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Por @horaciogris | Ilustración: Von Brandis
Salí del ascensor y ella me esperaba en la otra punta, fumando sobre la ventana y mirando la calle, al fondo del pasillo. Incluso de lejos se delataba sofisticada, altiva y con algo de fastidio: ya muy cansada de conseguir siempre lo que quería. Impávida ante mi avance, transmitía serenidad, negaba la marea oscura que había generado. Es que me había dicho las cosas más guarras que nadie me hubiese dicho jamás, palabras como hilos de sangre en mar de tiburones, y el peligro de su juego nos descolocaba a ambos: «te la voy a llenar de baba y lágrimas de tanto tragármela», «me tiemblan las piernas por la necesidad de que me cojas», «soy tu muñeca de trapo para empapar de saliva y leche». Frases que en el contexto de nuestros juegos volvían irresistible al encuentro y desdibujaban todo lo demás, volviéndolo un paréntesis, un mientras tanto, un sin sentido en el que nos desenvolvíamos con torpeza al punto de no poder asumir los compromisos diarios y, por ejemplo, confundir fechas y comprar pasajes equivocados que, al borde de la tragedia, ella pudo solucionar con el tiempo justo. Pero por suerte llegó y ahora estaba ahí, quietísima salvo por los movimientos controlados de su mano sobre el cigarrillo, como si su existencia sólo requiriera de ese mínimo peso del tabaco entre sus dedos para equilibrarse a la perfección, como si sólo el azar la hubiese hecho trasladarse ahí y no precisara de mí en absoluto.
Por supuesto que, creyéndome quien no soy, me abalancé sobre ella. La besé, o al menos abrí bien la mandíbula para capturarla, meterla de nuevo en nuestro juego y la levanté en el aire rumbo a la puerta. Algo de mi brutalidad quedó amortiguada por la alfombra que cubría el trayecto, dándole cierta suavidad a mis movimientos que llevaban la desmesura y la certeza, la inclemencia, del ataque depredador. Imaginé al de seguridad viendo la escena a través de la cámara que vigilaba el ascensor y el angosto pasillo, un cine mudo que quizás pudiera de todos modos hacerle entender que era la introducción de una película porno, a lo mejor una parodia de Jaws, hasta que nos perdiera de vista al entrar al departamento.
Segundos después la subiría a una mesa y ella abriría su saco para dejar al descubierto lo único que llevaba: un arnés con tiras de cuero custodiando y segmentando su piel, estaba claro que no tenía miedo a nadar con un traje que incitara a las mordidas. Y ahí ataqué, intentando eludir lo predecible, dándole más de lo que pedía o no dándoselo del todo, escupiendo cuando otro hubiera dado un beso, zurrando la mejilla contraria a la que acercaba para el golpe, haciéndola rogar «por favor metémela» -y disimulando que yo necesitaba eso más que ella-, ahorcándola por miedo a perderla más que por fantasía de dominación.
La palabra precisa nunca se cambia aunque parezca obvia, aunque desde la distancia pueda resultar genérica. Es la fundacional, la de apertura para expresar la emoción. Cuando dice con exactitud lo que se necesita transmitir, tiene que usarse hasta las últimas consecuencias. La palabra debe ser un conducto por el que pasa el sentir, desde adentro de uno hacia afuera y, si realiza bien la tarea, se vuelve entonces la llave que comunica el mundo interior y la realidad, volviendo transitable y recurrente el paso de lado a lado, fundiéndolos en uno, en lo mismo. Un procedimiento que en su reiteración se convierte, sencillamente, en un ritual. Así que si entre todos los términos opté por decirle «hermosa», y si lo hice tantas pero tantas veces, fue porque ya me volvía devoto de un culto que iba descubriendo en cada repetición. Rezaba para creer, y aquella hermosura se erigía sobre su silueta y orgasmos: creía en el amor a medida que me detenía en las distintas paradas que su cuerpo me ofrecía. Vía corpus, desde los tatuajes de sus piernas y brazos hasta los filos de sus clavículas, de sus hombros, de sus costillas; desde los duraznos suaves de sus tetas a la línea alba de su abdomen, bajando hasta sus labios esperando ya húmedos y el lunar que me recibiría en las puertas de su culo. Me detuve todo lo que quise, me dejé llevar por sus caprichos hasta el abismo, mastiqué toda su carne, fuimos todo lo que necesitábamos en un departamento vidriado como pecera pero en nuestra más oscura tempestad, hasta que el último fulgor del sol, con un descaro que sólo buscaba ahogarnos en insignificancia, señaló el cambio de marea.
Al meterme otra vez en el ascensor, mi reflejo evidenciaría lo distinto. Ya vacío, sin fuerzas y sin leche, habiéndole dejado todo lo que yo era capaz de sentir y dar, la cara inerte en el espejo del cubículo era otra. ¿Era mi cara? Ya no tenía los dientes triangulares de tiburón ni rastros de esa ferocidad. Los ojos profundos y fantasmales seguían, quizás más notorios que antes, pero no eran los de un gran blanco sino de una criatura más apática, involucionada, de piel algo traslúcida, un misterio cortaziano que se resolvía fácil: era yo esa especie de larva, era yo ese axólotl.
Me dejó en planta baja, bajó lo más que pudo. Hubiese preferido un submarino para ir al fondo de todo, todo lo posible, hasta la implosión, para no tener que salir nunca a otra superficie. Hubiera querido quedarme en el fondo de mi propia pecera, aislado, esperando y esperando hasta que tal vez, con suerte, ella apareciera de nuevo para alimentarme. Como el mejor ajolote, el de Busqued, mientras su pequeño espacio se ennegrece: «percibiendo el vacío y la lenta levedad del cuerpo, crecientes con el correr de los días».
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