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Por @horaciogris | Ilustración: Von Brandis
De un día para el otro, sin aviso, mayo cortó el calor que todavía perduraba en abril como un golpe seco de hacha de cocina sobre la carne. La crudeza del frío me tomó por sorpresa y me entraba por la garganta al respirar, alentado por las inhalaciones profundas que yo realizaba intentando no perder el control, en una de esas mañanas donde no consigo disimular la excitación que se nota incluso si estoy sentado leyendo frente a la computadora y donde me delatan las musitaciones, los quejidos e insultos por lo bajo que voy dejando sin darme cuenta, como microdescargas que por supuesto no consiguen aliviar el malestar que sólo se calmaría al vaciarme por completo.
Pensaba mucho en ella. Por momentos los pensamientos se condensaban en un vapor gris que se posaba en mi campo visual, una interferencia que no me permitía entender del todo a mi entorno, dejándome aislado y rebozando de calentura, al punto de no querer moverme para no producir ningún roce involuntario del pantalón o silla con mi verga y que así se sumara un nuevo dolor excitatorio. Necesitar tanto acabar te aísla, porque te convertís en un cuerpo que simula trabajar, charlar o lo que sea pero que en verdad se va hundiendo en un pozo de brea en la más absoluta soledad. Te vas ahogando en silencio sin que nadie entienda bien qué pasa, sin que sea posible recibir ayuda, sin mostrar o confesar lo que realmente sos: un ente que necesita vaciarse, un muerto de cuerpo afiebrado que precisa expulsar su veneno para poder volver a vivir y así conectar con el resto de lo que exista por fuera de la necesidad inmediata.
Yo seguía scrolleando frente a la computadora mientras mis compañeros charlaban y cuando me dirigían la palabra yo respondía “ajá” sin en verdad escuchar. Hasta que, cerca del mediodía, un mensaje entrante me hizo volver. Agarré el celular. Era ella, me escribía. Nunca se ponía en contacto con un “¿cómo estás?”. No, lo hacía con su estilo atolondrado: “me despert recien estoy empapadda necesito q me cojan”, porque siempre trasnochaba e imponía su ritmo a todos, siempre alzada y con ganas de coger con quien se le cruzara. Si a mí la calentura me atacaba en cuanto abría los ojos, la suya la perseguía mientras dormía.Yo no era especial para ella y ella no me importaba tanto, pero nos ubicamos mutuamente en el lugar de facilitadores del placer más urgente. Nuestro pacto era contactarnos sin dudar en caso de necesitar ese tipo de descarga en bruto, sin besos ni caricias, una erótica que escasea en una época donde todos dicen buscar intensidad pero después nadie se la banca.
Leerla me hizo sufrir más. La imaginé en su cama, bajo el ventanal inmenso que le hace caer el cielo encima de la piel mientras reposa sobre una sábana blanca gastada. Esa imagen la había visto varias veces: ella completamente empapada recibiendo nubes, sol, estrellas, granizo y lluvia, nutriéndose de todo y ofreciendo su desnudez para iniciar un ritual antiguo. Y en esos ritos intensos yo era mero asistente para que ella pueda ascender y estar en contacto con los astros. Su oscuridad era un cosmos de sexualidad infinito al que nadie podía siquiera aspirar a entender pero que me capturaba en trance en ese último piso del edificio (el trece), y yo no podía más que mirarla acabar sintiéndome privilegiado aunque sabiendo que entre ella y yo existía una distancia insalvable. En cualquier caso, yo acepté mi papel de auxiliar desde un primer momento y por eso es que podía disfrutar del proceso, de verla subir y perderse, verla desaparecer tras el orgasmo y yo, entre tanto, aprovechar su impulso para aunque sea intentar dejar de existir, también, en esos viajes astrales. Después de acabar se quedaba muda, con la mirada perdida o los ojos cerrados, casi sin respirar, medio dormida o muerta, en silencio hasta que un espasmo súbito la hacía volver. Se ponía los anteojos y entonces se vestía -o se ponía sólo un saco, campera o cualquier abrigo largo- y me bajaba a abrir casi sin mirarnos.
Su mensaje llegaba en mi momento de mayor debilidad. Respiré profundo y volví a sentir el frío entrando, chocando con mi interior cada vez más caliente a medida que la imaginaba moviéndose en su catre pagano, empapada. Le contesté que viniera a buscarme, que yo necesitaba con urgencia acabar. Me puse a ver qué elemento de la oficina podía servir para ayudarla a elevarse cuando nos viéramos y lo guardé en mi portafolio.
Menos de una hora más tarde, avisó que estaba en la esquina. Me disculpé con mis compañeros diciendo que sentía náuseas y mareos, algo que de cierta forma era cierto, pero omitiendo el dato de que el malestar era producto de la brutal calentura, y salí.
La vi desde lejos. Ella esperaba muy quieta, con una campera que le quedaba gigante y un gorro de invierno que la hacía todavía más petisa. Parada, a la distancia, parecía disfrazada. Los peatones que caminaban frente a ella y los autos que circulaban por la avenida lo hacían sin siquiera mirarla, nunca imaginando que debajo de la ropa ella pudiese manejar tal nivel de intensidad. Cuando me vio caminando por enfrente, esperó a que la alcanzara y simplemente empezó a seguir mis pasos, sabiendo que para nuestro credo no hace falta hablar ni ningún preámbulo. Media cuadra después me detuve en la puerta vidriada del único hotel de la zona y, cuando me alcanzó, subimos las escaleras.
