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Por Juan Agustín Otero | Fotografía: Urs Fischer
I.
La hoja en blanco permanece en blanco hasta que se decide escribir la primera frase. Arbitraria y a la vez obligatoria, esa primera frase funciona como un centro de gravedad. Todo lo que se haga después será en contra o a favor de esa línea. En toda obra de arte, hay este principio de acción. Hasta en la simulación escrituraria de la nada, existe un verbo original. Ese verbo puede ser insignificante en sí mismo, pero se carga de sentido cuando rompe con la pasividad de las cosas. La primera frase, como el primer acorde o la primera palabra de un niño, es un gesto de valor. La acción golpea al objeto y lo dota de vida orgánica, de fuerza, de energía. Antes de ser lenguaje, el arte debe hacerse acto. Antes de hablar, un hombre debe afirmarse en el suelo. La acción interrumpe el orden anterior e, interrumpiéndolo, lo reconstruye. La acción surge en la nada y genera, en la nada, un espacio nuevo. Una voz grita y en el grito habitan mil voces más. De pronto y por obra de la voluntad humana, la página en blanco es una realidad. No es cierto que la potencia del arte sea fundamentalmente negativa. No es cierto, como quieren algunos, que el arte sea debilidad. Para ser débil, antes el arte tuvo que ser fuerte. Para ser negativo, antes el arte tuvo que originarse en un momento de la positividad.
Pero las acciones devienen, con el tiempo, lenguaje. Los hombres olvidamos la materia y la materia pierde poco a poco su estatuto de realidad. La hoja en blanco es, ahora, un documento en blanco. La primera frase deja, incluso, de ser un despliegue total de la mano para cifrarse en apenas un tecleo. Creemos, por un rato largo, que no hay tal cosa como lo real o que lo real, en todo caso, es una intelectualización, una construcción lingüística cuyo andamiaje es frágil y está al borde del derrumbe. Consecuentemente, la literatura, que era un área de disputa por el significado, pasa a convertirse en un área de permisión del significado. Todo es posible y, por lo tanto, aceptable y, por lo tanto, carente de sentido (puesto que el sentido, por precario que sea, se realiza a través de no pocos choques y entrecruzamientos, en lo que se diría una zona de conflicto o, por lo menos, de tolerancia relativa).
Ni el circuito artístico ni los objetos presentan ya la menor resistencia: la hoja en blanco deja de ser ella también un obstáculo. Las escasas polémicas que hay son irrelevantes y mezquinas. Nadie se afirma en el suelo porque el suelo no existe. Lo que se hace es flotar. El lenguaje, que era lo único más o menos real, ahora deja de ser lo que era: es más provisorio. Olvidándonos del mundo, junto con el lenguaje que mal, pero lealmente, intentaba objetivarlo, nos olvidamos también de nuestro horizonte temporal. Las acciones parecen obsoletas. El cuerpo parece obsoleto. Se puede protestar. Pero solo protestar vacíamente y con palabras precarias. Aquel gesto que dotaba de sentido, aquel momento de la positividad, aquella instancia atávica del significado, ya no tiene contra qué golpearse y es lejana: no hay un soporte o el soporte es lánguido, de una materia blanda, muy parecida a la de los sueños. Las cosas se desinflan y una nada, que no produce ni terror ni perplejidad, empieza a cubrir el mundo.
Podría decirse que el arte ya no existe, que ha muerto, que se ha mezclado en la experiencia general del mundo o del comercio, que en la nueva constitución de la realidad no hay suficiente espacio para un arte -por darle un nombre- de verdad. Ya no es como era antes o como lo imaginamos antes si es que nunca fue. Y podría decirse también lo contrario. Que el arte es capaz de volver, casi se diría que debe y que, debilitado durante décadas, ha acumulado fuerzas para hacer el regreso. Se podría intentar una justificación política del arte en esta misma línea: ya no representativa, sino performática; ya no autónoma, sino precisamente heterónoma, atada a esa disputa contemporánea, fragmentaria, un poco inescrutable y fantasmática por espacios simbólicos de poder. Ambas posiciones son ingenuas. Por un lado, el arte sigue haciéndose y en ese sentido -material y concreto- no está muerto. Por otro, su lógica, cada vez más afincada en discursos que valoran la debilidad enmascarada de resistencia, no permite hablar seriamente de un arte político más allá del slogan de que todo arte es político -que es extensible a todas las actividades humanas- o más allá de la idea poco creíble de que con la ficción, la música y las instalaciones se combate siempre un orden injusto de cosas que nos oprimen. Del lugar marginal del arte se habla poco y con escasa franqueza, aunque se tenga consciencia de ese lugar. Hay algo así como una esperanza o un capricho que les impide a los artistas asumir que, en el entramado cultural, ocupan un puesto muy menor.
