Blog

Por @horaciogris | Ilustración: Von Brandis
“Te quería pedir un favor: hay una amiga que está pasando un momento de crisis en su matrimonio y necesita probar algo nuevo, algo que la saque del tedio. Vos sos eso. Ella es linda, sé que te gustaría. Sin compromiso, podés decirme que no. Si querés te cuento más, te paso foto y le hablo de vos.”
Su mail fue un dardo que me inyectó adrenalina y no tuve dudas. Pero aún así no me decidía a interpretar el tono: Podía leerse como un elogio pero también como un pedido de favor (que quizás camuflaba una orden) y, a su vez, en el fondo a lo mejor se vislumbraba un tinte de desprecio. Porque sin dudas ella más que nadie conocía mi parte oscura, esa que nunca sé manejar del todo y me domina, entonces su propuesta no sería más que un resto que la dueña tiraba a su perro -que se lanzaría sobre él sin pensarlo- sólo para escucharlo masticar. Eso no era nada raro, convengamos que todo afecto por alguien o algo simil mascota, para quien la voluntad del amo es necesaria para su propia existencia, también lleva su cuota de repulsa latente. De cierta manera ella me había abierto la puerta hacia mi naturaleza. Me había sacado la correa para que me vuelva cimarrón y mueva la cola antes de atosigarme con carne cruda sin que se requiera de nombres, de palabras ni de excusas que habiliten el desvestirse. Fue ella la que rompió mi bozal para descubrirme con un hambre que no se saciaba ante nada, así que a través de los años -desde que me volví quien soy gracias a ella-, Nadia se divertía haciéndome distintas propuestas que yo, de un modo u otro, siempre aceptaba, ¿porque qué era yo si no un invento de ella?
Le pedí que me cuente más, aunque mi mayor preocupación era confirmar que su amiga fuese en verdad una mujer decidida, que yo no tuviera que elaborar demasiado el interés de su parte salvo aquel estrictamente necesario. Al final del día ella me enviaba el contacto, una dirección de correo que, por la combinación de nombre, apellido y números -trillada en tanto secuencia y por la elección de nombres- no podía ser más que una cuenta pirata.
Redacté el mail presentándome como “el amigo de Nadia” y le pedí que me cuente un poco qué le gustaba y qué buscaba. La respuesta llegó pronto, escrita con un pragmatismo que encendió mi alarma, no por la crudeza sino porque ella se atenía a mis preguntas como si se tratara de responder a un oficio y, en todo caso, sólo se permitía volcar esas mismas preguntas en mí, en un intercambio que no conseguiría hacer germinar el deseo. Supuse que no tenía experiencia en conseguir lo que buscaba o, al menos, estaba olvidada de cómo hacerlo. Hice de cuenta que no percibía ese óxido en el diálogo e intenté redoblar la apuesta, contándole qué quería yo con ella, qué deseos me despertaba lo que contaba y -simulando un poco, lo admito- que leerla me excitaba. Lo que dije funcionó porque empezó a soltarse más en cada respuesta, aunque señalaba el terror de que su marido la descubriera. De hecho puede que ese mismo miedo la impulsara en una especie de huida hacia adelante, porque el intercambio se aceleró tanto que cuando le pedí de verla esa semana, retrucó con un “necesito que nos veamos mañana mismo”.
Cuando le pregunté cómo quería hacer, me confesó con algo de vergüenza que no tenía idea porque aunque le sobraban ganas no tenía tiempo. Imposible un turno de telo, imposible tarde o noche; en definitiva, imposible todo lo que fuera sacarla de la rutina. Las perspectivas románticas en películas siempre abogan por patear el tablero, escena de la pareja escapando en moto o, al menos, abrazos furtivos que juntan coraje con la esperanza de abandonar el escondite y salir a la superficie victoriosos: ¡la victoria del amor! Pero en la vida real la comodidad y la conveniencia resultan una dupla casi imbatible, hecho que para algunos sólo puede leerse como cobardía pero que se explica cuando la necesidad de carne es capaz de desgarrar todo lo que queda por fuera de la intimidad de la cama, todo lo que si bien puede generar tedio también da una inmensa paz. Y, con una mano en el corazón, ¿quién puede asegurar que la paz no es una forma de felicidad que no somos capaces de apreciar porque sólo valoramos lo frenético y lo desmesurado? No estoy tomando una posición al respecto, sólo señalo que ella necesitaba una tregua en su matrimonio, un aliado transitorio que alivie un poco la carga del aburrimiento y que le permita seguir disfrutando de su familia.
Así que la mejor opción era filtrarme en su rutina para que no se desacomode ningún elemento y simplemente ella pudiera descomprimir el peso de las obligaciones para entonces continuar como si nada.
