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14-05-2020 Notas

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Por @horaciogris | Ilustración: Gustavo Perg

Primero que nada quiero pedir perdón, porque soy feliz en cuarentena. Entiendo que muchos la pasan mal porque sus negocios cerraron, por no estar con sus seres queridos o por no poder realizar actividades gratificantes, o tal vez por el tedio de hacer siempre lo mismo, pero yo soy feliz en cuarentena. 

Los que de un modo u otro que venimos del subsuelo de la existencia, los que sentimos que la vida es una mierda desde que abrimos los ojos hasta que los cerramos, por lo general identificamos muy bien qué es lo que nos hace infelices. En mi caso, aunque un poco necesito socializar también me hace muy mal estar en cualquier lugar con personas. Después de una hora de charla me es imposible no sucumbir a una incomodidad creciente por sentir que el otro se aburrirá o que creerá que soy un estúpido, por no encontrar sentido al encuentro o por no saber dárselo, y esto me ocurre con desconocidos, conocidos, pero también con amigos, que siempre son muy considerados en aceptar que mi forma de socializar es ausentarme a nueve de diez invitaciones. Cierta fibra de la intensidad presencial me agobia y me agota muy pronto, por lo que prefiero la mediación escrita de whatsapp y las redes en general.

También me estresa sentirme impostor, y eso ocurrió en todos los trabajos que tuve. Por lo general, que me llamen solicitando algo, que me pidan una opinión o no saber cómo solucionar problemas, me genera la sensación de estar usando una careta que engaña al otro pero siempre está el riesgo de que te descubra, por lo cual la pregunta imprevista y que requiere una respuesta inmediata acelera mis pulsaciones como si estuviesen a punto de desenmascararme y me deja extenuado tras un escape que no quiero tener que repetir más, aunque siempre suceda.

Pero de todas las cosas que me vuelven desgraciado, lo que peor me hace padecer es estar en mi casa. Pero no me volví loco, insisto en que soy feliz en cuarentena porque -acá viene la explicación- no estoy pasando el aislamiento en mi casa. 

Algún boceto ya intenté contando dónde vivo. La costumbre de hablar a los gritos, de gritar por estar contentos, de hacerlo por estar enojados, de golpear las paredes por felicidad ante un gol de Huracán, de hacerlo de bronca por lo contrario, del relato del partido a máximo volumen, o el playstation, o la música, y los perros ladrando desaforados en eco de la palurdez son la banda sonora de mi infelicidad. Y todos mis vecinos son así y tienen perro, y las paredes y distribución de la casa son permeables a cualquier sonido. Rehén de ellos y preso de un pensamiento que dice “esto es culpa tuya por ser tan pobre y no conseguir mudarte” sufro de verdad.

De casualidad, porque cuando Alberto dio el anuncio estaba ahí con mi familia, vivo ahora en una casa prestada en el conurbano, al Oeste de la Capital, a diez minutos de la General Paz. El triple de metros cuadrados, o cuádruple para ser más preciso, sumado al jardín son la llave de la felicidad para este momento crítico. Un juego de palabras: cuádruple de metros cuadrados en cuarentena, algo escondido ahí, en la forma matemática que incluye a la raíz (de las plantas, del limonero del fondo), o a nivel significante, que da por resultado que yo pueda pasarla bien, afirmación que sorprenderá a quienes me conozcan en persona o me lean por redes sociales. 

