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Por Pablo Manzano
Las fiestas de cumpleaños empezaron a caer en la degeneración, cada vez se follaba menos, cada vez se consumía menos ácido y más cocaína (en vena, nada de rayas). No estábamos en los sesenta, sin duda, el seis se había dado la vuelta, no hagamos el amor sino la guerra, bastaba mirar al alrededor y recrearse en aquellas orgías para comprender que el desahogo venéreo ya no satisfacía, como si los masculinos hubiesen asistido a la contemplación de un coito con mirada marciana y visto lo que realmente era: un acto mecánico, absurdo, tedioso. ¿Podía imponerse esta perspectiva hasta el extremo de que el sexo sin violencia supiera a poco? Recuerdo aquella chica pelirroja que no encontró mejor manera de calmar su inyectada ansiedad que cerrarme el paso y arrodillarse expeditiva frente a mí (¡Feliz cumpleaños!), recuerdo que me estaba complaciendo con dedicación, y recuerdo un mazazo de nudillos en la sien, un puntapié en mi estómago mientras yacía en el suelo, los gritos de Patricio que intervenía en mi defensa, botellas rotas y otro vozarrón que prometía darme muerte. Aquel fue el primer episodio de la fase degenerativa, lo que alteró la modalidad de nuestras fiestas de cumpleaños. En un ambiente en el que todas las presentes se abrían de piernas sin chistar no había lugar para una violación, y eso parecía decepcionar a algunos, quizá por eso en otro cumpleaños el vecino de la casa de al lado, a quien nadie había invitado pero que entraba cuando le daba la gana, acabó con un puntazo por haber arrancado un pezón con los dientes. Esa misma noche, si la memoria no me engaña, alguien sacó un treinta y ocho (después nos dijeron que era el dealer del barrio) y disparó al techo bajando todas las erecciones de un solo tiro. Hubo una fiesta en que le prendieron fuego a la mesa del salón y un tipo de ciento cuarenta kilos al que llamaban Jamaica saltó a la calle desde la terraza y se rompió una pierna y nos amenazó con demandarnos porque no teníamos salida de emergencia (a eso se dedicaba Jamaica, a demandar).
Para evitar estos desmanes, en el último cumpleaños que celebramos juntos (cumplíamos veintiséis), hicimos un cuidadoso filtro, pero en aquella ocasión, quién iba a decirlo, todo discurría tan tranquila y apáticamente que volví a aburrirme como un pescador, entre frotes, mugidos, gritos y sudores. Acababa de masturbarme sin dejar que me tocaran, ya no me apetecía otra cosa, no quería tomar fármacos como los demás, sufridos aspirantes a pasarse la noche entera embistiendo sacrificadamente, reprimiendo toda expresión de gozo reservada solo a las hembras, masculinos recios y viriles, follando como currantes, no tenía ganas ni de observarlos, ni a ellos ni a ellas, ni a ellas con ellas, me aburrían tanto las tijeras como el golpeteo púbico a ritmo de aplauso, las acrobacias como la torpeza gimnástica, o incluso la visión de Patricio el erotómano con su cabeza sumergida entre los muslos de una rubia no tan rubia. Tan aburrido estaba que subí la música y llamé a la comisaría más cercana, me quejé de que en mi calle había una fiesta con música a todo volumen y gritos obscenos, ¿qué hacés, enfermo?, me preguntó Patricio (estaba parado detrás de mí, lo había oído todo), ¿te volviste loco? Después de que vino la Federal y todos se vistieron y se fueron y mi amigo y yo nos quedamos solos, le dije: hoy se portaron bien, hoy no quemaron nada, no voy a poder dormir, agarré un escobillón y empecé a romper los vidrios de la casa de mi abuela, en cuyo interior abundaban ventanas y puertas altas con cristales, Patricio me miraba sin comprender pero con una sonrisa que le deformaba la cara, y enseguida me pidió permiso, puesto que era mi casa (eso dijo), para participar, ¿necesitás una mano, Facundo? Estallamos en otra de las tantas risas idiotas que marcaron aquella etapa de amistad, las carcajadas se incrementaban con cada cristal destrozado, y sin poder ahogarlas tiramos los escobillones y nos dejamos caer sobre los resortes de un sofá moribundo (¡Feliz cumpleaños!, me dijo Patricio), y nos besamos con lengua y baba. Aquel fue nuestro último beso, si mal no recuerdo.

«Transatlántico» (Zeta Centuria Ediciones) de Pablo Manzano
* Fragmento del segundo capítulo («Revelación») de la nueva novela de Pablo Manzano: «Transatlántico» (Zeta Centuria Ediciones). La presentación es mañana sábado 10 de julio a las 18 horas por acá, y la preventa es acá.
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