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13-10-2022 Notas

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Por Leandro Germán

a) Argentina, 1985 no es una película “de grieta”. Encontrarme con una película “de grieta”, es decir, con un film que de un modo u otro idealizara contra nuestro presente (es decir, que no idealizara “sin más”) la época (o que de esa misma época barriera debajo de la alfombra lo que hubiera que barrer) en que el país fue gobernado por la fuerza política que hoy detenta en exclusividad la legitimidad institucional (que no es toda legitimidad posible, pero que es un tipo de legitimidad en sentido fuerte) requerida para habilitar a esa misma fuerza política a reivindicar desde el punto de vista de esa misma legitimidad al gobierno que fue gobierno en la época en que el acontecimiento que narra la película transcurre (es decir, que puede perpetrar determinado tipo de reivindicación) era precisamente la expectativa con la que puse mi primer pie en la sala. Encontré, afortunadamente, otra cosa. Hubo, de parte del director y los guionistas, la voluntad de no permitir que la película se hundiera en la grieta o, llegado el caso, también la de quitarla de la propia grieta en que la película misma había sido colocada por adelantado. Es que el estreno de la cinta estuvo precedido por notas y más notas y por artículos y más artículos, aparecidos en distintos medios de prensa alineados con una de las facciones que hoy monopolizan la discusión política argentina, que recordaban que el peronismo se había opuesto a la creación de la CONADEP (y que no la había integrado) y que extendían esa oposición al propio Juicio a las Juntas. Mitre (pero sobre todo uno de sus guionistas, Mariano Llinás) son en cambio demasiado inteligentes para hacer una película que les guste a los opinólogos de TN (o, al menos, que les guste en el terreno en que los propios opinólogos de TN esperaban que la película les gustara), no importa que a los opinólogos de TN lo mismo la película les termine gustando (¿cómo no les terminaría gustando una película nada menos que de Amazon?). No había, en rigor, y yendo ahora al film, ninguna necesidad “narrativa” que exigiera que uno de los colaboradores de la fiscalía en la etapa previa al juicio fuera un pibe que reivindica explícitamente al peronismo en los términos en los que el pibe lo hace, que son los que cualquier peronista más o menos progresista compartiría; menos aún una que reclamara que ese pibe exponga su credo altivamente y nada menos que en el momento en que se candidatea (y que se candidatea no ante cualquiera sino ante su propio padre, y esto aunque el padre lo escuche con más indulgencia que otra cosa) para trabajar en la acusación contra los milicos, no importa que lo haga como puede hacerlo un pibe peronista de veintipico de años. Importa poco, a este respecto, que la decisión de director y guionistas no haya hecho otra cosa que ajustarse a la verdad histórica (en una nota reciente, Eduardo Blaustein dedica su reseña de la película a “Maco” Somigliana, “remoto compañerito de la UES”; es el mismo “Maco” Somigliana que participó en la vida real del trabajo de la fiscalía y al que la película muestra cuando expone las razones de su militancia en el peronismo ante su propio progenitor, el dramaturgo Carlos Somigliana), porque en todo caso cualquier ficción puede pasar parte de esa misma verdad histórica por alto. La comparecencia de ese pibe en el film es un pronunciamiento menos en favor del peronismo (ni Mitre ni Llinás —de Mitre, los propios peronistas se encargan de recalcarlo ante el estreno de cada una de sus películas— parecen profesar por el peronismo algún tipo de simpatía) que en contra de un pensamiento de grieta que parece querer dirigir el Juicio a las Juntas menos contra los milicos que contra el peronismo y que reivindica el Juicio a las Juntas mientras coquetea con una alianza con quien exige que le muestren las listas de desaparecidos. Otra cosa es que el peronismo (el por entonces senador Saadi, uno de los líderes de ese peronismo al que se llamó “de la derrota” —y no es cualquier Saadi sino el Saadi de Intransigencia y Movilización, de breve alianza con Montoneros: ahí está la breve experiencia del diario La Voz—, llegó a comparar a la CONADEP con las comisiones investigadoras que había formado tres décadas antes la Revolución Libertadora) mereciera ese pronunciamiento. No es eso lo que importa. Como sea, “Maco” Somigliana, el “remoto compañerito de la UES”, el pibe morochito y de barbita de la película, estuvo ahí, y no es sólo que ese lugar no se lo quita nadie: ese lugar se lo reconocieron, cuando nada los obligaba a ello, los responsables del film, y lo hicieron atendiendo a las propias razones del por entonces pibe para estar donde estuvo. Es una forma de sacar a la película de la grieta.

