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Por José Luis Juresa | Ilustraciones: Piet Mondrian
Hay una diferencia sobre la que se desliza el intento repetido del sistema capitalista de “borrar” el error para el normal funcionamiento de sus aceitadas ruedas de reproducción del capital: la borradura opera de modo tal que lo que queda indiferenciado o igualado es el “error” y “la falla”. No son lo mismo. Aunque desde el poder hegemónico, de cualquier tipo y color que sea (ya que en el fondo siempre respira, con mayor o menos holgura, el capital y su lógica), vemos cómo se reproduce interminablemente la operación de reducción de la falla al “error” como un modo de “control de daños” cuando la catástrofe o la amenaza sobre el mismo se hace inminente o está por eclosionar.
Como el poder se construye por fuera del amor, una debilidad de tipo amoroso podría ser interpretada como una debilidad del poder, y por eso la reducción al “error” convierte al fenómeno “fallido” o al acontecimiento disruptivo en un elemento “manipulable”, pero, sobre todo, “corregible”. Por lo cual los aparatos de disciplinamiento, rectificadores, actuarán de inmediato como los anticuerpos que avanzan sobre “lo extraño” a su naturaleza, o al menos, a la mecánica de su funcionamiento.
Simil amor
Claro está, el amor —dentro de este marco— es un fenómeno cada vez más extraño, amén de que de por sí lo es a la lógica del funcionamiento capitalista. Alguien podría hablar de “amor por el dinero”, pero como el amor no se relaciona con ningún tipo de objeto sustitutivo, sino con su falta, el amor también se puede convertir en mercancía, una suerte de “símil amor” relacionado con el fetiche marxista por excelencia (marxista en el sentido de quien fue el primero en aislarlo, al dinero, como tal). Este es el modo en que “el amor” es digerible para el sistema. El extrañamiento amoroso se produce en la medida en que, en lugar de estar relacionado con la falta de objeto, termina vinculando con un producto cuasi comercial, una presencia que entra en la disputa por las cosas, por las mercancías: se quiere tener el amor como se quiere tener un auto, casi…
Así, no hay “fijeza” más que la del fetiche que, para cada quien, tiene un carácter distinto, aunque el fetiche capitalista suponga un “para todos”. Para todos, el dinero sería un objeto a poseer. Parecería que es así, pero la pregunta es si es verdaderamente un deseo del sujeto, o un implante del individuo. Tal como si la castración simbólica se resolviera con un implante, el capitalismo le implanta al individuo el dinero como el fetiche que sustituye y sutura la falta en la que el amor se funda. Fundirse, para el individuo del capitalismo, es enamorarse. Es arriesgarse a la falta en ser articulada al fetiche del dinero. Del “para todos” del simil amor, a la singularidad de lo real del amor, que es la diferencia.

«New York City I» (1942) de Piet Mondrian
Y allí radica la falla que el sistema necesita imperiosamente reducir a un “error”. Supuestamente una sustancial falta de interés en el dinero es a todas luces el error que los aparatos del control social vienen inmediatamente, de forma reactiva, a “corregir”. No puede no importarte el dinero. Me refiero a una forma absoluta, una forma hegemónica, la forma en la que nada es gratis, nada es donación ni regalo. Además, todo es deuda.
Esta corrección, o esta reacción “profiláctica” del sistema contra todo desinterés por el dinero, cuando no hay remedio, cuando no hay forma de eliminarlo, se ejerce bajo la forma del desprecio: es el famoso “loser” o “perdedor”, quien sería arrojado al basurero de lo rechazado socialmente. Esta reacción epidemiológica que el coreano Byung-Chul Han sitúa con precisión en La sociedad del cansancio coloca en ese reactivo la división entre una sociedad disciplinaria en la que el Otro está bien definido por fronteras, vallados, límites a partir de los cuales esa otredad es padecida al modo de una potencial o efectiva invasión viral o cancerígena (recordemos la interminables analogías que el poder establecía entre eso Otro, extraño y peligroso, con los anticuerpos que había que generar para que el “ser nacional”, o “natural” no se viera afectado por algún tipo de contagio extraño).