“Puedo ir a tu estudio, ser un cliente más. Coger ahí mismo. O decime vos”, le ofrecí. Pero prefirió que usáramos un terreno neutral, así que opté por combinar una tarea pendiente con las ganas de verla: “tengo que pasar a buscar unos libros que reservé. La librería queda en el shopping Abasto, así que podemos usar mi auto en el estacionamiento”. Me confirmó que sí, tenía un trámite que hacer ahí cerca. Me dio su teléfono, rogándome que sólo la llamara a partir de las 10:30 am porque recién en ese horario estaría sola.
Al día siguiente, después de dejar los libros en el baúl, volví a subir al shopping y la esperé en el patio de comidas, cerca de una escalera. Si bien estaba ansioso por no saber cómo seguiría el asunto, me estresaba más su falta de experiencia. ¿Se animaría?, ¿y si la pasaba mal? De cierta forma yo conducía el encuentro y había sido propuesto por Nadia para que la amiga en problemas se descanse en mí. Todo aquello era parte del laboratorio sexual de Nadia, de las ramificaciones que su disfrute tomaba a partir de mí y la otra, y de la retorcida propuesta que ambos habíamos aceptado. Y si Nadia me creía a mí calificado para sacar a su amiga del ahogo diario, mi capacidad era secundaria por mi categoría de discípulo. Así que de forma indirecta aquello era una manera de validar su título de gran maestra.
Mientras pensaba en mi lugar dentro de la maquinaria libidinal de Nadia, la amiga casada apareció. Con cara de espanto, el celular en una mano y una carpeta gigante en la otra. Sólo le faltaba temblar. La saludé con un beso en la mejilla y le pregunté si todo estaba bien. Resopló como si le exigiera muchísimo contestarme pero finalmente dijo “¿vamos?”.
Bajamos por el ascensor los dos solos. Ella miraba el piso como en penitencia, sosteniendo la carpeta gigante. Me acerqué, poniéndome enfrente, mientras la rodee con los brazos agarrándole el culo por encima del jean negro. Le repetí “tranquila, tranquila” como un mantra, palabras que quizás también pronunciaba para mí porque empezaba a marearme de calentura ante la incertidumbre.
El auto estaba al fondo, lugar estratégico elegido por la distancia del ascensor y del movimiento de gente. Aún así, quizás por el horario cercano al almuerzo, noté muchas personas entrando y saliendo. El de seguridad inclinó la cabeza saludando cuando pasamos a su lado y seguimos derecho hasta el punto opuesto del estacionamiento. Abrí las puertas y le indiqué sentarnos en el asiento de atrás. Ella dejó la carpeta en el piso y, como si no supiera qué hacer con las manos, las metió entre sus muslos, mientras presionaba y aflojaba los músculos de las piernas en un movimiento de aleteo. No hacía falta decirle que coger iba a ser imposible en ese contexto pero tampoco era necesario aclararle que de alguna manera nos arreglaríamos.
Sin mediar palabra acerqué mis manos a las suyas y se las corrí para que las mías pudieran ocupar ese espacio sobre su cuerpo. Respiró con esfuerzo. Mi acercamiento la tensó pero en seguida tanteó mi pantalón para desabrochar cinturón y botones del cierre. Ella podía no tener experiencia en situaciones de ese tipo pero la urgencia le dictaba qué hacer y por más asustada que estuviera, estaba claro que no era pendeja sino una mujer muy consciente de su necesidad de adrenalina. Se arrojaba a lo desconocido, era valiente. Adelantándose, empezó a pajearme mientras yo controlaba que nadie se acercara. Poco después no tuve que dar ninguna indicación, se agachó y me la empezó a chupar con fuerza mientras su respiración seguía sonando pesada y cada vez más agitada. En un momento me pareció que la ronda del de seguridad lo iba a acercar al auto, así que la hice detenerse y levanté la carpeta para tapar mi pubis, pero fue una falsa alarma porque en seguida el tipo volvió hacia el lado contrario a donde estábamos.
Aproveché la interrupción para volver a tomar las riendas, entonces abrí su jean y se lo bajé un poco para mayor comodidad. La miré a los ojos y, sin hablar, metí primero el dedo medio y después el índice dentro de su bombacha. Estaba empapada y sus pliegues no tenían resistencia. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el respaldo. Gemía. Sin que pasara un minuto y medio, súbitamente se incorporó acercando su frente a la mía y, tomándome de la nuca, suspiró de forma agónica, acabando.
Se disculpó por acabar tan pronto, lo cual me resultó cómico por ser esa una típica disculpa masculina. Prefirió que dejara de tocarla y se dedicó a pajearme y chupar hasta que por fin acabé, aunque sin relajarme del todo, estando alerta y vigilando que no nos descubrieran, sintiendo una mirada constante aunque no hubiera personas cerca. Después me agradeció -dijo “gracias”, así, a secas-, se despidió y bajó del auto. Nadia sin dudas estaría contenta por ese encuentro. Su amiga supongo que también, pero nunca más volví a saber de ella. Yo no sé, tiendo a pensar que también la pasé bien pero no estoy seguro de que ese sentir sea ciento por ciento mío.
Etiquetas: @horaciogris, Autoporno, Von Brandis