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Por @horaciogris | Ilustración: Von Brandis
Desde la ida en micro a San Miguel de Tucumán, que duró una eternidad en donde discutimos durante horas, supe que en ese viaje al norte iba a ser todo muy difícil. Así empezaron nuestras vacaciones, con el pie izquierdo. Y después de tres o cuatro días sin reconciliarnos, cada estímulo, lugar, persona o situación me malhumoraba. Eso agravado por estar sin acabar; ir acumulando leche te hace sentir ahogo y te lleva a zona de ebullición mucho más fácil. Es que no habíamos tenido tiempo de nada más que recorrer, acampar, dormir sin hablarnos, irnos en la mañana, volver a acampar, caer muertos de cansancio y volver a irnos sin componer la relación después de esa pelea absurda en la ida por motivos que ya ni recuerdo. Y si bien la pelea en sí no tenía sentido y se volvía cada vez más lejana, aún de ese modo era amenaza latente, porque hay discusiones que si no las solucionás en ese mismo momento van infectando sin que te des cuenta y de repente se vuelve todo una guerra de silencios donde no te animás a pronunciar palabra para que no estalle el veneno que te venís guardando y que, de todos modos, va a terminar haciendo volar todo por los aires.
Al séptimo u octavo día íbamos en un viaje corto, de Tafí a Amaicha, y el sol en el micro me quemaba pero el verdadero ardor lo iba sintiendo dentro por estar una semana sin acabar. Las piedras del camino hacían vibrar mi asiento y yo sentía que aquello también era un estímulo para mi verga, que se iba despertando a medida que nos sacudíamos. Los músculos tensos, la respiración agitada, la sensación de presión en todo el cuerpo, las ganas infinitas de matar o que me maten; yo no podía creer que ni ella ni nadie del micro se dieran cuenta de lo enfermo que me iba poniendo por estar sin un orgasmo.
Al llegar dejamos las mochilas en el hostel -un alivio esta vez no tener que armar carpa-, y nos fuimos a caminar. El camino era gris y con cuarzo transparente que reflejaba un sol cegador, con bichos de todos los colores imaginables saltándome encima para encender mi ira, o al menos es lo que interpreté, y al poco tiempo quise terminar la caminata. Más tarde cenamos empanadas tucumanas con tinto en un restaurante mientras un francesito con voz de idiota contaba algo en un español imposible a hombres locales que parecían igual de molestos de escucharlo que yo. Terminamos nuestro vino en medio de conversaciones trabadas aunque sin hostilidad visible y nos volvimos caminando por un sendero casi por completo a oscuras; tanto que dudé hasta último momento si estábamos yendo bien, tan oscuro que no parecía probable otro desenlace que el hecho de que te robaran o pasara algo terrible que sólo es factible en la patética mente de los porteños que nos angustiamos ante la falta de lo mismo que odiamos en Buenos Aires: ruido y luces las veinticuatro horas del día, como si ese padecimiento de cierta forma nos garantizara la salvación de la auténtica oscuridad y verdadero silencio que es la muerte. Por supuesto llegamos al hostel sin problemas. Saludamos a la dueña. La señora jugaba al solitario con un mazo de cartas y por un segundo fantasee con que fuese esa vieja la que me hiciera acabar. En definitiva lo que yo sentía era una necesidad física que, como tal, podía utilizar distintos medios para apagar. Pero el malhumor me bloqueaba cualquier arranque.
En nuestra habitación me pareció, quizás por el vino, que ella estaba más dispuesta a firmar la paz, entonces me acerqué y la tomé de la cintura. Ella no reaccionó, lo cual lo consideré un buen indicio porque hubiese esperado que me sacara la mano, pero entonces salió corriendo y se encerró en el baño. Helado ante esa reacción, no supe qué hacer, pero cuando salió dijo que se sentía insolada y que había vomitado.Se acostó y se quedó dormida. Yo miraba el techo, la pija dura como una roca me ardía en su demanda. Me costó horas conciliar el sueño.