Con esto quiero decir que la amenaza de lo Otro, tomó el carácter pulsional, o sea que ya no se puede colocar claramente en un “afuera” bien delimitado, sino que, al modo del recorrido pulsional, esa “amenaza” se hizo un recorrido, una superficie, una topología inherente al ser del que el sujeto no se puede desentender. Ese “ser nacional” ahora contiene, en sus entrañas, las huellas de “lo Otro” contra lo que combate, por lo que lo disciplinario de lo social se encuentra perfectamente interiorizado y externalizado, a la vez. Lo disciplinario está en el recorrido pulsional, y en la fusión entre ese recorrido y el objeto de la amenaza, lo cual tiene una lógica que se reúne en un punto con la lógica que llevaba a los “santos” a flagelarse: tomar su propio cuerpo como el “enemigo” por ser la sede de las tentaciones.
El cuerpo es la sede de los acontecimientos a disciplinar, ya no a través del disciplinamiento del Otro. Digamos que es una forma de asumir que “el Otro también soy yo” en el recorrido de la superficie de Moebius. Todas las teorías que definían un universo, un relato universal sobre el origen y el destino del hombre, todas las ideologías o sistemas de ideas que vinieron a construir un relato acerca del género humano o de una cultura en particular, definen un enemigo, un “afuera” contra el que luchar y cohesionarse, pero en la sociedad del cansancio de Byung-Chul Han, ese afuera ha desaparecido, y se ha transformado en la superficie misma del cuerpo. El enemigo no es el cuerpo del otro, es el cuerpo en sí, sin distinciones de propiedad.
El “símil amor” de la mercancía amorosa y fetichista adaptada a las necesidades antivirales del sistema, a la “realidad aumentada” de un “mundo símil”, como un porcelanatto que simula piso de madera, se quiebra, se desmorona justo al borde de la grieta del sujeto, grieta en la que el psicoanálisis ha sabido ahondar sin necesidad de rellenos a la vista. Y en ese ahondamiento descubrió un nuevo tipo de objeto: el objeto “nada”. ¡Horror!

«Composition en rouge, jaune, bleu et noir» (1921) de Piet Mondriaan
Nada a preservar
Aquí retomamos la diferencia entre el error y la falla. Falla tectónica en la estructura del sujeto, la grieta del ser por el que asoma el Otro, “lo Otro”, y la radicalidad de la necesidad del “Otro” para la constitución del sujeto, para su nacimiento. En una sociedad que promueve al fetiche como el objeto-consuelo con el que esa “nada” siempre será obturada, suturada, saturada, esa falla será convertida en un “error”, siempre a eliminar, siempre a subsanar, a corregir, a combatir, a rectificar, esa nada que es estructuralmente incorregible. Es “lo inconciliable” freudiano. Para el discurso capitalista, esa es su impotencia. Por eso los discursos de la conciliación en verdad son el reiterado intento de absolutizar su hegemonía hasta hacer desaparecer al sujeto y a su estructura, en la que “lo Otro” y “el Otro” y su radicalidad (la diferencia, por contrario a la identificación de la masa) son su fundamento, su origen y condición de existencia.
Ese desencuentro entre el ser y el objeto está basado en esa nada de la grieta por donde todos los objetos del mundo se asoman, circulan y a veces se traban, en una suerte de embotellamiento, de “atracón” con el que el individuo emula el primer objeto, el pecho materno, como si con el atracón pretendiera que lo nutricio fuese la leche y sólo leche, sin ninguna significación, sin amor, sin deseo, sin goce. En tal empecinamiento podría consumirse una vida entera tratando de rellenar la grieta, y esa grieta es el vacío por donde respira el sujeto del deseo, y es el canal de parto de su existencia. Es mediante estas consideraciones que podemos tomar la lógica de lo autoinmune como lo que el sistema va desarrollando para preservarse de lo que en el cuerpo acontece como “vida”, lo que es visto como un “error” del sistema. Paradoja trágica que coloca al ser humano frente a su propia aniquilación como “solución final” para el funcionamiento aceitado del sistema. Y paradójicamente, el cuerpo reproduce tales proliferaciones de “falsa vida” como si el BIOS se acelerara en una multiplicación exagerada e inútil que no hace más que subrayar la falta de vida humana, destacando la dimensión en la que esta es posible: el del significante y la letra. El ADN, al fin y al cabo, solo tiene existencia en ese plano.
