Blog

Por Karl von Münchhausen | Ilustración: Von Brandis
Lo veníamos hablando desde hacía tiempo y, si bien a ambos nos gustaba la idea, lo cierto era que la concreción presentaba algunas dificultades: ella quería que la lastimara mucho, que no me detuviera por nada. El problema no era tanto externo o de condiciones materiales como interno, porque yo sabía qué quería hacer y -más o menos- con qué, pero no podía asegurar el cómo conseguir eso; porque, en definitiva, es mucho más difícil herir que dejarse lastimar y yo la apreciaba demasiado como para soltarme a eso.
Me decidí y fui hilando fino en mis ideas. Incluso hice consultas a mi contacto del mundo BDSM para hacer una puesta lo más técnica y precisa posible: le di descripciones de su cuerpo para que me aconseje, desde su experiencia, qué aplicar sobre la carne y cómo. También me aseguré de tomar las medidas de una mesa de trabajo (porque toda dedicación sobre el cuerpo lo es) y de conseguir el resto de los materiales.
Llegó el día. Por la mañana cogimos y también dormimos un rato (la primera vez que usábamos la cama para algo que no fuera sexo), así que al anochecer yo tenía una energía que mezclaba la dulzura matutina y la exigencia a la que me había comprometido, quedando en el horizonte de ambas sensaciones su cuerpo dispuesto a lo que fuese. No sabía cómo empezar así que opté por arrancarme la amabilidad de un tirón al decirle «te voy a hacer mierda».
Le ordené que se inclinara sobre la mesa y le coloqué en los ojos una venda. Después acomodé un almohadón entre su pubis y la tabla, tal como me habían recomendado, y amarré con buenos nudos los brazos y las piernas a cada pata de madera. Al ser una mesa cuadrada y de poco diámetro, la altura de ella la obligaba a trazar un arco elevado comenzando por sus pies y piernas, su cintura entonces en lo más alto, quedando en la bajada sus brazos. Su culo se encontraba perfectamente alineado al borde de la tabla y su cabeza colgaba fuera, algo desconectada del resto del cuerpo, obligándola a tensión de alerta a partir del completo estado de indefensión. Ya ahí reconocí en ambos la respiración turbada. Le bajé pantalón y bombacha, empecé zurrarle el culo a mano abierta y se contorsionó algo divertida primero. Pero pronto fui aumentando intensidad y no pudo sofocar los primeros gritos. Improvisé, ahí mismo, una mordaza de tela dentro de su boca porque si no lo siguiente iba a ser imposible.
Puse música flamenca con volumen fuerte. La precisión impiadosa de Paco de Lucía iba a servirme de inspiración para la tarea y también de sordina ante el ruido. Continué con la derecha y la izquierda. Cuando me empezó a doler la palma de tanto golpe, me saqué el cinturón de cuero elegido especialmente por su guarda rombal en relieve y me acerqué a ella. Se lo pasé despacio, acariciando las nalgas para que se familiarizara con la sensación y para que se aferre al último instante de ternura. Después doblé el cinto por la mitad, agarrando cada extremo para tirar con fuerza hacia los lados y que ella escuchara el violento chasquido. Sin que pudiera mirar, el sonido la estremecería el doble. Después empecé a dar golpes suaves, más por mí que por ella: era yo quien necesitaba acostumbrar mano y muñeca al movimiento de látigo que mi fuerza le iba dando; hasta que gané confianza suficiente y le dejé una primera franja marcada que en su impacto le hizo doblar una rodilla hacia adentro en un débil intento de defensa. A partir de ahí me encomendé a la música. Me vi inmune a la culpa por dañarla mientras pudiera ejercer la violencia en ese encuadre musical. Las palmas flamencas me guiarían y yo iba a silenciar mi consciencia bajo las cuerdas laboriosas y las puñaladas del cante jondo.
Los siguientes golpes la hicieron arquearse al punto de levantar un poco la mesa y sus gritos se volvieran casi aullidos secos, amortiguados por la tela sobre su lengua. Lo que primero fueron líneas rojas pronto pintaron la superficie completa a medida que yo seguí dándole, intensificando mi violencia. Su culo, completamente marcado, tenía ya pequeños desprendimientos de piel y a mí me inquietaba un poco la posibilidad de acobardarme. La única manera de no echarme atrás era doblar la apuesta y aplicar más furia a medida que ella más se quebrara, cosa de que ambos desapareciéramos como personas ante el papel que íbamos adoptando, ella en el de objeto y yo en el de amo. Gritaba, se arqueaba, se retorcía; carcoveaba inútilmente pero las sogas la volvían a su lugar. Noté que comenzó a llorar y yo me detuve, aunque no por compasión: deslicé mis dedos entre sus piernas y estaba mojada como nunca. Se lo dije sin tanta sorpresa.
Mientras yo continuaba con el azote, a ella se le cayó la venda, así que pudo verse en el espejo que le quedaba enfrente; una forma de contemplar su propia desaparición. Las canciones pasaban. Ella se ensimismaba sobre un agujero negro en el que sus respuestas se fueron apagando. En algún momento pensé que se podía ahogar porque la mordaza y el llanto, ahora continuo pero casi mudo, le impedían un ritmo respiratorio normal. Quedé fascinado por la paleta de colores generada sobre sus curvas y toda la humedad que condensaba: ya en ese instante, además de algunas gotas de sangre en el culo por sobre moretones y franjas que se tornaban violeta, contaba con su entrepierna goteando por los muslos, sus mejillas con una cortina de lágrimas y sus labios ofreciendo una catarata de saliva. Ya estaba lista. De verdad la había hecho mierda. Me conmovió su valentía y su entrega absoluta, al punto de que recién ahí, por primera vez, solté la palabra que más celosamente guardaba. Me escuché diciéndole todo lo que sentía por ella.
Lo principal ya estaba hecho. Paré la música. La desaté y la llevé a la cama, donde quería jugar un poco más. Un aro hecho con bandas elásticas la esperaba para rodearla bajo su ombligo mientras yo lo estiraba buscando tensión para después soltar y golpear, estimulando su vulva una y otra vez. Por último le coloqué broches en las tetas y fui aplicándole dolor en un recorrido por sus contornos para seguir cogiéndola así, ya marcada por todos lados.
La abracé y le di un beso. Un potro de rabia y miel se apaciguaba por fin para pasearnos en carromato. Nos imaginé avanzando lento, acunados por el traqueteo y protegidos por el cielo de la noche. Quería todo con ella. Pensé en regalarle El desierto y su semilla al notar las transformaciones de su piel herida y al ver ciertos parecidos en nosotros con la historia de daño-amor de Gina y Mario, aunque en vez de navaja con relieve de sirena tuviéramos, en cambio, tan sólo mi cinturón. Rogué que perdurara el momento. Ella estaba feliz y por eso yo también. Una mujer tan hermosa destruida a su propia petición y yo llevando adelante mi palabra de hacer todo lo que esté a mi alcance para cumplir sus caprichos. Aquello nos comprometía para siempre. Ya teníamos sangre y yo hubiese querido una boda. La experiencia resultó nuestro compromiso lorquiano y, para no perdernos en la tan padecida oscuridad, nos colocó en el dedo anular una alianza brillante, de blanco impoluto, hecha con el corazón de una luna gitana.
Etiquetas: ficción, Karl von Münchhausen, Von Brandis