No se trata sólo del silencio y el espacio para distanciarse de otros. Sé que no voy a ser el único en preferir la cuarentena al -sigo sumando a lo que me hace mal- transporte público en hora pico, al estar horas frente a una computadora lenta en un ambiente de call center con demasiadas personas hablando que se suman a interrupciones y distractores de distinto tipo, a tener que esperar feedback por mail de un jefe que está a dos oficinas de distancia, o que se acerque por fin al escritorio para estar menos de tres minutos haciendo una devolución y, ahí mismo, sentir que ya podés volver a tu casa porque eso era lo único importante que quedaba por hacer ese día pero todavía hay que esperar a las cinco de la tarde para poner el dedo en el sensor biométrico y que haga “¡bip!”, lo cual significa en idioma de lector de huella dactilar “¡sos pobre!”. La vida urbana es el sedentarismo de oficinas mezclado con intentos -siempre intentos- de prender una chispa que avive el fuego en la rutina. Algún taller (de lectura, de narrativa, de bordado, de flores de Bach, de lo que pueda ser, por dios dame algo), quizás yoga, crossfit, el fútbol de los jueves o lo que permita inyectar adrenalina al cuerpo y, quizás, con suerte, dé lugar luego a relajarlo y que eso mejore el nunca suficiente descanso.

Está lleno de tira-postas que dan tips para vivir mejor, que arman hilos de twitter explicando por qué equis cosa está mal (lo que sea, te explican porque saben) o planifican sus afectos y su vida (el COVID19 se ríe de la pareja que proyectó su vida en 2020 con un excel); en ese contexto, decir que yo -y muchos otros- la pasamos mal se traducirá en que que no estamos haciendo lo suficiente para estar mejor porque, como podría desprenderse de lo planteado por Byung-Chul Han, la imposibilidad de disfrutar de las formas de producción y los productos de la época es un pecado que pagamos subjetivamente. Y el Confiteor Capitalista espera que nos sinceremos golpeándonos el pecho y diciendo: es por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

Quizás no sé cómo “hacer lo suficiente”, tal vez no puedo dar más, a lo mejor autoexplotarme no es lo que mejor se me dé. Si bien habrá personas a las que les surja la vida y el cómo vivirla a la manera de un florecimiento donde las oportunidades brotan a partir de un deseo focalizado en aquello que los determina a nivel subjetivo al incorporarlo como propio -llamémoslo pasión-, lo cierto es que yo no sé “vivir de lo que me apasiona” (¿y si no me apasiona nada?, ¿y si lo que me gusta es depreciado por el sistema y quizás tampoco es valorado por terceros?, ¿y si resulta que no soy bueno en lo que me moviliza?). Como atenuante a mi pecado voy a decir que quise, quise ¿eh?, hacer algo con lo que sentía que me gustaba, ¡e incluso con lo que imaginé que era bueno! pero, por el motivo que sea, nada de eso funcionó. Por ejemplo, tengo cierta facilidad con análisis técnico bursátil y desde hace seis años invierto en bonos y acciones como un intento por hacer una diferencia de dinero pero GyT, el broker donde invertía, no nos devuelve la plata a mí y a dos mil damnificados más, hecho que ocurrió por complicidad del gobierno anterior y que no le importa al actual, ni a la Comisión Nacional de Valores, ni al periodismo en general. Alguien podría contra-argumentar que la felicidad no está en las cosas materiales, pero yo podría formular a modo de hipótesis: ¿y si justo mi felicidad estaba en pasar la mayor cantidad de tiempo posible en una casa grande y silenciosa, cosa de dejar atrás a mis vecinos ruidosos y mi ph con paredes de cartón? A eso no se llega si no es con guita, por supuesto.

En esta cuarentena donde estoy contento, curiosamente me desprendí de cosas que antes pensaba que me daban felicidad. Son tres pero enumero para detallar: 

1) El ejercicio físico intenso me traía paz al permitirme conseguir la mente en blanco y me hacía sentir bien a nivel corporal. Los primeros días de la pandemia seguí entrenando con una escalera de metal de treinta kilos que plegaba para usarla de pesa o colocaba en distintas posiciones para colgarme de ella en barra o ponía en ángulo para push-up inclinados y hoy no siento ningún deseo ni ninguna culpa por no seguir con esa rutina. A lo mejor, supongo, que el mundo exterior deje de verme también implicó que al menos en este contexto me permita que no importe tanto mi imagen.

