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Por Enrique Balbo | Portada: Matthias Mettenbörger
Perdóname, Señor; ¡qué poco he muerto!
César Vallejo
Tengo muchas preguntas y el suelo de la cocina está frío; mi vida no ha sido otro gesto que acostarme y levantarme, aunque es verdad que entre estos dos actos he hecho algunas cosas, todas sin importancia: he comprado discos de Tony Bennet y varias onzas de chocolate con almendras; he acariciado la espalda suave de alguna muchacha; he ejecutado trabajos inútiles para poder pagar las cuentas; he viajado, una vez, al Uruguay y a Neuquén; he tenido gatos, muchos. Ahora que estoy muerto y yazgo en el suelo helado de la cocina, mientras mi cuerpo se hincha y se pudre, compruebo que sigo teniendo las mismas preguntas que cuando vivía. El médico me había avisado, tus pulmones no están nada bien…, el hígado se ha convertido en una pasa arrugada y grasa…, tus arterias están tapadas…, el corazón tiene serias dificultades…, o cambias de hábitos o… Pero me mató la carretera. Vi aquel coche que se me venía encima y hasta vi la cara del conductor antes del impacto. Hay que decir que aquel hombre no estaba al volante, ya estaba ido cuando me golpeó de frente y con violencia. Pero no tengo nada contra él, los muertos no tenemos los sentimientos de los vivos, y menos aún rencores. Aquí, de este lado, todo se acepta del mismo modo que sé que el suelo de la cocina está helado pero no tengo frío, sólo el recuerdo de esa sensación.
En esta cocina familiar se empezó a moldear mi vida, entre estos fogones y las risas de un batallón de mujeres. Había una cocina de gas envasado, otra de leña y una chimenea en un rincón, enorme, soberbia, que ardía hasta en verano. De lunes a viernes se comía puchero y la razón era de una practicidad aplastante: todos los adultos marchaban a trabajar al alba y volvían a mediodía. El puchero se cocía lentamente en una perola casi militar y yo era el encargado del noble acto de desespumar, esa acción controlada que iba a acompañarme durante toda la vida. Me iba a la cama por las noches con la espumadera como estandarte; en la mesilla de noche tenía un montón de libros que mis tías cambiaban cada semana, entre ellos El Conde de Montecristo que nunca conseguía terminar y La Isla del Tesoro que había leído varias veces; también tenía, escondido en un cajón, bajo un ajado cuaderno Rivadavia forrado en papel araña, una tableta de chocolate Águila que mis hermanos mayores robaban para después reponer con indulgencia. Por la mañana sonaba un escandaloso despertador de campana y acudía a la cocina a desespumar el puchero. Mi madre me había hecho construir un banco de madera para que llegara a la altura de la olla sin riesgo de quemaduras. Con el tiempo, cuando mis padres consiguieron una solvencia económica, contrataron una muchacha que se llamaba María y que ayudaba en los trabajos de la casa pero no sabía cocinar. Mi madre le enseñó a hacer puchero y yo seguí desespumando pero esta vez bajo la tutela de María. Los fines de semana, cuando el puchero desaparecía y yo me sentía a la deriva, la cocina se llenaba de mujeres. Todas gordas, hermosas, sexuales, ágiles, llenaban el espacio y se movían como ranas en un estanque. Una de mis tías conseguía agacharse para abrir una parrilla debajo del horno sin flexionar las rodillas. Tenía un culo tan profundamente sensual, insinuado por la delgada tela de una falda estampada, que podía entrar en él de cabeza. Y durante la siesta, mientras dejaba derretir un trozo de chocolate en mi boca, entraba.
Con los años me fui porque me casé y me casé bien. Mi mujer era extranjera y sumó a nuestro matrimonio una exquisita experiencia entre los fogones. Y lo que mejor hacía eran los pucheros. A veces tenía que desespumar a escondidas, porque no me permitía colarme entre las cacerolas. Ella se fue antes que yo. Nunca se quejó. Nunca preguntó nada.
Ahora, que sé que el suelo de la cocina está helado y que esta casa ya no volverá a ser la de antes porque estoy muerto, veo que tengo recuerdos y las mismas preguntas. Porque, ¿qué pierna le faltaría al capitán Ahab, la derecha o la izquierda?; ¿qué aspecto tendría Beatriz Viterbo y cuáles eran los rasgos de su cara?; ¿con qué sonido golpeaba el mar las rocas de la isla de If y cómo serían las voces de Edmond Dantés y del abate Faria?; ¿cuán espeso era el calor de Yoknapatawpha County?
Debo irme, la casa está en venta. He visto ya a dos posibles compradores, uno usurero y el otro prestamista. Tienen los dientes blancos, irreales, filosos, acostumbrados a desgarrar carne. No son dientes de puchero, donde la carne en la boca se desliza como la arena entre los dedos que no se puede retener. Pero, como dije antes, los muertos no tenemos los sentimientos de los vivos; sólo podemos recordar y formular preguntas. Siempre las mismas.