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Por Sergio Fitte
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Los bigotes de Antonio goteaban caudalosamente desde hacía varios minutos. Todos observábamos sin decir palabra alguna. Su larga trayectoria como profesional de la fotografía nos impedía molestarlo en la realización de su trabajo. Nuestra numerosa familia recorría con la mirada al sudado sujeto en paciente espera de instrucciones.
El abuelo nunca quiso confesarlo, pero estoy seguro de que le costó unos buenos mangos traer a ese tipo para que nos retratara. Lo recuerdo al viejo admirar durante horas las publicaciones de Antonio que solían aparecer por todos lados. Además en esa época Antonio era muy conocido y estaba realizando unas producciones para medios nacionales en Río Hondo; de la única manera que hubiera venido a sacarle una sola foto a una modesta y desconocida familia era por mucho dinero.
Dadas las circunstancias su presencia nos inhibía lo suficiente como para no hacer comentarios que pudieran distraerlo de sus actividades. El motivo con que se nos presentó a quienes no esperábamos su aparición fue: sacar la mejor foto de su vida y por ende nosotros quedar inmortalizados de una manera fantástica.
Luego de habernos observado comer durante horas desde diferentes ubicaciones y después de haberle cantado el feliz cumpleaños al abuelo; siendo las 15:05 dieron comienzo las primeras maniobras por parte de Antonio. Lo vimos recorrer el pasillo reiteradas veces. Por fin se decidió y colocó la máquina en el centro del corredor de manera que la lente enfocara el jazmín amarillo. Envuelto en un silencio total contó siete pasos y dibujó una línea de puntos con una sustancia blanca que extrajo de su bolsillo, aquello a mi entender era pintura sintética. Acto seguido nos reunió para informarnos que ese sería el lugar donde deberíamos posar en forma escalonada de la manera que él nos indicaría. Quiénes conformáramos la fila seríamos colocados por un orden que podríamos llamar «prioridad», aunque esta denominación no es correcta pues Antonio debía realizar una complicada cuenta aritmética en la que se tomaban como valores para determinar las ubicaciones: tamaño o volumen, edad, sexo, carisma, grupo sanguíneo y disposición de los dientes caninos (por el tema de la sonrisa).
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Disfrutamos dos horas bajo los abrasantes rayos del sol de enero antes de oír los golpes de la señorita Faustina, la bioquímica, del lado de afuera de la casa del abuelo solicitando que se la dejara entrar. Fue Antonio quien se tomó la molestia de abrirle la puerta. El saludo de la doctora no tuvo su contestación.
La joven pronto había notado cómo se comportaba el bigote del fotógrafo. La tensa calma se agudizó cuando del pequeño maletín de la bioquímica aparecieron las jeringas para realizar las pertinentes extracciones. Traída de la mano de quien la había hecho ingresar, la bioquímica se colocó delante de Roberto. Dos gotas de sudor aprovecharon para estrellarse contra mi humanidad cuando el conductor giró a mi derecha para observar la escena desde un lugar más cómodo. Tuve suerte en podérmelas quitar, por obvias razones sanitarias, a ambas de un solo manotazo. El movimiento fue advertido por la señorita que a toda prisa realizó su tarea y se retiró sin volverse para saludar.
Cuando el sol comenzaba a perder su brillantez volvió a repetirse el golpeteó en la puerta de entrada. Al instante Antonio regresó portando en sus manos el sobre que contenía los resultados de los exámenes sanguíneos. Sin perder un instante se colocó sus lentes de sol, continuó mirándonos desde la sombra de la parra como nos asábamos en el centro del patio, por fin se paró y volvió a la mesa donde había depositado el sobre. Tomó una hoja de papel y escribió una larguísima formula matemática; la primera correspondía a María.
Por lo que se veía, la tarea para determinar la conformación de la fila no era sencilla. Fue la falta de luz solar lo que le hizo levantar los ojos de la maraña de cálculos al fotógrafo. Coincidiendo con el encendido de las lámparas de neón del vecino, papá fue conducido hasta la línea de puntos. Colocado en cuclillas sobre una extensión de las raíces del jazmín, Rodolfo abrevaba en silencio las explicaciones del profesional informándonos que la labor de la primera jornada había concluido. Le pidió a papá que no abandonara su postura, de lo contrario el trabajo realizado hasta ese momento no tendría sentido. La cara de papá rápidamente se emblanqueció de manera preocupante, de seguro el recuerdo de viejas hemorroides juveniles mal curadas lo hacían entristecer, también los dolores articulares y la amenaza de pasar la noche en soledad lo inquietaban.
En un momento de distracción general me acerqué de manera acelerada a la mesa en que se resolvían las cuentas matemáticas para el acomodo de los posadores, siempre fui aficionado a los números, pude verlo todo. Más por razones de decoro prefiero no recordarlo.