Una operación de vaciado
El psicoanálisis propone algo subversivo: cuando el capitalismo propone consuelos a mansalva mediante la proliferante oferta de objetos de entretenimiento y de consumo, el psicoanálisis propone una operación de vaciado de objeto, en tanto ese objeto viene cargado de significaciones premoldeadas, de “eso que todos quieren”. Tal vaciado se hace necesario para acceder a la máxima singularidad por la que el objeto, para cada sujeto, es singular. No es un “para todos” del consumo capitalista, el cual puede ser el sujeto mismo, afectado de inconsciente, es decir, de un saber acerca de esa singularidad de la relación del sujeto con el objeto, un objeto aleatorio, vibratorio, “aparecido”, que se define cada vez que se lo lee en su posición relativa. O sea, que cada vez que el psicoanalista lee a nivel de ese real (del objeto) define la posición del sujeto también, que no es la del individuo, ese que va de un lado al otro ejerciendo su —también relativo— poder de compra de objetos que se adquieren en supermercados, todos iguales entre sí, en ese culto de la “símil elección” del “libre mercado” confundido con libertad.
El vaciado psicoanalítico hace que el individuo vaya haciendo “caer” sentidos “prestados”, implantados, pero que no tienen nada que ver con lo que en la infancia aprendió —si tuvo la suerte— respecto de qué es vivir. La infancia es un reservorio del “saber vivir”, justo en el lugar en el que “el adulto” cree que debe vivir preocupado y hasta angustiado por la muerte.

«Broadway Boogie-Woogie» (1943) de Piet Mondrian
Lógica de lo autoinmune
Lo “autoinmune” se dispara como respuesta automática de “lo vivo” a la alienación del sujeto en el objeto del discurso capitalista, ligado por entero al fetiche, consuelo de una vida que se consume y no se consuma. Lo autoinmune se detona frente a ese virus denominado “vida” que se expresa como letra en el cuerpo, a pesar de que se haga todo lo posible por negarla, y que estalla como acontecimiento cuando un analista alcanza a leerla junto con el analizante, sorprendidos por la novedad que se abre al don (el pasado) y al futuro (eso siempre por donar). El retorno de la sangre, que, en el sentido simbólico, tiene que ver con la herencia recibida y la herencia por donar, y con la sangre, ese cuerpo transido de letra, de significante, que hace de la naturaleza humana un enjambre de información, de partículas capaces de reorganizarse en cada lectura, y darse a una vida.
En lo autoinmune la vida se manifiesta como una proliferación defensiva que no son más que la expresión vacía del mecanismo de eliminación replicado en el cuerpo. Lo autoinmune es, en definitiva, una topología de la reacción contra la falla de la que nace el sujeto, esa diferencia que Freud encontró entre el objeto “pecho” (materno) y el objeto perdido, esa discordancia primordial y constituyente del ser humano, en donde el sujeto mismo, para salvar la falla, se reduce al “error” y detona silenciosos mecanismos de autoeliminación en un desencadenamiento automático que demuestra que el “BIOS” es una realidad de letras, como el ADN, letras que se combinan y recombinan a la manera de una apuesta, y que no se pueden “fijar” de forma definitiva, como lo es el intento de aislar un “error” para corregirlo. Una falla es un abismo, pero también puede ser apenas una fisura, aunque insalvable, y debe ser tratada así. El psicoanálisis propone esa política: la de la falla insalvable, para hacer con eso el juego de la vida, sin “consuelos” y dando un paso más: la vida posible de “ser vivida”.
No por nada el psicoanálisis empieza por los “fallidos”, aunque la vida social los haya naturalizado. Lo fallido es el éxito de la vida que es vivida en cada hito de esa falla que se repite, que no ceja, y que no cesa de escribirse como falla, y de no escribirse como error.
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