Tres días más tarde, supongo que en un descuido que derrumbaba algo de impostura, ella volvió a sonreír en nuestras charlas y por primera vez en dos semanas imaginé una noche de verdad promisoria. Era 24 de diciembre, así que en unos puestos callejeros decidimos comprar recuerdos para familiares y amigos, y yo encontré un ajedrez de españoles versus indios que quise autoregalarme pero cuando quise pagar descubrí que prácticamente no tenía más plata. En los días previos no había derrochado pero también es cierto que di por sentado que el norte iba a ser baratísimo comparado con Capital, y se ve que en ese pensamiento dejé de preocuparme por el efectivo. Mi torpeza me molestó y por dentro me nació una hostilidad que quise dejar caer sobre mí, necesitaba golpearme en el estómago o darme una cachetada, pero enseguida me di cuenta de que no era enojo si no la calentura sin agotar la que me hacía poner tan mal. Las dos formas de estar caliente -enojo o excitación- en un punto se hermanan al ser hijas de una urgencia que sólo se extingue en lo disruptivo, en una explosión que intente barrerlo todo. Respiré profundo y conseguí tranquilizarme. Dejamos lo comprado en nuestra habitación y salimos a ver el cerro de los siete colores. Si bien a esa altura yo necesitaba acabar, morirme o volver a Buenos Aires -lo que ocurriera primero-, fue hermoso verlo en vivo y en directo. Por un instante me hizo olvidar de la leche, de las peleas estúpidas y del calor y los insectos. Recién en ese momento pensé que el viaje valía la pena. Me reencontraba con el deseo que me había llevado allá de descubrir algo distinto al cemento y la neurosis de la ciudad. Y ella también vivía algo distinto, porque mientras le pasaba la cámara para sacar una foto, de algún modo no del todo premeditado, terminó abrazándome.
Volvimos, nos acostamos en la cama y nos pasamos horas recordando escenas de los días previos y de lo difícil que resultaba avanzar cuando suponés que el otro está a la defensiva. Ahora nos reíamos, todo parecía haber pasado años atrás, empezando por los motivos de la pelea. Mientras mirábamos el techo, el ventilador girando, yo la abracé con mi brazo izquierdo y entonces se recostó sobre mi pecho, acompasando la respiración a la mía y fue deslizándose, acariciándome la verga por sobre la tela con su mano derecha, porque si bien era zurda se sentía más cómoda pajeando con la diestra. Desabrochó mi pantalón. Yo deslicé mi mano dentro de su short y me aferré bien a su culo, rodee una de sus nalgas con mis dedos y la apreté todo lo que pude. Más fuerte, más fuerte, para después ir relajando la presión. Ella apenas se quejó del dolor y siguió tocándome, sólo con los dedos, sus yemas en contacto con mi piel. La progresiva dureza de la carne hizo que el glande terminara del todo expuesto, floreciente, pero en vez de buscar luz como un girasol, la cabeza al descubierto se movía sola en su erección, desesperada por llegar al desagote: latía, y en su ritmo contenía todo lo que estuve aguantando. Yo necesitaba suavidad pero sin dejar de lado la descarga de violencia que me venía guardando desde hacía tanto.
Afuera se escuchaba bullicio, guitarra y pirotecnia. Me asomé para ver, en la calle estaban festejando. Volví a acostarme para dejarla hacer y noté mi verga más hinchada que nunca en mi vida. El tamaño del glande me resultaba desconocido para mi anatomía, y por su comisura empezaba a manar transparencia en anuncio de un orgasmo. Le pedí que dejara de acariciarme y que me pajeara con todas sus fuerzas. Nos miramos y yo imaginé que no iba a poder satisfacer mi pedido. Ella sonrió, sacudió su puño cerrado hacia arriba y abajo, chocando contra mi pubis, golpéandome. Preguntó si así estaba bien y yo le contesté que lo hiciera lo más fuerte que pudiera, que no se preocupara por hacerme doler. Puso esmero y estoy seguro de que disfrutó que yo lo padeciera, porque su mano se sacudía con soltura y su gesto relajado era asertivo del movimiento. Después de un rato me atravesó un estremecimiento lacerante. La posibilidad de que me arrancara o partiera no me parecía tan disparatada. Yo sufría. Grité, gruñí. Supongo que aunque no esté en el Génesis, llevo grabado un mandato que dice “acabarás con dolor”. Y sucedió. En una correspondencia que en ambos casos implicaba entregar un presente a otra persona, afuera empezaban a gritaban “¡feliz navidad, feliz navidad!” y ella, asombrada, no paraba de repetir “¡qué cantidad, qué cantidad!”. Le brillaban los ojos, estaba fascinada y hasta contenta ante la forma en que yo iba expulsando esa leche espesa de odio que aguanté semanas. No pude contar cuántos espasmos tuve a medida que acababa. Si al momento de eyacular las contracciones involuntarias de los músculos son tres o cuatro latigazos mientras sale el semen, en este caso fueron no menos de quince. Cada latido de mi pija lo sentí con ardor y mi mano que tomaba su culo apretó con furia, con necesidad de contrarrestar mi propio padecimiento. Ella gritó un poco y yo seguí acabando, acabando, acabando. Recién después de ese momento, al estar por fin vacío, pude empezar de verdad mis vacaciones.
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