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Por @horaciogris | Portada: Von Brandis
«Estoy saliendo para allá». Le mandé el mensaje, atravesé la puerta mirando el reloj en la pared del hall y saludé al de seguridad. Contaba con menos de cuarenta y cinco minutos de tiempo. Empecé a caminar ligero. Daba pasos aturdido por la excitación, por los latidos golpeando en la caja torácica y los oídos tapados por la presión interna en aumento. De verdad estaba yendo. Lo repasaba y no lo podía creer. Otra vez estaba yendo y, para peor, iba sin una confirmación, porque ni siquiera esperé su respuesta para empezar a moverme.
Las veces anteriores me había dejado de garpe. La vez número uno, la esperé en la puerta del telo y nunca apareció. Estuve media hora y ni noticias suyas. La segunda vez no llegó a confirmarme, fue diluyendo el compromiso perdiendo contacto los días previos a vernos. Y la tercera vez desapareció el día en que tenía que confirmar si sí o si no. Así que, de ella, tenía tres antecedentes negativos. Era obvio que me gustaba mucho: nunca habíamos llegado a coger y, aún así, yo accedía por cuarta vez a vernos. Para peor, esta vez yo iba caliente como nunca, lo que podía implicar una frustración mayor que las tres anteriores.
Mientras llegaba al punto de encuentro recordaba cómo se dieron las cosas. Todo había sido muy rápido: Yo estaba en la oficina ya vacía, haciendo tiempo a que llegara el remís que me llevaba al aeropuerto para estar tres días trabajando sin parar en el interior. Me pajeaba frente a la computadora. Cuando la vi conectada, le escribí. Entramos a dialogar, le conté lo que estaba haciendo y ella me preguntó si estaba viendo algo. Le mandé link del video que estaba mirando. Tenía, en ese momento, una hora y veinte para masturbarme tranquilo hasta que llegase mi auto. Por eso es que aguantaba el acabar, retardaba el orgasmo para que sea lo más intenso posible. Ella se tomó su tiempo en contestar y me comentó que el video también le estaba gustando. Era un video crudo, de estilo amateur, una colorada desconocida a la que se cogían por el culo en el suelo. Y algo de la tónica del porno amateur me tomó, porque en ese instante me pareció muy lógico decirle que en vez de eyacular sobre una servilleta prefería encontrarme con ella en cualquier lado y que me haga llegar. Entonces ella me dijo que le parecía bien y lo único que tuve que hacer fue preguntarle dónde estaba. Me dijo una intersección de calles que era a seis cuadras de donde yo estaba. La casa de su mamá era vecina de mi oficina. Sin poder creer del todo mi suerte, le dije dónde encontrarnos.
Llegué al Burger King con la pija hinchada, dolorida de calentura, pero la vibración del celular me hizo olvidar de eso. Era un mensaje suyo. «No te veo». Eso me puso a mil, significaba que estaba ahí cerca, a pocos metros. Cuando la encontré, miré el entorno y el escenario resultó desalentador. Había demasiadas personas. Por el horario, resultaba obvio que los oficinistas terminaban su jornada y caían a merendar, al igual que varios adolescentes con ropa deportiva que seguro salían de gimnasia. Mi plan era que me chupara la pija en un baño del Burger, pero con ese movimiento de gente iba a ser imposible.
Ciego de la calentura, le pedí que me siguiera y empecé a caminar. Caminar, caminar sin saber bien a dónde ir. Flaneur sexual, me dejaba llevar por las impresiones de las calles, buscando un indicio en los portales, el guiño del crepúsculo en los vidrios, la luz de la tarde atenuándose, de naranja a violáceo, dando entrada a mi parte oscura, diciéndome cómo seguir. La calentura me tensaba los músculos, necesitaba apaciguarme de algún modo y entonces la agarré contra la puerta de un edificio. Le apreté fuerte el culo unos segundos por debajo de su calza y le pasé los dedos por su entrepierna. La estaba tocando por primera vez. Ella no hablaba, sólo me dejaba hacer. Cuando un grupo de hombres pasó por donde estábamos, decidí seguir avanzando.
Negocios abiertos, autos pasando. El tiempo corría y no encontrábamos un buen lugar. Me estaba dando por vencido, pero no quería confesárselo todavía. Hasta que una esquina poco iluminada me hizo seguir la dirección de las sombras. Un estacionamiento por algún motivo cerrado, con la cortina baja, permitía que un camión gigantesco pudiera estar ahí parado, tapando la entrada. Era un camión de transporte de materiales, seguro que para el arreglo de baches, que tenía atrás a otro todavía más grande y al final una aplanadora amarilla.
Miré a los costados. El camión del medio quedaba estratégicamente a igual distancia de las dos esquinas. En ambos lados podía verse con facilidad si alguien venía. No circulaban peatones, sólo en la esquina siguiente se veía a un grupo de pibes sentado, tomando una cerveza. El cielo ya estaba casi negro así que lo sentí un buen augurio.
— Entre las ruedas del camión. — le pedí, y ella miró con dudas a la mole de metal que, si bien estaba vacía, daba la sensación de moverse en cualquier momento. Se metió bajo su vientre en el espacio entre una llanta y el remolque. Quedó oculta.
Abrí mi pantalón seguro de que podía acabar sólo al entrar en contacto con el viento cálido que se estaba levantando, con la sensación de que el orgasmo era tan inminente que esa urgencia era de orden miccional antes que sexual. De nuevo miré a los costados y entendí que si me vieran a la distancia, por mi cercanía al vehículo, podía parecer que estaba meando cerca de una rueda, una especie de sustituto por la ausencia de árboles en la zona. Respiré profundo. Ella, en cuclillas, se llevó mi pija a la boca y me miraba por debajo de los fierros. Desde mi perspectiva, su cara se mostraba y escondía tras la protección lateral a medida que se movía hacia adelante y hacia atrás. Fue de verdad poco tiempo, supe que no podía aguantar nada. El orgasmo, denso, desbordó su boca; y el semen, al caer al suelo, por su espesura, hizo un ruido seco. Impactó contra el pavimento y fue un sonido tan nítido que quebró el trance de calentura y me hizo entender que de verdad todo eso estaba sucediendo. Ella escupió el resto de la leche que no llegó a tragar y se chupó los dedos. Besé sus labios y la despedí pensando que, pese a todo, todavía no había cogido con ella. Miré el celular. Me quedaban menos de diez minutos para volver a la oficina antes de que llegara el remís.
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