b) Las puteadas contra Tróccoli el día que el Canal 13 estatal puso al aire el programa especial sobre los desaparecidos y al ministro del Interior se le ocurrió principiar la emisión con un discurso sobre la “subversión apátrida” desembarcada en “nuestras costas” parecen ser legendarias. La película muestra cómo la esposa de Strassera, interpretada por Alejandra Flechner, putea de lo lindo, pero también la inobjetable (porque con el alfonsinismo tiene aún al día de hoy más de una deuda, no importa que el alfonsinismo también las tenga con ella) Graciela Fernández Meijide, en La historia íntima de los derechos humanos en la Argentina, el libro testimonial que la propia ex dirigente de la APDH publicó hace más de una década, recuerda cómo ella misma puteó frente al televisor el día que el programa fue emitido. Uno de los testimonios que esa noche salió al aire fue el de su propio marido, Enrique, papá de Pablo, secuestrado a los diecisiete años. Pero en la siguiente escena de la película, Darín/Strassera sale al balcón de su casa a reponerse y tomar aire, pero también a contemplar, acaso sin habérselo propuesto previamente, los departamentos de los edificios vecinos. Ahí, mientras el programa todavía está al aire, Darín ve cada living, y en cada living ve el televisor prendido y a cada televisor prendido lo adivina sintonizado en el canal que emite el programa especial. Era la primera vez que testimonios de desaparecidos y de familiares de desaparecidos salían al aire en televisión. El gobierno de Alfonsín llevaba ya más de medio año. Strassera, que venía de ser testigo de las puteadas de su mujer (y seguramente también de compartirlas en su fuero íntimo), contempla entonces cómo todo el mundo ve lo que él había dejado de ver para salir al balcón a ver cómo otros veían. Es una escena conmovedora y que ilustra de modo sutil pero a la vez magnífico la tremenda ambivalencia del alfonsinismo que prohijó los dos demonios pero también metió en cana a Videla; que, según la fórmula que alguna vez utilizó Gil Lavedra, propuso mucha verdad y bastante menos justicia pero al menos sentó las condiciones de un proceso judicial que hizo historia y que hoy tiene su película; en suma: que importando mucho, poco o nada lo que acabara de decir Tróccoli, les mostró a los argentinos, por televisión y en el prime time, el drama de las víctimas de la dictadura. Yo puedo no sentir esa ambivalencia; otra cosa es que la ambivalencia misma no fuera hecho social; lo fue, y ahí está la película para ponerla más en imágenes que en palabras, o tanto en unas como en otras. (Por si a alguien le interesa, en su momento Beatriz Sarlo publicó un artículo en Punto de Vista sobre ese programa especial que emitió Canal 13; se titula “Una alucinación dispersa en agonía” y aparece en el número 21, de agosto de 1984, de la revista que la propia Sarlo dirigía).