Nos sacamos los abrigos con la mecanicidad de siempre y los dejamos sobre una mesa de pared. Ella me miró y, sin decir nada, se subió a la cama con lentitud pero con gracia felina. Esa tranquilidad, en ella, no significaba que no estuviese apurada sino que pensaba en qué posición ponerse. Gateó sobre el colchón hasta la mesa de luz para dejar los anteojos. Mi única indicación la hice en ese momento:
— Así está bien.
Ella estaba en cuatro y se inclinó hacia adelante, apoyando la cabeza y dejando los brazos al costado. Yo le desabroché como pude el jean y se lo bajé hasta las rodillas junto con su bombacha. Empezó a tocarse en el acto, sin esperarme, y yo aproveché para abrir el maletín y sacar el fibrón que había agarrado de la oficina. Lo metí dentro de un preservativo y me acerqué. Ella emitía gemidos extraños, parecía amordazada, porque tenía la cara sobre el colchón. Su peso quedaba aguantado por las rodillas -distantes en sus piernas abiertas- y su frente, y esos tres puntos de apoyo me parecieron adecuados para montar el inicio de la elevación.
La empecé a nalguear mientras ella se frotaba con tanta fuerza y velocidad que parecía que necesitara arrancarse el clítoris: a ella también su cuerpo la enfermaba al punto de desesperarse. Después de un rato, cuando ya estaba bastante colorada, le escupí el culo y con un dedo primero y la punta del fibrón después, empecé a trabajarla. Ella entonces disminuyó el ritmo con que se tocaba para acompasarse a mi tacto. Lo fui metiendo cada vez más profundo y ella cambió gemidos por gritos.
La humedad bajando por sus muslos me tentó y entonces hundí mi cabeza entre el ángulo de las piernas y empecé a chuparla sin detener la paja anal. Estuve un rato así. Sólo hice una pausa para desabrochar mi pantalón y, con la mano libre, pajearme mientras seguía con el ritual. Ella gritaba de un modo que, con cualquier otra, hubiese entendido que debía detenerme, pero que en su caso significaba lo opuesto. Me corrió la cara de un manotazo para volver a tocarse fuerte y rápido, y yo aumenté la velocidad con que le metía y sacaba el dildo casero. Sin mi cara entre sus piernas, me concentré en mí: tenía la pija latiendo, hinchada, más por escucharla gritar que por pajearme.
De repente, en vez de frotarse como venía haciéndolo, dejó la mano quieta y se metió todos los dedos que pudo de golpe, y emitió un grito que podía ser un llanto, un sonido que era la manifestación de lo más sagrado para nosotros. Así acababa. Entonces me acomodé cerca de su cara apurando mi paja. Ella con los ojos cerrados entendió el movimiento sobre el colchón y abrió la boca. Me vacié entre sus labios, pómulos y su cuello. Ella todavía con la cara sobre la almohada recibía todo lo que fui dándole, mientras yo sentía que le dejaba litros y litros a modo de ofrenda.
Quedamos acostados, uno al lado del otro. Yo la miraba, yo estaba ahí. Pero ella no, sus ojos se centraban en un punto más allá del techo, estaba arriba, ascendiendo. Cuando volvió después de un rato, de algún modo entendió que yo todavía me encontraba en la tierra. Era obvio que se había ido sin mí. Mi ascenso había sido breve y por eso quiso ayudarme. Se limpió la cara con la sábana y entonces con una sonrisa dulce, que veía en ella por primera vez, se acercó y empezó a chuparme la pija con una fuerza que me hacía doler y que a la vez no me permitía pedirle que se detuviera. Entendí que parte del proceso era ese: el cuerpo yendo por un lado y la voluntad y uno mismo por el otro. Mi cuerpo volviendo a ponerse duro por el dolor y el placer a minutos de haber acabado, y yo queriendo que se detuviera por no poder tolerar la sensación. Sin emitir palabra, fui dejando de luchar, el dolor fue abriéndome al trance al que ella me estaba conduciendo, empezando por el glande y siguiendo por el resto de mí. Por fin grité todo lo que esa sensación me pedía y acabé cerrando los ojos con fuerza, impulsado por el amalgama de dolor y placer. Gritaba y acababa mientras sentía que todo se apagaba.
Después no hubo más. Cuando volví en mí, no había interferencias con el entorno, no había vapor gris. Podía otra vez volver a la realidad y a intentar ser parte de ella. Cuando abrí los ojos, todo lo oscuro se fue poniendo claro. No había pensamientos. Contemplaba los objetos del mundo con una nitidez hiperlúcida que no tenía ningún amarre de sentido: sólo eran colores y formas, colores y formas que yo no podía nombrar. Me encontraba en un mundo diferente, sin palabras. No había malestar. Sólo sentía paz: la mismísima nada, ese vacío que elude cualquier intento de nombrarlo. Cuando volví en mí estaba a seis cuadras de mi casa, sin tener registro de cómo salí del hotel ni qué hora era ni qué pasó en el medio. Ese día había dejado de acompañarla como asistente para empezar a ser parte. Había ascendido yo también.
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