2) Siempre me había considerado un gran lector. Mi necesidad de leer era tan fuerte que, si salía de casa habiendo olvidado el libro que estaba leyendo, o bien volvía a buscarlo -si todavía estaba cerca- o bien el descuido me hacía putear y frustrarme hasta creer que el día estaba arruinado casi por completo. Y resulta que hace casi dos meses que no toco un libro porque, claro, descubrí que yo leía muchísimo pero de manera exclusiva en transporte público, que la lectura era un refugio para abstraerme del alrededor y para bajar la ansiedad que me provocaba esa espera desgraciada que es viajar al trabajo hacia algo tan malo o todavía peor que lo que representa el transporte público como es, también, un trámite en la city.

3) La escritura fue mi refugio en los últimos ocho años, momento en el que empecé a dedicarle más tiempo, más energía y, por sobre todas las cosas, más seriedad a distintos proyectos. Recuerdo, por ejemplo, intentar calcular el impacto de mis decisiones en función de si me permitirían o no contar con más o menos tiempo para escribir. Incluso, con pudor, confieso que creía que iba a llegar a algo a través de la escritura. No sé a qué, ¿a tener algún tipo de reconocimiento?, ¿a ser alguien-para-alguien a través del plasmado de mis ideas? Hay muchas preguntas que podría ir sumando ahí, todas colgadas de las pestañas de un ojo que mira. El asunto es que, entre otras cosas que consideré menores, escribí una novela. Además de probar concursos, intenté contactarme con varias editoriales elegidas por suponerles algún tipo de concordancia estética o conceptual con mi historia, pero los resultados fueron: Varios mail para intentar contacto sin respuesta, algunos “todavía no pudimos leerte” y dos “no es lo que buscamos” -una de esas llegadas conseguida gracias a la generosidad de una amiga-. Además de estas situaciones tengo que decir que los caminos de la escritura son misteriosos como la senda del viento: un día estaba yo en el subte con una novelita corta y ligera pero de temática similar a la mía (ya en ese momento terminada y rechazada) de alguien con cierto reconocimiento en el ambiente literario, y resulta que un capítulo cierra con una escena que me dejó duro como si me hubieran dado un uppercut; era una escena calcada de lo que yo había escrito, lo cual se explica -supongo- por ser ingenuo y dar fragmentos a leer a las personas equivocadas en algún momento durante la realización. La fecha de publicación del libro era varios meses después a cuando yo di por terminado el mío, con lo cual habríamos estado trabajando más o menos en simultáneo. Esta situación y los magros resultados no me desanimaron -acá toca preguntar: ¿eso demostraría que era una “pasión”, que soy un imbécil o ambas cosas?-, si bien pasé de la idea original de publicar en una editorial con cierta llegada a publicar en una editorial minúscula para por fin decidir o, mejor dicho, aceptar dejarla en el blanco glaciar de un Google Drive como entierro y a la vez como proceso criogénico. Como decía, nada de eso me hizo tirar la toalla y me puse a trabajar en una segunda novela, la cual también es en tercera persona y también implica una temática poco popular -y al aclararlo se resuelve el misterio de tanto fracaso, y el siglo XXI dirá que los nulos resultados también son por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa de vivir en un paradigma pasado-. 

Si este punto tres es tan extenso, no es sólo un intento de despertar curiosidad en algún editor ingenuo que de casualidad esté leyendo sino también para explicar que si bien no sé pelear pareciera que tampoco sé rendirme, y que pese a ser Sísifo de la existencia en insistir siempre con lo mismo de forma inútil, la magnánima cuarentena me sacó también de encima a la piedra de la escritura. Se detuvo el mecanismo creativo que me hacía ir plasmando muy de a poco y que vaya creciendo también de a poco el mundo que quería construir con palabras y que después no me llevarían a nada salvo sufrir. Chau, se fue, sin culpa de dejar las cosas a medio hacer. Chau, no está más. Chau, ejercicio físico, chau leer, chau escribir. La explicación es que lo que me hacía feliz al parecer no era tal cosa sino un mero intento de lidiar con la frustración y la ansiedad diaria. Quizás el planteo es para la fenomenología: si yo estoy ahora en otra situación ¿lo que me hacía feliz antes, lo hacía sobre mí o como contrapeso inherente de ese momento y como yo lo percibía? Si me preguntan, creo que es más simple, yo confundía felicidad con cuidados paliativos. ¿Qué sí me hace feliz? Evitar estar o ser en el mundo, real o imaginario, donde los otros se multiplican en ruidos y ojos, en presencias caníbales.