c) Hay en la película una escena en la que uno de los pibes que trabajan junto a la fiscalía acude a Madres de Plaza de Mayo en procura de información que robustezca la querella. Ahí, una madre increíble pero para nada ingenuamente parecida a Nora Cortiñas le expresa a su interlocutor el deseo de que el fiscal Strassera no haga esta vez lo que hizo durante la dictadura. “¿Y qué hizo durante la dictadura?”, le pregunta el pibe o la piba con sincera ingenuidad. “Nada, no hizo un carajo”. En una película llena de humor, el “Nada, no hizo un carajo” es lo que en EEUU llaman un one-liner. Uno más de los varios que hay en el film. Pero es un one-liner ante el que el público, que acudió a los cines a ver una hagiografía del fiscal, no ríe. Ríe ante todos los demás (fui testigo en la propia sala), pero no ríe ante ese. No es que le película no ofrezca un “héroe” (lo hace); es que de ese héroe muestra un pasado que no es precisamente “grisura”. Mitre y Llinás, que decidieron no plantearle al público desafíos estéticos, acaso sí decidieron someter a ese mismo público a un desafío mayor y de tipo ideológico.

d) Podría pensarse que la insistencia en un oscuro y mediocre balbinista como Tróccoli es una forma de dejar a salvo a un Alfonsín que difícilmente pensara distinto de su ministro político. Roberto Gargarella, que parece que tuvo algo que ver con el Juicio a las Juntas, ve las cosas al revés y piensa que la sobreexposición de Troccoli es una forma de restarle pantalla al héroe que, para Gargarella, y bastante naturalmente, es el propio Alfonsín. De más está decir que Gargarella opina que presidente y ministro no pensaban lo mismo. Así, para Gargarella la película sería mezquina con Alfonsín cuando, en cambio, lo más probable es que el film haya sido generoso. En todo caso, la puerta que, poniendo fin a la escena, se cierra tras Strassera cuando este acude a una cita con el presidente es más ominosa que cualquier sentencia equívoca que el director y sus guionistas pudieran haber puesto en boca del mandatario. Lo que la esposa de Strassera, en el propio film, y ciertos críticos, en los medios ubicados a un lado de la grieta, interpretan como una muestra del respeto del presidente por la “división de poderes”, la propia película coquetea con transformarlo en símbolo o cifra de otra cosa.

e) Hay una escena memorable. En ella, Peter Lanzani, en el papel de Moreno Ocampo, le pregunta a Darín/Strassera qué hizo él, que a diferencia suya tenía edad y cargo para hacer algo, durante la dictadura. Ni en mis expectativas más “radicalizadas” (esas que francamente, porque esperaba ver una mera hagiografía de Strassera y una película ideológicamente alfonsinista, la verdad es que no tenía) esperaba encontrarme con un momento investido de semejante carga de verdad. Como en la escena con la madre de Plaza de Mayo, lo que hay allí desborda la crítica más trillada de que lo que hace la película no es otra cosa que honrar la tradición hollywoodense del “hombre gris” transformado en “héroe”. No: ahí Moreno Ocampo le está diciendo a su jefe que en dictadura fue mucho más que un simple “hombre gris”. Es cierto que le película “redime” a Strassera, pero 1) si hay redención es porque antes hubo pecado, y uno de los que acaso no se rediman, no importa que la película esté pensada precisamente para que se piense lo contrario y 2) si la película redime a Strassera es porque acaso la historia política de este país también lo haya hecho, y bastante antes de que Mitre empezara a rodar. Lo que vale para Strassera vale para los abogados que no presentaron un solo hábeas corpus en dictadura pero impulsaron la derogación de la obediencia debida y el punto final cuando, un cuarto de siglo después, llegaron al poder. Así de compleja es la vida.

