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Por Sergio Fitte
Acostumbrado a que no llegue a horario me gusta estar junto a la vía del tren unos minutos antes. Aunque sea unos cinco/diez por las dudas. Me habitué a vivir a contramano de la mayoría de la gente. Arranco a eso de las tres de la mañana. Un café fuerte y salgo para la panadería. Mi casa queda a dos cuadras de la estación de tren. La estación de tren a dos paradas de distancia de la panadería. Todo hace un total de más menos veinte minutos desde el último instante en el interior de mi casa y el ingreso a la cocina de la panadería.
Me gusta mirar las caras de los que van llegando al ferrocarril. Sufren el madrugón, el frío, en cambio yo disfruto de todo, sus gestos sus maldiciones entre dientes. Escudriñar cada movimiento, inventarles vidas y situaciones a los que me rodean es un pasatiempo que me divierte.
Soy especialista en abordar el vagón. Es raro que no suba primero que todos. En un par de movimientos recorro los peldaños de la escalerita, me tomo del pasamano y me ubico más o menos al medio de la fila de asientos. Desde ese lugar tengo un panorama amplio para observar. Siempre le doy la espalda al recorrido, avanzo de espalda se podría decir.
Los asientos son para dos personas. Se enfrentan unos con otros. Por lo que si van completos, los pasajeros entrechocan las rodillas unos con otros. El vagón se conforma de dos filas de unos veinticinco asientos de cada lado. Unas cien personas sentadas. En horario pico los que van parados superan holgadamente a los que van sentados.
En esta oportunidad comparto asiento con una mujer de unos 50/55 años bastante poco higienizada ubicada a mi derecha, yo voy del lado de las ventanas, una distracción poco frecuente. Por lo común voy del lado del pasillo o directamente parado. El recorrido que debo realizar es corto, demasiado para tener que someterse a la incomodidad de pedir permiso y salir caminando entre las seis piernas que se amuchan y las tres caras de ojete que ponen los pasajeros ante el pedido de disculpas al arribar a la estación en la que debo bajar.
Me tomo el tiempo para mirar a los dos personajes que tengo sentados en frente. Un hombre de bigote tupido visiblemente alcoholizado que juega con la lengua y los dientes postizos realizando una maniobra que podría hacérselos caer de la boca y perder para siempre. Un pasajero, que si bien puede ser divertido, no tiene nada que lo destaque por encima del resto.
Por el contrario, quien me llama la atención es el que va del lado del pasillo. El que entrechoca las rodillas con la gorda ubicada a mi derecha. Lo miro una vez y hago como que no lo miro y doy vuelta la cabeza para otro lado y repito la operación tantas veces puedo buscando una repuesta a la pregunta que me estoy haciendo.
De repente el tren clava los frenos, cosa poco habitual, todos se mueven, algunos gritan. Lo habitual es que estos vehículos no tengan freno. A lo mejor apareció un suicida. En la confusión muchos aprovechan a tocar el culo de alguien, de cualquiera. Hay quienes comienzan a hurguetearse a ellos mismos.
El que me llamó la atención rebota un poco en el asiento y a punto está de salir despedido por los aires. A último momento alcanzó a meter una pierna y trabarla entre las de la gorda que luego del sacudón empezó a hacer arcadas hasta despedir una bocanada de baba amarillenta, por suerte para el lado del pasillo. En ésta ocasión el vagón si bien va lleno no explota de pasajeros. Lo compruebo tal cual la primera impresión que tuve, el personaje en cuestión es muy pequeño y liviano. Ahora mientras dura el escándalo del frenado lo escudriño tanto como puedo con la mirada. No me quedan dudas se trata de un mono. En el peor de los casos de un enano disfrazado de mono. De mono narco, igual al que una semana atrás fuera abatido en la ciudad de Rosario, según la lectura que realicé del diario Clarín (ver 12/06/2022). A diferencia de aquel infortunado, éste está muy vivo y nervioso. Grita como un condenado en lengua mono que no me permite entender nada de lo que dice. Nadie pareciera reparar en él. Ni escandalizarse por la situación. Viste un chaleco, al igual que el malogrado, de color verde militar y va armado con un par de granadas que lleva colgadas del pecho. No me hago mucho problema por los elementos de defensa que porta, somos muchos los que solemos llevar granadas en los bolsillos porque son cómodas y baratas. Lo que me hace estremecer es el anillo que lleva en uno de sus dedos. Decido que lo más conveniente es ocultar las manos en los bolsillos y esperar a que la formación retome su viaje, pero no lo hace y los segundos se tornan interminables.
Hace varios años cuando entré a trabajar a la panadería yo todavía era un pendejo soñador. Espiritual. Lleno de fantasías y proyectos que intentaba obtener con las herramientas que tenía a mano, el tiempo me convirtió en un ser terrenal de carne y hueso, terminé abandonando paulatinamente aquel misticismo. Por ese entonces me había enganchado con un Pastor y Mentalista brasilero que te enseñaba de qué manera conseguir todo lo deseado a través del poder de la mente. La ley de atracción lo llamaba al curso, porque eso era lo que él daba por un canal de youtube los días jueves a las 5 de la mañana hora nuestra. A mí me quedaba bárbaro el horario y mientras trabajaba lo escuchaba.
