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Por Enrique Balbo Falivene
Este texto viene precedido por dos imposiciones, una intelectual y la otra física; la primera es una deuda que mantengo desde que volví con Juan Carlos Martinetti: me pide –más bien me exige- una posición política; Martinetti, obrero del hierro y poeta de larga militancia en el peronismo de base, quiere saber dónde debe situarme, si a la izquierda o a la derecha; la segunda, la física, responde a que mi mujer me ha echado de casa porque me acabo de zampar el coñac de la alacena prohibida, el que esconde y reserva para flambear carnes y aves no siempre de corral. Me ha caído una bronca antológica: roja directa, tres partidos de suspensión.
Desahuciado y desterrado me he venido con el portátil bajo el brazo, las venas susurrando coñac y algo vago el entendimiento, a la plaza de mi barrio a ver qué me sale. No sé si conseguiré cumplir tantas obligaciones, no sé si soy merecedor de tantos castigos.
Este pueblo, Chivilcoy, aunque tiene por habitantes y tamaño visos de ciudad presenta todas las características de aldea amurallada. Aquí no funciona nada. La luz se corta con periodicidad o baja la tensión resintiendo todo tipo de aparato; los servicios de internet, de todas las compañías, son ineficaces; el agua de red no es potable, tiene altos contenidos de arsénico; el gas funciona, fluye por las tuberías con la fuerza del Pampero, pero resulta tan costoso que los vecinos han optado por volver a las viejas garrafas de gas envasado con pantalla: calientan más que la fragua de Vulcano y permiten tostar pan o hacer vahos de eucalipto para aliviar los bronquios.
Chivilcoy también está en un pozo como el de Elenita de los Cadillacs; el clima se extrema, la humedad te cala los huesos y crujen las articulaciones. La alimentación es la de los navegantes, la de los pioneros: harinas y carnes y carnes y harinas, en este orden.
Pero eso sí, es un pueblo seguro: la gente vive encerrada tras rejas y alarmas, y casi todas las casas cuentan con una luz exterior como el faro de Alejandría. La especulación y la usura finalmente han hecho su trabajo: se derribaron la gran mayoría de edificios centenarios para construir conejeras y colmenas. Objetivo cumplido: el pueblo parece Curuzú Cuatiá, sólo falta el chamamé. Yerba mate y vino peleón de garrafa nos sobra.
Lo más singular y atractivo de Chivilcoy es que no ocurre absolutamente nada, nunca ocurrió nada. Esta plaza desde la que escribo se llama Colón, antes fue Plaza Boston y antaño -me contó mi abuelo-, era un descampado donde paraban las putas a descansar, para después subir unas calles más arriba, hacia un lupanar vecino a la estación del tren. Todo esto en un plazo de ciento cincuenta años. Es decir, nada.
En toda la historia del pozo ocurrieron cuatro hechos reseñables: asesinaron de tres disparos a un poeta en el Club Social (tiraron sin apuntar: las balas encontraron al que no buscaban); demolieron dos prometedores edificios, la escuela número uno y la estación Norte del ferrocarril Sarmiento (con la primera alfabetizaba el territorio y profesionalizaba la educación, con la segunda los viajeros descendían en pleno casco urbano); y por último, echaron a patadas a Cortázar que supo vivir, y sufrir, en Chivilcoy (dicen que estando en el pozo escribió Casa Tomada; me lo creo, las sensaciones del relato son la soledad y el encierro de la aldea).
Esta plaza es un síntoma de esa inacción, una metáfora de la gran decadencia patria: está todo roto, caído, muerto, lo único que parece sano es el viejo Colón que se muestra inalcanzable por altura. A este banco en el que me he sentado a escribir le faltan los listones, las nalgas se me escurren por gravedad y no encuentro donde ubicar el espinazo entre los hierros del respaldar.
En esta plaza me eduqué y cumplí toda mi infancia. Aquí perdí un diente, trepé y me caí de todos los árboles, aprendí a patinar con los Leccese –dos cascotes-; me cagaron a trompadas, jugué fútbol todos los días sin excepción, me estrellé con el karting de madera contra la fuente, rompí vidrios a pelotazos y más de una vez acabamos en comisaría (¡señor, sí señor!); aquí también me pelé las rodillas y los codos, me mordieron una oreja a lo Tyson, me atropelló un Rastrojero por evitar un córner, me dieron el primer beso que no me dejó dormir en una semana; aquí descubrimos Nippur, El Tony, D’Artagnan y Fantasía (Intervalo nos estaba vedado porque era para chicas: yo leía a escondidas en el lavadero de mi casa Cuentos de Almejas y Gente de Blanco), Astérix, Tin Tin, Mort Cinder, Patoruzú y El Eternauta. Y aquí también conocí al Gordo Mortadela, el arquero infranqueable de nuestro equipo.
