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Por Enrique Balbo Falivene | Fotografía: Francisco Reina
“Si quieres aceitunas negras cómprate una cabra”
Chiquito de la Calzada dixit.
Pasó Enero y ni el frío ni la nieve se presentaron; a mitad de Febrero no se veía un solo carámbano en las salientes de los tejados; los almendros se empezaron a retorcer como las mudas de las serpientes sobre las rocas; los bancales, con sus terrones resecos, se habían cuarteado desplazando los márgenes que los contenían y las cepas de las viñas se ladearon hacia los surcos, asomando las raíces. Desde la radio achacaron el fenómeno a una corriente cálida del norte de África, que había entrado por el golfo para impedir el invierno. Y se había quedado.
Aquí, en la granja, la yegua creyó que era primavera y parió tres potrillos, uno con media cabeza y los otros dos unidos por el vientre; hacia abajo, en el valle, nacieron unas mellizas pelirrojas que sobrevivieron al parto: más de uno se santiguó y no faltó quien anunciara el fin del mundo.
También llamó mi madre para pedirme que me integrara a la empresa. Hacía años que no hablábamos, tantos que me costó reconocer el sonido de su voz. Había decidido perder patrimonio y alejarme de la fortuna familiar para dedicarme al monte, la granja y los cultivos. Lejos de todo y de todos, sin dinero.
Determiné, más por economía que por superstición, que quizá podía reestablecer lazos con mis hermanos y mi madre. Tenía que intentarlo.
Antes de bajar al pueblo, el veterinario me advirtió que no había esperanzas con los potrillos pero que iba a intentar separarlos. Primero se iba a encargar de la yegua que había quedado agotada tras el parto.
Así, sin ilusiones y sin invierno, aparejé una mochila que colgué de mi hombro, luego visité al barbero para que me quitara el aspecto montaraz y me fui.
En el pueblo (no tengo ninguna intención de describirlo) mi madre me recibió con escaso entusiasmo y me condujo de inmediato a la empresa. Me asignó una oficina, inhóspita y ciega, con una única abertura que comunicaba directamente con la nave y los camiones.
–Tienes que sacarte el carné profesional. Ya te he pedido un turno. Mañana viernes acudes a las pruebas médicas y al psicotécnico –ordenó–. Va siendo hora de que empieces a ganarte el respeto de los choferes como lo hizo tu padre. Y no hará falta que vengas a trabajar todos los días, con un par de veces a la semana bastará –terminó y empezó a alejarse por el largo pasillo golpeando los tacones como un general. Vi a los lejos a mis hermanos que me saludaron inclinando un poco la cabeza. Ninguno se acercó a mi nueva oficina.
Mientras caminaba hacia los consultorios para las pruebas pensé en mi padre. Había empezado muy joven con un pequeño camión hasta forjar, beneficiado por las diversas coyunturas, una enorme y prestigiosa empresa de transportes. Había trabajado duro y había muerto de un infarto en la cabina del camión. Lo que mi madre no contaba, lo que siempre ocultaba, es que había muerto abrazado a una puta de carretera. Así huía, así se desahogaba del espeso ambiente familiar, de la vida.
Hice primero una prueba de esfuerzo y, después de completar unas planillas, una de equilibrio y otra de reflejos. Me examiné de la vista y me dirigí hacia la audiometría.
Me recibió una mujer, morena por el sol, con la piel cuarteada y reseca como las tierras de la granja. También la advertí nerviosa pero ineficaz. Me indicó que debía entrar en la cabina y colocarme unos auriculares.
–Cada vez que escuche un sonido debe presionar este botón –dice y señala un pulsador mientras se ubica frente al grueso cristal de la cabina. Me acomodo y la puerta se cierra con un clac de pestillos, luego empiezan a llegarme desde lejos pitidos, agudos y molestos, hasta terminar la prueba. La mujer hace una seña con la mano para que salga pero suena la chicharra y la puerta no se abre. Vuelve a insistir desde los mandos sin éxito. Levanta la palma de la mano para que espere y se asoma a la puerta del consultorio. Entra otra mujer, canosa, malhumorada, y repite la operación pero la puerta sigue sin abrirse. Me muestra una sonrisa de dientes amarillentos, mientras trata de introducir las uñas en un pequeño resquicio entre las molduras y el cristal. La puerta no se abre. Suena la chicharra una y otra vez y los pernos hacen un clac que se queda a medio camino. Hay algo en el mecanismo que no acaba de funcionar.
