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Por Guillermo Fernandez
Cuando era muy joven dos películas me impactaron demasiado: Las diabólicas (1955) de Henri-Georges Clouzot y La ventana indiscreta (1954) de Alfred Hitchcock. Tan viejas, como para que yo cada tanto recuerde que el cine que vi aún me golpee a la memoria. Por supuesto, que la nueva cinematografía ha producido y producirá escenas del mismo calibre (el inicio de El Anticristo, de Lars Von Trier, por ejemplo). Pero, el tema de la atracción presente en los dos filmes, creo que me persigue por el hecho de que los protagonistas miran sin pudor, hacia un afuera.
En el caso de Clouzot la dirección de la vista de las dos hermanas se dirige hacia una pileta, en la que se intenta buscar a un cadáver para hallar las huellas de un crimen. Recuerdo sus vestidos de profesoras en un liceo francés y la desesperación de una de ellas para que el cuerpo no aparezca en la superficie. Es la mirada de la culpable, aquella que arma la estrategia, la amante que busca quedarse con lo que va a ser un “sujeto vivo”, seco y presto a iniciar una vida e historia con nueva mujer.
El lisiado en silla de ruedas, con pierna enyesada de Hitchcock, se instala en su departamento para ver el interior de su vivienda vecina. Nada de la mujer que habita enfrente de él queda oculto. El hecho de que observe —persiga más bien— a su víctima a oscuras, para evitar ser “víctima” él también, genera el clima apropiado para la tensión.
En las dos películas el “afuera” nunca es tan vasto como para que las víctimas se pierdan: los perseguidos se achican hasta alcanza el ojo de la cámara, el ojo del espectador. Retrotrayéndome a mi época de espectador joven y abstraído por el terror hoy me pregunto si fue la edad o fue la concreción impecable de la imagen la que me produjo la sensación de pesadilla. Es decir, qué golpeó mi vista de los filmes hasta el punto tal que hoy rememore las secuencias con los detalles que prepararon en un laboratorio los dos directores.

Resulta necesario hablar de la indefensión: cualidad que hoy en día provoca que perdamos el equilibrio para seguir una marcha que creemos segura. ¿Cómo dos profesoras de una disciplina vinculada a las buenas costumbres como la enseñanza del francés van a asesinar o, siguiendo la trama, una de ellas va a pretender fugarse de la peor manera con el propio cuñado? Más aún, ¿cómo un imposibilitado va a asediar a una mujer? El desplazamiento es un recurso indispensable para perseguir; sin embargo, la vista, el escudriñar mismo, supera la calidad del movimiento, del hecho de correr por las escaleras hasta atrapar.
Nada de eso sucede. Pero lo horrendo tiene cabida y nos obliga a correr la vista para no involucrarnos ni siquiera como testigos. ¿Es más peligroso formar parte, estar asociado al criminal o “ver”? ¿Cuál es la situación incómoda que generaron Clouzot y Hitchcock?
Recuerdo en la lectura de Foucault sobre Las Meninas en Las palabras y las cosas (1984, en español). Pienso que el vínculo entre quién nos mira y cuando nos cruzamos con la vista del otro viene al caso en la relación que nos cabe como espectadores que somos —en algunos casos indóciles y en otros pasivos—. Nos colocamos en un acontecimiento al que acudimos atados de pies y manos. Clouzot nos obliga a rastraer en el fondo de la piscina escolar para que demos con el cuerpo sin vida. Hitchcock logró que dudemos hasta del yeso del espía y lo empujemos de la ventana hacia la vereda de su edificio.

¿Cruzamos nuestra mirada con la de Velázquez para tratar de descubrir en el atril inclinado el lienzo que no vemos, como describe Foucault en el análisis de Las meninas? Es cierto, el único crimen —como si fuera poco— es que el pintor exhibe lo que es incompatible con la belleza, aquello que está descolocado del canon. Pero lo vemos entusiasmados y recorremos palmo a palmo semejante pintura, quizá expuesta para que, por fin, demos cabida a aquello que no esperamos en una tela. Seguro que nos sobresaltan los seres que no guardan las proporciones y los rasgos propios del común denominador. Pero hurgamos el detalle hasta doblegarnos a aquel cuerpo y cara que no nos es tan afín.
En la misma dirección nos apoltronamos en una butaca para quedarnos sin aliento o cruzarnos con el suspiro del espectador vecino, con ese agitarse de la silla que nos indica que no todo va a terminar como lo esperamos. Si conocemos que el arte, en fin, es toda una composición “supuesta”, y que el entretenimiento no está distanciado de la angustia, por qué seguimos incondicionales la vía que nos imponen otros ojos.
Quizá sea que algo de la crueldad nos captura y que la tarea de “ver” en muchas ocasiones nos hace lidiar con una compostura fastidiosa con la que convivimos alejados de lo siniestro. Algo más que la catarsis para lograr ser buenos catequistas.
Etiquetas: Alfred Hitchcock, Cine, Guillermo Fernandez, Henri-Georges Clouzotn, Lars Von Trier