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El fotógrafo fue informado de las comodidades que poseía la casa del abuelo. Nos pareció bien que se instalara en el cuarto de servicio. Luego de que se perdiera por la puerta de entrada que conectaba a la cocina, un pequeño debate se instaló en el grupo familiar. El resultado no se hizo esperar: todos pasaríamos la noche en el jardín aguardando a que se reanudaran las actividades. Yo y mi hermana mayor decidimos ubicarnos sentados a ambos lados de papá posibilitándole de esta manera que se apoyara de cuando en cuando en nuestros cuerpos y se le hiciera más soportable su posición.
Por la ventana observábamos cómo iba y venía el fotógrafo cocinándose lo que para mí era churrascos a la portuguesa y para los demás pescado al horno. La humedad ambiente hacía que el aroma a comida tardara mucho en disiparse recordándonos que el ser humano moderno suele tener hambre por las noches. Una pequeña llovizna a eso de las doce de la noche, cuando ya no se veían movimientos en la casa, nos refrescó un poco y ayudó a que las raíces crecieran algunos centímetros (quizás dos) y papá pudiera estar algo más cómodo colocando su pie izquierdo contra la extremidad del vegetal. El abuelo se sintió orgulloso y festejó varias veces a carcajadas diciendo que obtendríamos como recompensa la mejor foto del mundo tomada en un cumpleaños número 80.
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La mañana nació tormentosa haciendo que el profesional trabajara algo más deprisa que en la jornada anterior. Para el mediodía ya eran seis los instalados en la fila entre ellos el abuelo.
Me fastidió sobremanera el terrible chaparrón que se desató antes de que fuera colocada Ana. Pero qué se le iba a hacer, uno no puede luchar contra las inclemencias de la naturaleza. La decisión de suspender la producción tomada por el fotógrafo a mi entender fue acertada, en aquellas circunstancias no se podía trabajar. Nuevamente se instaló la polémica de si debían abandonar las ubicaciones (contra la voluntad de Antonio) quienes estaban ya colocados o si, por el contrario, debían continuar en sus posiciones y en tal caso si quienes aún no estábamos colocados acompañarlos durante las horas de la noche. La decisión no era fácil de tomar pero cómo el abuelo era el más ferviente defensor de las recomendaciones del fotógrafo y no deseaba moverse, para no dejarlo solo en su fiesta de cumpleaños todos no quedamos en el patio.
Era preocupante sentir cómo disminuía la temperatura. No tanto por nosotros que todavía somos jóvenes sino por los abuelos que ya tenían sus años.
A todo esto, papá festejaba deliberadamente sentir de qué manera el jazmín se agrandaba debajo de su cuerpo creándole una especie de sillita para que estuviera más a gusto. El aguacero duró día y medio. Y para colmo una vez que cesó por completo, se desató en la absoluta oscuridad de la noche una pedrada asesina que nos castigaba llenándonos de moretones. El ruido que producía nos impedía dialogar, seguramente por esto nadie se movió de sus lugares.
5
Pasado el chubasco, el abrazador sol de enero nos despertó de nuestros sueños aunque no a todos. Abuelo había fallecido. Los llantos se oyeron durante los dos días que duró el velatorio que, como debía ser, se llevó a cabo en aquel mismo lugar.
Cuando todos los participantes de la ceremonia fúnebre se habían retirado, papá le comunicó a Antonio (ya entre dientes) si no era conveniente cortar parte del jazmín que comenzaba a enredársele en la boca debido al crecimiento experimentado desde que se había acuclillado. La negativa del profesional hizo que las cosas quedaran como estaban.
La sexta noche fue la última que pasamos ubicados en el patio. Todos estábamos en posición, sólo faltaba que se hiciera la hora exacta (por el tema de la luz), para que se pudiera tomar la fotografía. Puedo jurar que cuando dieron las 15:15 y Antonio se arrodilló para disparar el flash de la cámara contra los posadores, más de uno debió haber estado a punto de morir del corazón por los sonidos que se escapaban de cada uno de los pechos. El sonido fue seco. Lentamente se perdió en el aire dejándonos con la expectativa de ver revelada la obra de arte que tanto esfuerzo nos había costado a todos, en especial al abuelo.
Sin dudas la foto salió estupenda; pero a mi entender, con toda la ignorancia que tengo en materia artística creería que papá quedó demasiado tapado por el jazmín.
Tal vez fue por eso que no se acercó a despedir al señor Antonio luego de que todos hubiéramos cenado mientras festejábamos los resultados de su trabajo. Tal vez por eso tampoco se lo vio por algún tiempo en casa. Tal vez por eso, a tres años de la muerte del abuelo, me parece sentirlo intentando incorporarse desde las profundidades del jazmín amarillo que ha crecido demasiado y al que sería bueno que uno de estos días alguien lo podara al menos un poco.
Etiquetas: Cuento, ficción, fotografía