El gordo era un extranjero de nunca supimos dónde; su padre, empleado del Banco Provincia, iba de pueblo en pueblo saneando balances cuando el banco era de mármol y pino tea (ahora es de Durlock y Poxi Mix). Pero el primer día que el gordo y su enorme humanidad aparecieron en la plaza, provisto de su eterna canasta de pan con mortadela, mandarinas y chocolatín Jack con sorpresa, supe que íbamos a ser amigos. De inmediato se ubicó en el arco que formaban dos árboles pelados por los pelotazos; atajaba con una mano mientras con la otra hundía las falanges en el pan como un águila hunde sus garras en la presa. No soltaba la comida ni para las peleas. El gordo era valiente, repartía sopapos a mano abierta como Bud Spencer. Después de los partidos nos íbamos a mi casa o a la suya a tomar la leche, la mía con vainillas, la suya con más mortadela.
Como el fútbol en la plaza estaba prohibido habíamos desarrollado una estrategia que no fallaba nunca: emborrachar al placero. Nos poníamos en línea, como los jugadores del Independiente de Avellaneda –el gordo y yo éramos de los Diablos Rojos- y le cantábamos un anuncio de la tele antes de entregarle una jarra con el precioso néctar:
Hoy cuando llegue a mi casa,
voy derechito a la heladera donde está el vino…
¡Resero Blanco Sanjuanino!
Antes en todas las casas se comía con vino, como marcaba la ley; ahora la gente bebe agua con unos polvos ingratos y azucarados, sabor naranja o pomelo, que se disuelven como los Sea Monkeys.
En esta plaza también el Gordo y yo alcanzamos la gloria cuando completamos un álbum de figuritas. Después de una revelación mística, después de una pelea tras un partido que resultó suspendido a causa de los incidentes, invertimos las monedas que nos quedaban en una tienda desconocida. Allí, en ese sobre lleno de misterio y divinidad, estaba la difícil: la tarántula (un bicho espantoso, un picotazo y te entrarán los sudores de la muerte, decía mi abuela).
El premio era una pelota, una número cinco que llegó un mes más tarde de haber completado el álbum, envuelta en las enormes páginas de La Nación y atada con una cuerda. A partir de aquel día empezamos a frecuentar la plaza como dos napoleones. Escogíamos jugadores, decidíamos cuando se acababa el partido, expulsábamos a diestra y siniestra, éramos juez y parte. Conseguimos ejecutar todas las venganzas, redimir todas las humillaciones. Fuimos los Condes de Montecristo.
Pocos años después, cuando le habíamos sacado a la pelota todo el jugo y las costuras, y la cortamos a la mitad para usarla de casco militar para jugar a Ernie Pike, el Gordo se tuvo que ir. A su padre le dieron un nuevo destino, creo que Bahía Blanca. El día que nos despedimos en la plaza con un abrazo que hizo temblar las lonchas de mortadela, me hizo una confesión: la pelota la habían comprado nuestras madres porque el premio nunca había llegado a Chivilcoy. La noticia me enterneció, el Gordo además de valiente sabía guardar secretos.
Jamás lo he vuelto a ver; en una época pensé en buscarlo pero tuve que asumir que no sabía su nombre, siempre había sido el Gordo Mortadela.
Ahora desde este banco desvencijado pienso cuanto han cambiado las cosas desde que me fui. Veo a Colón en lo alto y creo que sería más justo cambiar la figura del almirante por una Toyota Hilux, el gran deseo de la mayoría de los vecinos del pozo. Yo la pondría de punta, incrustada en el mármol, como el Quijote de la 9 de Julio. Sería al menos un cambio acorde al aburrimiento.
Es tiempo de volver a casa, el portátil se está quedando sin batería. Al levantar la vista veo que hay un cartel que reza: «Puesta en valor de la Plaza Colón«. No entiendo qué significa, quizá la vendan.
Mi mujer ya habrá flambeado el pollo con whisky: quedaba un cuarto de botella de Daniel’s en la alacena prohibida. Y Martinetti no sé si estará satisfecho con este breviario político. Aquí no cambia nada, el pozo sigue igual y así continuará por siempre. Este país será un gigante, será valiente, noble y humilde como el Gordo Mortadela, el día que los argentinos consigan erradicar el mate y la psicología, dos encierros como Casa Tomada, dos hábitos en el deporte inútil de mirarse el ombligo desde lo alto, desde la altura de Colón, verbigracia.
Etiquetas: Enrique Balbo Falivene, Ficciones