A la estética realista, al cine, a la cumbia argentina. Tres libros de poemas. Y un mismo tema. El amor.
Entonces, me gustaría también decir algo acerca de la estrategia de Luciano para hablar de amor. Quiero decir que, mientras leía este libro, la voz de mi pensamiento me susurraba. “Volvé a Barthes”. “Volvé a los Fragmentos de un discurso amoroso”. (Paréntesis. No se me ocurre un logro más grande. Que un libro te pida volver a Barthes. Podría terminar aquí, y ya lo habría dicho todo).
Pero quisiera señalar por qué este libro me hizo volver, efectivamente, a los Fragmentos de un discurso amoroso. Quisiera decir por qué encontré en Barthes algunas claves de lectura que no me gustaría que nadie se perdiera cuando sea el momento de encontrarse con este libro.
Uno. Los poemas de Luciano son, en efecto, fragmentos de un discurso amoroso. Eso los convierte en pequeñas secuencias de un discurso obsceno. Obsceno en el sentido de Barthes. Un discurso acerca de la sentimentalidad. Un discurso que parece extemporáneo. Barthes. 1977: “El sentimiento amoroso está pasado de moda; ese demodé no puede ser recuperado ni siquiera como espectáculo; el amor cae fuera del tiempo interesante; ningún sentido histórico, polémico, puede serle conferido”. Un discurso que parece haber renunciado a la grandeza. Barthes: “El texto amoroso está hecho de pequeños narcisismos, de mezquindades psicológicas; carece de grandeza (¿pero quién, socialmente, está allí para reconocerla?)”
He allí la existencia autónoma del discurso amoroso que está en estos poemas. He allí la sordera. Estos poemas son un intento por recuperar el sentido histórico que la obscenidad amorosa parece haber perdido. Pero estos poemas no esperan reconocimiento. Y si luego lo hay, el que está socialmente para reconocerlo no es el sujeto de la minoría culta. Luciano lo sabe. Por eso ha escrito estos poemas.
Dos. Para el amor, las minorías cultas también han elaborado su propia idea dominante. “Si ha de escribirse sobre lo amoroso, entonces que sea siempre acerca del fracaso del amor”. Los poemas de Luciano, sin embargo, en esto también han perdido el sentido del oído. Porque es el amor en sí, en tanto “figuras que se agitan en un orden imprevisible”, lo que encontramos en este libro. Es cierto que en los poemas de Luciano están las dificultades de la relación amorosa, pero también lo que Barthes ha nombrado como “la jornada amorosa de tres actos”. Hay poemas sobre la captura. Hay otros poemas acerca del encuentro, ese momento en el que enamorado explora la perfección del ser amado. Y también están, por supuesto, los poemas de la secuela.
Tres. Los poemas de la secuela. Son mis preferidos; de vez en cuando, una pequeña minoría culta me arrastra. La secuela. Ese “largo reguero de sufrimientos, heridas, angustias, desamparos, resentimientos, desesperaciones”. Aquí, en la secuela, emerge una de las señas más potentes de estos poemas. Porque los enamorados de Lutereau atraviesan esa secuela de un modo elocuente. Los enamorados de Lutereau no se suicidan. Barthes: “Hay enamorados que no se suicidan: es posible que yo salga de ese túnel que sigue al encuentro amoroso: vuelvo a ver el día, logro darle al amor infortunado una salida dialéctica (observando el amor, pero desembarazándome de la hipnosis)”
Por otro lado, como no se suicidan, los enamorados de Lutereau “errabundean”. Son enamorados que están condenados a errar hasta la muerte, de amor en amor. Barthes: “Cómo terminar un amor? (…) El ser amado resonaba como un clamor, y helo de golpe aquí, apagado (el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo esperaba). Este fenómeno resulta de una limitación del discurso amoroso: no puedo yo mismo (sujeto enamorado) construir hasta el fin mi historia de amor: no soy su poeta más que para el comienzo: el fin de esta historia, igual que mi propia muerte, pertenece a los otros: a ellos corresponde escribir la novela, relato exterior, mítico”.
En clave de Barthes, hay que decir que Luciano Lutereau ha tomado aquí otra decisión que es discursiva, fundamental. Ha decidido escribir en el límite del discurso amoroso. Porque su poesía no nos narra un final del amor, sino ese momento inacabable del errabundeo. Se trata de una falsa poesía del fin del amor. Y de un falso poeta de su propia experiencia. Estos poemas nos traen a un poeta que no puede hablar del final ni de su propia experiencia. Y en ese acto, nos deja el final del discurso a nosotros.
Cálculo estético. Fibras cálidas que abrazan. Discurso amoroso a destiempo. Y el camino de los márgenes. Y la sordera. La poesía de Luciano Lutereau es todo esto.
No quiero ser tu amigo
Toda la poesía (2011-2018)
Luciano Lutereau
Qeja Ediciones
2018
92 pág.
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