La mujer, la nerviosa, morena e ineficaz, me hace un gesto para que vuelva a colocarme los auriculares.
–¿Me escucha? ¿Ahora me escucha?
Asiento con la cabeza.
–No sé qué ocurre, es la primera vez que nos pasa, pero no se preocupe, vamos a ir a buscar al encargado de mantenimiento. Mientras tanto nos comunicaremos por aquí pero usted no puede hablar, sólo escuchar. No se altere, mantenga la calma.
Querría decirle que no estoy alterado pero como bien dijo, nerviosa, morena e ineficaz, no puedo hablar. Me he de limitar a esperar, contemplar y escuchar a través de los auriculares. Como un poeta, vaya.
El encargado de mantenimiento es un cincuentón obeso con dificultades para agacharse y respirar. Mientras la mujer acciona la chicharra sacude la puerta hacia atrás y adelante. No aporta nada nuevo. Insiste y se queja que la puerta no tenga una rendija para hacer palanca con un destornillador.
–Hay que llamar al cerrajero. Este trasto no abre, parece una caja fuerte –sentencia.
Una hora después entra un hombre con una caja de herramientas y se arrodilla ante la puerta como si fuera un altar. Lleva los brazos tatuados y una linterna en la boca. Le pide a la mujer que accione el mecanismo de apertura. Una, dos, tres veces. Trata de introducir una tarjeta plástica pero no lo consigue, luego unas ganzúas con el mismo resultado. Al cabo de un rato expresa:
–El mecanismo de cierre falló y dejó los pestillos a medio camino. No se puede abrir, está trabada. Hay que forzar la puerta o romper el cristal…
–¡Ni se le ocurra! –grita la mujer con toda la fuerza de sus nervios–. Esta cabina me ha costado una fortuna y no pienso romperla.
–Entonces le sugiero que llame al fabricante para que nos explique cómo abrir. Quizá haya algún secreto que desconozcamos… –responde el cerrajero con ironía.
Mientras la mujer busca el teléfono veo que se han sumado al grupo el oculista y su secretaria. Hay en esta pequeña consulta seis personas mirándome con indulgencia.
–¡Es un contestador! –vuelve a explotar la mujer y maldice.
–Claro, es viernes y a esta hora… –suspira el encargado de mantenimiento mientras se seca el sudor de la frente.
De pronto todos se miran. Han escuchado algo que no han registrado mis auriculares. Instantes después entran tres bomberos por la puerta. Los ha llamado la recepcionista: quiere irse a casa y alguien ha dado órdenes que nadie abandone el edificio hasta que no se abra la cabina. Detrás de los bomberos y la recepcionista ingresan otras dos personas, parecen jefes o se mueven como tales. Son ya doce personas. Soy el número trece. Buen número para una cena.
–Vamos a cortar. Retírese hacia atrás y cúbrase la cara –ordena uno de los bomberos mientras dispone una cizalla para chapas y unas palancas.
–¡No! –vuelve a gritar la mujer–. ¡Nadie va a romper mi cabina!
–No hay otra forma. Es acero templado y el cierre no funciona, pero no resistirá a la cizalla y las barretas. Y si no traemos la hidráulica…
–Que se haga cargo la clínica –interviene el otro bombero.
–De ninguna manera –responde el que parece un jefe–. Nosotros sólo alquilamos los consultorios a los profesionales…
–¿Y no tiene seguro? –pregunta el cerrajero a la mujer.
–¡Cómo voy a asegurar una cabina de audiometría! –vuelve a gritar la mujer.
En medio de la discusión se vuelve a abrir la puerta del consultorio y veo que en el pasillo se ha agolpado todo el personal de la clínica. Alguien parece querer abrirse paso entre el gentío. Son dos policías y un tercer uniformado: Defensa Civil leo en una de las mangas de la chaqueta. Ahora somos dieciséis personas; es decir, quince apretujadas dando voces y yo, en la cabina, flotando en un cómodo y lánguido silencio, como un pez en su pecera.