No ser personal ni persona indispensable en cuarentena deja de ser una vergüenza. Que termines tu jornada de home-office y todo esté bien porque ya estás en tu casa es una situación difícil de asimilar porque te deja con la sensación de que hiciste algún tipo de trampa y alguien te lo va a cobrar. Que tu cuerpo (tu presencia) no sirva para el contexto actual trasmuta de desprecio en lujo. Pero también las posibilidades de consumir, viajar y por sobre todas las cosas mostrar se reducen hoy a una opaca compra en Coto Digital no capturable por el lente ante el cual nos movíamos y nos movíamos pretendiendo algún gesto del otro lado de la pantalla. Que Instagram pase de selfies en aeropuertos y destinos exóticos, tragos en bares cool y comida sofisticada a mostrar selfies en la cama o con barbijo en el palier, a pantallas de laptop con termo a un costado, a tortafritas y budines caseros, es la caída de una frágil sofisticación seguido de un débil intento por estetizar lo que, deseamos, pueda seguir dándonos likes. Los influencers redefinen su campo de acción y se focalizan en vender productos desinfectantes y lo que pueda mostrarse o usarse en balcones y terrazas, y los que no influimos en nada podemos relajarnos con no tener agenda, no ser tan demandados como antes del aislamiento, no sentir la presión de ninguna mirada y hasta quizás, con suerte, en el ser olvidados. El peso de lo social, la presión imaginaria -que también, por supuesto, lacanianamente, nos sostenía- se desintegra al pulverizar con 70% de alcohol y 30% de agua.

De todos modos, no hace falta aclararlo: la cuarentena es una fantasía. Es un paréntesis antes de volver a lo que estaba antes o empezar una etapa aún indeterminada pero sin dudas más presencial que lo que vivimos hoy por el coronavirus. La felicidad del aislamiento es algo encontrado por casualidad y que por eso se vuelve un tesoro. Y es un retiro deseado tras no haber sabido lidiar con distintas facetas de la vida, un ostracismo que se vuelve autoinducido por no aguantar más esa hiperpresencia, que taladra al ser escuchada y que desgarra al vernos, de un semejante-sofocante del yo -siendo este último un precipitado de identificaciones con la imagen del otro, diría Sotelo lacanizando a Freud-, por no poder sostener más las apariencias a las que obligaba el mundo preCOVID19 o tal vez -seamos justos- sólo por no conseguir desengancharse de la mirada persecutora. Similar, tal vez, a lo que hizo el trader David Glasheen: perdió todo, inclusive su casa, en el crash bursátil de 87’ y algo se quebró también en él, no supo acomodarse al que era su estilo de vida o recuperarse en algún nivel interno de perder millones y, tras deliberarlo varios años, se estableció en la Isla Restauración, al norte de Australia, donde vive casi como Tom Hanks en El Náufrago desde entonces, aunque cobrando a los turistas esporádicos que quieran ver cómo parte cocos y pesca. 

Para quienes la mirada nos atraviesa torturándonos, el mundo es asfixiante en su demanda de rendición de cuentas y resulta avasallante hasta volvernos nada. No encajamos ahí. O porque no nos da lugar o tal vez no supimos hacernos un lugar. Cuando el coronavirus esté más controlado y en algún momento el aislamiento se levante, por favor permítanme seguir como ahora. Trayendo a W. Benjamin: ante la imposibilidad de gozar de la autoalienación como el resto, yo quiero el goce solitario de la autoexclusión. La cuarentena es mi isla virgen en el Océano Índico.

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