II.
La positividad ha sido apropiada por otros discursos como la autoayuda y el coaching empresarial. En salones de vidrio, los emprendedores cuentan sus historias, hablan de las dificultades que tuvieron que superar y señalan algunas virtudes: disciplina, creatividad, trabajo en equipo. En libros de plástico estas mismas virtudes se venden como si fueran alcanzables solo a base de esfuerzo y como si no hubiera, en ciertos temperamentos, en ciertas constituciones de la personalidad, en la realidad misma, límites para lo que se quiere lograr. La positividad, si se ejecuta, no se chocaría con ninguna pared: avanzaría como en una vasta cueva de aire. Pero esta concepción es errónea. La positividad es, ante todo, una colisión entre un orden del sujeto y otro orden de los objetos. Es el forzamiento del primer orden en el segundo. Ciertamente, un acto positivo rompe y se monta sobre algo anterior, cuya pureza -verdadera o imaginaria- tuvo que ser sacrificada y destruida. La hoja de papel, cuando en ella se inscribe un símbolo, deviene, al mismo tiempo, papel y soporte, un lugar donde convive la voluntad de transformar y la materia que resiste.
Hace no pocas décadas, un ensayista convocó a los artistas a politizar la estética y alertó sobre los peligros de estetizar la política. Luego, un amigo de ese ensayista, que era filósofo, organizó una teoría del arte que era todo un elogio de la negatividad. Dijo, este amigo, que la negatividad era la última cosa valiosa que se podía intentar en una obra moderna. Darle voz a aquello que la modernidad misma había mutilado, narrar la imposibilidad de atribuir sentido por medio del arte, de construir un sistema de símbolos que se correspondiesen -por analogía- con los valores de la comunidad. Negar con el arte lo que el arte había aspirado a ser antes de las catástrofes del siglo XX: eso era todo cuanto podía y debía hacerse. Contra ellos -el ensayista y su amigo- hay bastante que decir, aunque son muchos los que se plegaron y aún se pliegan a sus particulares visiones del arte y del mundo, y aunque otros, más actuales, sigan defendiendo cierta forma negativa en el arte, la extraña soledad de la literatura como un valor. Hay, todavía, margen para pensar una estética de la positividad.
Contra lo que suele decirse, la política no está hecha para todos: el juego que los escritores juegan en su dimensión de escritores es, ahora, tan solo, una versión infantil de la real-politik, una suerte de escenario de hule en el que se replican -a mínima escala- las lógicas del poder en serio ¿Qué haría un artista con poder, si realmente lo tuviera, el primer día de su presidencia? No solo el poder que normalmente se le confiere, el de intervenir, así sea de manera ínfima, en el modo en que una comunidad se representa su propia vida, sino el otro poder, el de operar directamente, sin mediaciones, en esa vida que se ha referido. Se podría apostar a que el artista, muy probablemente, no haría nada: aunque le dieran el gobierno del mundo entero, se quedaría quieto, temeroso de equivocarse, reconociendo quizá y por vez primera su crasa incompetencia. O se podría apostar precisamente a lo opuesto. Dado que en el artista también hay algo del dictador, cierta ínfula de dios falso, sería esperable un espectáculo, un cambio en el juego, un verdadero show de la exageración -con resultados inciertos y duración limitada. Pero para eso -para ganar la presidencia y debatirse entre la prudencia o la locura, lo que es parecido, en alguna medida, a escribir o elaborar una obra de fuste- un artista debería integrar seriamente la política: anotarse en un partido, quizá fundarlo, ser ministro, ser candidato, intentar un golpe de estado, ir preso, encabezar una protesta, abrazarse a gente humilde o poderosa, intervenir en el mundo financiero o en el de la información, y, en la hipótesis de máxima, estar dispuesto a matar o morir por una causa aunque en esa causa no crea más que él.