–Me van a desalojar la sala ahora mismo –ordena el policía.
–De aquí no se va nadie hasta que no se abra esa puerta –afirma uno de los jefes señalando la cabina.
–Afuera está todo preparado para la asistencia, no hay por qué alarmarse –dice el hombre con la chaqueta de defensa civil.
–Y los artificieros están de camino. Así que vayan saliendo –completa el policía.
–¿Qué artificieros? –pregunta el oculista.
–Hemos recibido un anónimo, una amenaza de bomba. Parece que está en la cabina…
–¡Qué bomba ni que ocho cuartos! –exclama la mujer nerviosa– ¡Cómo va a haber una bomba en mi cabina! De aquí no me mueve ni Dios…
–Tiene razón, es ridículo… –afirma la secretaria.
–¡Y además me van a destrozar la cabina! –insiste.
–Sí, estamos de acuerdo. De aquí no se va nadie ¡Resistiremos! –grita uno de los jefes mientras se quita la corbata.
–¡Todos juntos, resistencia! –lo respalda el cerrajero y empuja a uno de los policías que trastabilla y cae sobre la cabina. El descalabro es general. En el poco espacio del consultorio todos forcejean y gritan. Uno de los bomberos intenta calmar al cerrajero pero recibe un puñetazo que lo derriba y arrastra también al jefe de mantenimiento. La secretaria del oculista cae encima de la mujer nerviosa que se había abrazado a su cabina. Cuando por fin parece calmarse la pelea, más por agotamiento que por cordura, alguien intenta abrir la puerta del consultorio, pero no lo consigue porque uno de los bomberos yace en el suelo. El defensa civil y el oculista apartan al bombero y entran dos hombres pertrechados como astronautas. El primero de ellos se levanta un protector que lleva en el casco y pregunta:
–¿Aquí es donde está la bomba?
–Sí, está aquí –responde la mujer que sigue abrazada a su cabina.
–Vamos a sacarlo, no se preocupe. Ya está todo dispuesto –afirma el artificiero mientras revisa cada palmo de la cabina. Si pudiera escucharme me gustaría decirle que esa frase ya la escuché hoy muchas veces.
–Pero por su seguridad y la de todo el personal vamos a hacerlo fuera –remata y hace un gesto alzando la mano.
Pego la mejilla al cristal para mirar hacia el techo y veo que tres hombres han desmontando una claraboya. El artificiero hace otra seña con el pulgar y una grúa baja un gancho hasta la cabina.
–Siéntese en el suelo y coloque las manos en las paredes de la cabina. Quítese los auriculares, ésta es la última comunicación. Nos vemos en la calle. Corto y fuera –remata el artificiero.
La cabina empezó a ascender lentamente con breves oscilaciones. Se detuvo un instante y volvieron a elevarme mientras contemplaba a todo el personal del consultorio: estaban exhaustos, golpeados, algunos con la ropa hecha jirones y lastimados. Yo estaba entero y, de momento, a salvo.
Al salir al exterior comprobé el gran despliegue, la zona estaba acordonada, había policía, bomberos, ambulancias, defensa civil y creo que todos los habitantes del pueblo. No conseguí ver ni a mi madre ni a mis hermanos, pero sí a los abogados de la empresa.
Cuando la grúa alcanzó una altura considerable y logró eludir techos y antenas, la puerta hizo un extraño ruido y se abrió. El sistema de seguridad de la cabina había detectado la falta de energía y había abierto la puerta.
Me senté en el borde y dejé que mis piernas colgaran al vacío, balanceándose como péndulos. Alguien, desde abajo, alguien que se veía cada vez más pequeño, gritó:
–¡Va a saltar!
Mientras se volvía a desatar el caos advertí que estaba amaneciendo. Miré hacia el norte y un viento frío y unos nubarrones se agolpaban desde las montañas anunciando el retorno del frío y la lluvia, quizá de la nieve. Por instinto busqué la granja y vi a la yegua mover feliz la cabeza detrás de la gran higuera. No lejos uno de los potrillos retozaba curioso entre los almendros.
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