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Por Karl von Münchhausen | Ilustración: Von Brandis
Ella estaba caliente. O ni siquiera. Digamos que su cuerpo necesitaba acabar o, cuando menos, volver a estar calmo. Yo necesitaba lo mismo, por eso es que le pregunté si quería que le llevara porno para ver. La propuesta no era tan estúpida como suena, volvamos al enunciado: «porno para ver». Si se tiene en cuenta que no existía el mínimo indicio de deseo de ella hacia mí, entonces ver porno -un acto pasivo, de contemplación vacía- no implicaba ningún compromiso para con la otra persona. Una estrategia simple: consumir porno estando caliente y sin desear a nadie en particular para que así, en una de ésas, el video pueda servir de punto de encuentro entre las calenturas.
Aceptó, así que cargué un pendrive. Intenté diversificar los rubros porque no conocerla complicaba la selección de material. Sadomasoquismo, chicas lindas y dildos grandes, un poco de hentai. Mi intuición apuntaba a que debía haber algo sórdido que le interesara. Pero cuando tuve que poner la hipótesis a prueba, resultó todo bastante decepcionante. Resumo: fui hasta su casa y empezamos a ver distintos videos con la laptop en su cuarto pero nada la motivaba; y, para peor, cada video me excitaba más. Nada frustra tanto como la calentura creciendo sólo en una de las dos partes, así que intenté no perder las riendas del asunto. Pensé qué más hacer y, antes de que aparezca una respuesta, fue ella la que me guió. Descarté el porno como recurso cuando me dijo que hacía seis meses que no acababa. Al parecer ninguno conseguía hacerlo, así que la carta difícil, pero carta al fin, era justamente esa: proponerme como facilitador del orgasmo. Mejor dicho, proponer mi cuerpo para tal fin, porque ni siquiera sabíamos lo suficiente del otro como para considerarnos personas ni teníamos interés en que así sea.
Le pareció bien y, sin decir nada más, acostados en su cama, metí una mano dentro de su calza para llegar a su culo. Ella me miró con una indiferencia arrolladora, igual que hizo minutos antes con los videos, pero no me desanimé. Le bajé por completo la calza y me incorporé para tener mejor panorama de su cuerpo. Me resultó hermosa y eso me motivó. Después de un rato metiendo mano, decidí que tanto ella como yo, o -mejor dicho- tanto su culo como mi palma, necesitaban subir la intensidad. Así que la puse boca abajo y empecé a nalguearla, intercalando roce de mis dedos en su entrepierna entre cada golpe. Gemía con los ojos cerrados. Cuando empezó a quedar marcada en rojo, por fin deslicé los dedos dentro de su bombacha. Los golpes habían surtido efecto, estaba húmeda. La di vuelta, moví mi codo de apoyo hacia la almohada para estar más cómodo y empecé a masturbarla. Las caras quedaron cerca. Ojos mirando ojos sin poder ver más allá. Marionetas conducidas por hilos primarios, una sobre la otra, figuras humanas sin otra humanidad que las formas intentando dar curso a la intensidad que brotaba.
Me concentré en seguir pajeándola y entonces puse atención a mi mano moviéndose sobre ella. Sus pliegues cedían a mis dedos y me pidió que metiera más. Miré de nuevo, en detalle, todo su cuerpo; desde sus pies, pasando por sus rodillas, su cintura, sus tetas, hasta encontrarme de nuevo con sus pupilas. Esta vez hallé una diferencia. Algo había cambiado cuando se llevó un puño a la altura del mentón. Su boca quedó oculta y su mirada se mostró huidiza. ¿Tenía miedo? Se había convertido en alguien, más específicamente en una chica que denotaba fragilidad. De la indiferencia a la delicadeza, la calentura iba marcando un rumbo.
Se me hizo evidente que notarla frágil no era algo para remarcar, así que no dije nada y me limité a seguir trabajándola, ahora con más atención al movimiento de mis falanges distales y medias, curvando los dedos para rozar fuerte el punto G. Ella reaccionó y se prendió de mi omóplato más cercano, con lo cual yo seguía moviendo mi brazo pero ahora con ella colgada. Me acariciaba desde el hombro hasta el antebrazo. Bueno, no me acariciaba a mí, acariciaba toda la extensión de mi brazo derecho, apretando y buscando sentir los músculos; yo no era yo sino los miembros constituyentes de mi cuerpo. Y cuando subí aún más la velocidad y fuerza del movimiento de mi mano, no fue a mí a quien arañó, sino que sus uñas se hundieron en la superficie de mi espalda. Me dolió pero no se lo informé, sólo seguí sumando velocidad y fuerza hasta entender que su cuerpo por fin quebraría la resistencia. Entonces mantuve el ritmo constante y llegó así, descargando sobre mi piel la tensión, contorsionándose y con un grito que quiso sofocar. Después me sonrió casi confundida, con sorpresa, y por un instante sentí que éramos personas.
En agradecimiento empezó a manosear mi bragueta, me sacó el pantalón y me chupó fuerte, con succión, escupiendo el tronco de la pija, con una destreza que no le había imaginado. Era una muñeca feladora perfecta y yo simplemente me concentré en las sensaciones corporales sin pensar en nada más que sus labios y su lengua sobre mi verga. Me hizo acabar dos veces así, con diferencia de pocos minutos, trabajándome con una fuerza y sordidez maquinal. Nos vestimos con algo de pudor, como si por fin lo que teníamos enfrente pasara a considerarse un ser humano. Después me despidió con una nueva sonrisa, sin mencionar la posibilidad de conocernos mejor o, al menos, de volver a juntar nuestros cuerpos.
Etiquetas: Autoporno, ficción, Karl von Münchhausen