Todo esto, claro está, tiene algo de anacrónico y peca de la misma ingenuidad que otras posiciones criticadas anteriormente. El artista político del que hablo tiene el estatuto de un simulacro, por no decir de un payaso; un aire a Yukio Mishima, que lo dio todo para, finalmente, hacerse decapitar. Y si no fuera un payaso, si tuviera éxito, este artista político -podría pensarse- ¿no se parecería a algo peor? Intentando convertir la política en el material de un proyecto estético, ¿no acabaría como Hitler o Mussolini, ósea como un fascista?
En todo caso, la estetización de la política se percibe como un riesgo: los valores morales, si se supeditan a los valores estéticos, degeneran y hay una posibilidad, bastante fuerte -según se dice-, de que devengan en catástrofe. Es por esto que habría que politizarlo todo, como si se construyera así un muro de contención, un vallado ético frente a las fuerzas oscuras de la estética. No por casualidad en las prácticas artísticas se ha desarrollado un control inter pares: poco a poco, se empieza a instalar un discurso que representa el status quo y que no debe ser desafiado. Ese discurso es de izquierda, pero poco creíble: se repiten frases vacías que no conllevan ninguna responsabilidad personal, aunque sirven de reprimenda, muchas veces, para quienes no las enuncian. La politización de la estética, clamada por Benjamin, simplifica y reprime la práctica artística. Pero la estetización de la política es equivalente a promover el fascismo o, lo que no es del todo peor en la actualidad, un régimen del engaño, basado en las imágenes y el marketing.
III.
De lo que no se habla o se habla poco es de la necesidad de las narrativas para ordenar el mundo. Una narrativa social, como la del héroe por ejemplo, organiza el modo en que experimentamos nuestra propia vida y nuestras interacciones dentro de la comunidad: permanentemente, las personas nos pensamos como si estuviéramos dentro de una senda, en cuyo tránsito habremos de sufrir bastante, para luego alcanzar una redención, así sea parcial, que nos hará valiosos para nosotros mismos y la sociedad que integramos. Lo queramos o no estas narrativas existen y son tan fuertes que tienen un impacto real en nosotros. Son relatos necesarios, construcciones sociales sin las cuales la experiencia sería imposible, redes de conceptos trabajadas a lo largo de la historia que dan sentido, valor, a lo que hacemos y a lo que somos en una comunidad. Las narraciones son poco y casi nada si no se comportan como formas de la experiencia, aunque estas formas sean problemáticas. Porque las narraciones son eso, precisamente, organizaciones de la experiencia, proyectos de experiencia, representaciones de experiencia, problematizaciones de la experiencia y, sobre todo, asignación de valores a la experiencia.
La teoría de Adorno especula con que el arte ya no es capaz de hacer esto, sino de manera atrofiada, un tanto falsa. La conocida frase -normalmente sacada de contexto- de que la poesía es imposible después de Auschwitz condensa esta idea: que el arte, en las condiciones históricas del momento en que Adorno escribió, no podía atribuir valor. Si el tejido social se rompe -como se rompió en la Alemania nazi- ya no es posible creer en las formas de la experiencia que esa sociedad, en el tiempo, había desarrollado. La mitología nórdica y la nación germana, ¿qué sentido, qué valor eran capaces de articular si habían servido a los propósitos de Hitler? Las obras de arte, como narraciones, se montan sobre narraciones previas, de la sociedad y de otros artistas. Pero si estas narraciones primarias, por llamarlas de alguna manera, se desintegran porque la misma sociedad ha colapsado, ¿qué arte es posible?, ¿de qué experiencia comunitaria puede hablarse?
