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Por Enrique Balbo Falivene | Imagen: Sophia-Narret
“… allí bebimos, pero la vida giraba en torno
nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrio…”
El juguete rabioso. Roberto Arlt.
Desde que vi a Barack Obama comer con desenfado un choripán ya no me cuestiono nada: duermo en una camilla rota que encontré en un contenedor de hospital, mientras abrazo una pequeña maceta con geranios rojos; Pepa, la gata, me acompaña desde los pies de la camilla y me asiste; cada vez que presiente que los geranios y yo vamos a caer se afana en morderme los dedos del pie.
Antes -antes de Obama- me hubiera planteado esta indigencia, pero desde aquella vez hago lo que me viene en gana; la vida (la mía), es demasiado espesa como para detenerme a meditar trivialidades. Vivir es un trabajo forzado.
Ahora, para justificar lo anterior, me he venido a Buenos Aires, una ciudad donde siempre encuentro un rincón en el que no encajo, a la inauguración de una verdulería, un esnobismo argentino. Pero el vernissage (así lo llamó el verdulero aunque el barniz no estaba ni se lo esperaba), no funcionó porque había mucha lechuga y nada de alcohol; decidí irme sin saludar y llamé a un amigo ruso.
Sasha vino a la patria enamorado de un bailarín, una primera figura, en todos los aspectos, del teatro Colón. Lo conoció por internet y empujado por la insensatez del amor llegó al río de la Plata. Al bailarín lo vio de madrugada y al Colón lo vio desde la calle.
Igual tuvo suerte; consiguió un trabajo subalterno en el consulado ruso y en tres meses empezó a amigarse con el castellano y a reconciliarse con la vida. Sasha no tiene rencores, cree en una virgen de nombre impronunciable que lleva colgada del cuello y sueña con ser escenógrafo. Es un chico optimista. Con los años se le pasará.
Nos encontramos en un bar de Almagro; se ha traído una amiga, rusa como él, que responde al nombre de Irina, alta como una torre, de edad indefinible y de profesión azafata de Aeroflot.
Hemos bebido mucho, como siempre. En mi caso soy alcohólico, necesito beber algo todos los días; ellos beben a la rusa: varias botellas en algunas horas, como si fueran a morir mañana.
Sasha ha empezado a seducirme. Sé que le gusto, lo supe desde que nos conocimos. El problema es que no sé cómo funciona el sexo homosexual. No sé si tendríamos que besarnos, si tendría que acariciarlo, si decirle lo hermoso que es su pelo o preguntarle por la virgen colgada del cuello, para que me suelte el discurso de cómo la fe desconoce fronteras y cómo su virgen opera milagros. ¿Querrá que se la meta o él me la tendrá que meter a mí? De todos modos me resulta agradable saber que le gusto a alguien.
Irina propone que nos vayamos a terminar la fiesta a su casa de Flores, una casa ajena, como todas las casas. Subimos a un taxi y Sasha me apoya tiernamente su caucásica cabeza en el hombro. Está borracho; Irina me besa, me acaricia el cuello, me muerde la oreja.
En el apartamento nos metemos los tres en la ducha. Sasha trae una hoja de afeitar y empieza a depilarme el sexo. Reímos. La verga se me empieza a poner morcillona y verla así, tan desnuda de vello, tan vacía, me recuerda los cogotes de los pollos en el mercado.
Sasha se la mete en la boca mientras ella me da suaves mordiscos en los pezones.
Nos vamos al salón; estamos excitados. Tengo una erección que me duele; hay una vena como un relieve en una escultura de Lola Mora, que me late en toda la polla.
Sasha se arrodilla en el sofá. Tiene el cuerpo fibroso y bien torneado. No hay un pelo en toda su anatomía; tiene un culo de atleta, un culo que sólo puede tener un hombre.
Dudo acerca del tamaño de mi verga en una cavidad tan pequeña, pero Irina me guía y entro. Los tres emitimos unos grititos de placer. Sasha gime y dice algunas cosas en ruso, Irina le contesta. Todo ese lenguaje, tan incomprensible, tan alejado de Flores y Floresta, me excita.
Sasha se gira y nos ponemos de frente. Vuelvo a penetrarlo, Irina me sujeta la verga con una mano y con la otra me mete los dedos en la boca. Sasha sacude las caderas y las piernas como una rana.
Irina encoge su largo cuerpo para sacarme la verga y se la mete en la boca. Sasha nos mira excitado. Pide que se la vuelva a meter, lo suplica. Hace algo con los músculos del culo que me aprietan y acarician el glande. Aunque estoy muy excitado también estoy muy borracho: me cuesta terminar. Cuando finalmente lo consigo caigo desplomado sobre el cuerpo de Sasha que me abraza con ternura, mientras me da mordiscos en el cuello y pasea sus manos por mi espalda.
Pero Irina quiere su parte. Se la vuelve a meter en la boca mientras me acaricia los huevos y me estimula el culo. Dice, en inglés, que no me preocupe que ahora ella hará el resto del trabajo. Monta su afilado sacro encima de mi verga y empieza a mover las caderas con suave cadencia. La verga se me vuelve a hinchar y me duele. Ella está como ida, me muerde el hombro y el cuello con fuerza. Cuando explota, y exploto, deja caer la cabeza sobre un lado del sofá. Los tres estamos rendidos, borrachos, satisfechos.
Por la mañana un profundo aroma a café me despierta. Sasha ha preparado el desayuno. Hay tocino, huevos, pan tostado, salchichas y frijoles negros. Irina sigue dormida en el sofá, los visillos de las ventanas forma un extraño juego de luces en su culo. Tiene una pelusilla en las nalgas que parece moverse al compás del viento en las ventanas, como algas en el fondo del mar. La beso y me dice, creo, que quiere dormir un rato más. O toda la vida.
Desayuno con Sasha que se muestra espléndido, su cara ha cambiado después del descanso y la batalla sexual; el optimista se ve feliz. Me pide que me quede, cree que podríamos vivir juntos y hasta se ofrece a buscarme un trabajo en el consulado ruso.
Digo que no mientras pienso en la camilla, la gata, los geranios y mi casa de paredes desconchadas, grifos goteando, puertas sin cerrojos, en un tranquilo pueblo de provincia. Sasha no insiste, sus ojos se vuelven tristes. Le acaricio la mejilla y lo beso.
Cuando gano la calle veo que Flores, sus calles, edificios y alguna vieja farola, resistente y solitaria, fundan un lienzo, una pintura que jamás cambiará.
Empiezo a caminar las aceras rotas y no quiero girarme; sé que Sasha estará en el balcón, contemplándome con sus ojos tristes, su sexo flácido detrás de una toalla atada a la cintura, con la virgen pendiendo, como su polla, desde el cuello al vacío.
Voy hacia el Once; pienso que quizá Roberto Arlt haya caminado estas calles: perdido y metafísico, apaleado por su padre, pobre, desahuciado, ninguneado por el canon intelectual.
Estoy seguro que en la estación de Once me dirán que no hay trenes hacia el pueblo; en este país ya no hay nada y hay todo. La idea resulta conmovedora, esa pasión de sentirse muerto y en el aire; esa tentación de tener que empezar otra vez, solo y sin esperanzas. Esa decadencia nacional, ese folklore agujereado por tanta promesa.
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