Así fue como empecé a desear conocer una piba que me cambiara la vida. Que me vuelva loco. Que me enamore. El Pastor enseñaba que no bastaba con las plegarias y los deseos para encontrar el amor, para otros deseos sí alcanzaban, pero con el amor todo era un poco más complicado. Para que esta clase de cuestiones llegara a buen puerto debía existir un elemento que conectara ambas partes.
Fue así que se me prendió la lamparita y un día en una feria de barrio le compre a una gitana (o una especie de gitana porque no puedo asegurar que esa mujer fuera gitana verdadera) todos los “anillitos del amor” que tenía a la venta sobre la manta roja que exhibía junto a muchos otros productos y gualichos.
Desde ese entonces cada viernes al armar los bollos que, luego de ser freídos, serían bolas de fraile, metía dentro del último uno de los anillitos. Las horas previas a introducirlo deseaba con todas las fuerzas que tenía: “conocer una hermosa joven de pelos rizados de la cual enamorarme y descubrir sin asombro que llevaba en uno de sus delicados dedos de pianista aquel anillo, que con tanta devoción yo ubicaba en la masa.” Debíamos conocernos durante una de las noches del fin de semana cuando saliese a bailar con sus amigas, yo la ubicaría entre la multitud gracias a aquel detalle. No sería necesario que intercambiáramos palabra alguna. Ella también me reconocería al advertir el mío en el dedo del corazón de mi mano izquierda. La atracción física del universo sería tan potente que correríamos los dos al mismo tiempo y nos abrazaríamos y besaríamos como nunca nadie antes lo había hecho.
Por razones ajenas a mi buena voluntad el conjuro nunca terminó de efectivizarse. De a poco me fui conformando con los romances de barrio y pocas estrellitas. Luego de que una vieja se quejara que algo que había en una de las bolas de fraile le había partido la única muela sana que tenía, no volví a meter nada en ninguno de los amasados. De todos modos algún resabio de esperanza guardaría en el fondo de mí alma porque yo nunca me quité el anillo que me había colocado en su momento. De eso habían pasado unos cuantos años, seguramente de querer sacármelo la cuestión fuese imposible, los dedos por alguna cuestión desconocida se me venían agrandando.
Perdí por lo tanto el entusiasmo por las cuestiones esotéricas. Decidí dedicarme por completo al hipnotismo. Gracias al curso por correspondencia que completé en poco más de seis meses me encontraba en situación de lograr dominar por completo a quien se me ocurriera con solo usar el poder de la mente. Parecía poco probable que alguien pudiese direccionar las acciones del otro mediante un ejercicio tan sencillo. Pero así era y funcionaba a la perfección. Lo que pasa, es que al ser tan fácil, la cuestión te aburría rápidamente. Realicé con quien quise todos los acercamientos que se me vinieron a la cabeza. No discriminé sexo, raza, ni color. Con el correr del tiempo me terminé dando cuenta que era como estar jugueteando con una palanqueta. Terminé abandonando también aquel método y dejé que mis relaciones volviesen a los carriles de la normalidad, por darles un nombre.
Cuando la gorda que venía sentada a mi derecha reinició la catarata de eructos y giró la cabeza hacia mi posición llevé a cabo un movimiento hasta para mí inesperado. Pegué de un solo envión un salto que me dejó parado sobre el asiento. El golpe que me dí con el techo del tren en la cabeza me dejó aturdido por completo. De no haber logrado sacar las manos de los bolsillos para mantener el equilibrio hubiera terminado desparramado y pisoteado en el suelo del pasillo. El caos que se vivía allí dentro era total. Al parecer alguien había hecho correr la bola que la inmovilidad del convoy se debía a una amenaza de ataque terrorista. Los pasajeros corrían sin rumbo de un lugar a otro.
Haciendo uso de todas mis fuerzas levanté una de mis piernas para intentar sortear el cuerpo de la gorda que desmayada o algo similar se me venía encima. Para lograr sortear la situación extendí mi mano tanto como pude y me agarré de una de las manecillas que penden del techo del tren destinadas para los pasajeros que viajan parados.
Ese fue el momento en que el mono narco detectó el anillo en mi mano. Una mueca de alegría en su boca dejó al descubierto la sonrisa de unos dientes grandes y afilados.
En el movimiento sentí la liviandad de mi cuerpo o la fuerza de mis brazos para mantenerme en esa postura. No dudé un segundo en volver a estirar el brazo que me quedaba libre y tomar la siguiente manecilla. Logré avanzar con mucha facilidad. Era increíble lo sencillo que era. Un simple movimiento de caderas y piernas sin siquiera tener que tocar el suelo y la misma inercia te llevaba hacia delante sin ninguna clase de esfuerzo. Fui avanzando y avanzando. Superando en velocidad a cualquiera de los que me rodeaban. Y así continué quien sabe por cuánto tiempo sin volver una sola vez la cabeza hacia atrás.
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