Desde entonces, tiempo ha pasado. La teoría de Adorno -que es excelente y cierta en muchos de sus puntos, sobre todo entendida como un producto intelectual de su época- fue sucedida por otras teorías que carecieron de consciencia histórica. Las comunidades han asumido nuevas formas y nuevos relatos que no son ni concentracionarios ni fascistas. Por necesidad, y a pesar de de las catástrofes del siglo anterior, las narrativas sociales siguen funcionando como funcionaban antes: aportando valor a la vida de sus integrantes, proponiéndoles una o varias tramas donde insertarse, organizando y haciendo posible la experiencia en la comunidad. Lo que ha cambiado es el lugar del artista en la urdimbre. Ya no son los principales narradores: los medios de masas, las industrias culturales y las redes sociales los han sustituido en buena parte.
Este es el desafío que debe contestar la teoría del arte contemporáneo, el de su creciente marginalidad; no el de una supuesta vida residual vivida en ciudades que se parecerían a campos de concentración, lo que es, en el mejor de los casos, una exageración.
Frente a su escasa relevancia social, el arte tiene, en principio, tres opciones disponibles. La primera consiste en fingir una relevancia que no existe (esta es la estrategia de quienes quieren hacer percibir en todo arte una fórmula de resistencia política frente a la opresión y un cuestionamiento ético de lo que, a grandes rasgos, puede llamarse “el sistema”). La segunda consiste en admitir la relativa irrelevancia social del arte, al menos por el momento, como una circunstancia histórica, lo que no implica de ningún modo dejar de practicarlo. Y la tercera es hacer algún intento serio de combinar organización social y arte, política y proyecto estético. Hay pocos casos documentados y recientes de algo así: uno es el de Yukio Mishima, que intentó un golpe de estado y se suicidó en 1970; otro es el de Rodolfo Walsh. No queda claro cómo podrían converger, de otras maneras, el arte y la política en un sentido serio y no puramente especulativo en nuestro nuevo siglo (y por especulativo quiero decir: el de inventar que hay resistencia en todas partes).
IV.
La positividad en el arte es, como se insinuó antes, el acto de dar valor y de organizar la experiencia por medio del lenguaje. También es el acto de dar cierta vida o fuerza a un objeto que resiste esa vida o fuerza que se le infunde (la escritura sobre la hoja de papel, el pincel sobre el lienzo, la interpretación de una obra conceptual y la obra conceptual misma, etcétera) ¿Puede ser positivo el arte en una época en que casi no tiene relevancia? ¿Puede atribuir sentido un relato cuando ya casi no es leído? Por frágiles que las narrativas primarias puedan ser, las prácticas artísticas siguen siendo una reconstrucción de valor hacia el interior de una comunidad. Pero el valor está puesto en duda, junto con el lenguaje y sus mecanismos de representación; la vida comunitaria aparece fragmentada y se vuelve engorroso sintetizarla. Además, y volviendo al primer punto, las prácticas estéticas tienen un espectro muy reducido: para ser eficaces requieren un público y un apoyo en el entramado institucional -político y educativo- que ya no tienen. Si hay arte aún, este ya no es de la comunidad, pero el arte que no es de la comunidad, ¿puede llamarse arte?
Este ensayo no es más que eso: un ensayo, un bosquejo, una exploración. Su intuición ha tratado de hacerse más o menos evidente: para ser positivo, el arte debe forzarse dentro de la organización social y disputar el lugar de relevancia que fue perdiendo, aun a costa de su tradición y del mote de “arte”. El artista tendría que hacer un esfuerzo para contactarse de manera seria con la sociedad, aun cuando este lo repela. Lo que antes era la hoja de papel ahora es la comunidad entera y esa comunidad sigue estando disponible para hacer política. Desde luego, es probable que esta propuesta sea inviable. Las condiciones históricas pueden llegar a hacer imposible que el arte, voluntariamente, recupere un espacio de significación social por el momento. Pero, con ese criterio, cualquier llamado a la acción voluntaria carecería de sentido. Si en todo estuviésemos determinados por la historia, no habría margen para pensar ningún cambio. Y aun si ningún cambio pudiese hacerse, no hay que olvidar que nosotros mismos somos los mecanismos por los que la historia se hace.
La estética de la positividad tiene el estatuto de un manifiesto. Solo a eso puede y quiere aspirar.
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