f) El marco político, cultural y hasta doctrinario del Juicio a las Juntas fue la teoría de los dos demonios, pero podría haber habido teoría de los dos demonios sin Juicio a las Juntas. No había nada (o no había lo suficiente) en la teoría de los dos demonios que reclamara que sí o sí tuviera que haber un Juicio a las Juntas. De hecho, podría no haberlo habido si el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas imponía penas menores a los ex comandantes en lugar de absolverlos y todos, empezando por un presidente que no en vano propuso que en primera instancia los militares se juzgaran a sí mismos, se daban por satisfechos y nadie apelaba esas penas. Una especie de punto final. En su versión original y de los 80, la teoría de los dos demonios juzgó a las juntas. Podría haber habido teoría de los dos demonios sin Juicio a las Juntas, pero, por cruel y hasta injusto que parezca, no habría habido Juicio a las Juntas, en las circunstancias de esa década, sin teoría de los dos demonios. Hoy, que las circunstancias son otras y no pocos de los cultores de la teoría de los dos demonios se avergüenzan de haber adherido alguna vez a ella o le bajan el precio hasta volver inverosímil el predicamento que la doctrina supo tener en el pasado, y esto en parte porque la “posta” fue tomada por personajes que adhieren a los dos demonios persiguiendo objetivos opuestos a los que la doctrina misma supo en el pasado propiciar, es posible desprender el marco doctrinario de su fruto principal. Esto es así hoy, pero era así ya hace más de veinte años, es decir, bastante antes de que el kirchnerismo pusiera la palada final que hizo que dejara de existir institucionalmente lo que para entonces apenas si tenía vida socialmente, no importa que a esa vida social aún le faltaran varios capítulos ni que el propio final no estuviera escrito de modo definitivo y para siempre. Es que, como ha señalado el sociólogo Daniel Feierstein, hay que distinguir los efectos buscados por la teoría de los dos demonios en su versión original de los perseguidos en el revival de los últimos años. Esto no la disculpa en ninguno de los casos, pero ayuda a entender cómo una cosa puede sobrevivir sin la otra, casi como si las raíces se hubieran secado y el árbol lo mismo diera sus frutos. Como sea, la teoría de los dos demonios aparece en la película en un único momento, y ese único momento es en las palabras iniciales del alegato de Strassera. Es cierto que en su alegato, Strassera afirma que la violencia “inicial” fue respondida con una violencia criminal e injustificada; pero esto no recusa que el propio alegato pertenezca al campo semántico de la teoría de los dos demonios, porque ya en la formulación original de la teoría hay un lugar reservado y destacadísimo para la idea de la desproporción entre las dos violencias. Como sea, una película puede permitirse licencias, pero no sobre la letra de un alegato histórico. El alegato fue el que fue. De ahí a decir “La teoría de los dos demonios ya tiene su película” media un abismo, y un abismo que es de miopía.

g) La escena de la conversación telefónica entre Lanzani/Moreno Ocampo y su madre, una mujer amiga de militares que tras escuchar en la radio el testimonio de Adriana Calvo de Laborde le confiesa a su hijo que Videla debe efectivamente ir preso, es probablemente el momento política y hasta cinematográficamente más objetable de la película, pero es también el más “sabatiano”, no importa que lo más seguro es que ni director ni guionistas sean concientes de ello. Aquí, la película escenifica las ambivalencias del alfonsinismo sin simplemente sugerirlas, como en la escena de Strassera y el balcón, sino, directamente y, paradójicamente, sin saber que lo hace (es decir, sin saber qué es lo que realmente escenifica, porque la madre del fiscal está puesta “fuera” del marco de referencia del alfonsinismo), a través de un subrayado. Siguiendo a Guillermo Korn y María Pía López, el itinerario de Sábato (que a él me refiero con lo de “sabatiano”) no es otro que el de una sociedad que eligió mirar para otro lado para luego emprender su propio “descenso a los infiernos”. Es lo que hace en la película la madre del mismo fiscal que algunas escenas antes aseguraba que la clave del juicio era “convencer a la clase media” que históricamente “apoyó todos los golpes”. Por eso el libro de Korn y López se titula Sábato o la moral de los argentinos. No importa que cinematográficamente la escena sea una truchada. Hay un momento cargado de verdad, no importa que la “carga” misma haya sido involuntaria. A esa clase media (como a Sábato, como a Strassera) la redime al alfonsinismo. Es una de sus paradojas: que la base social del partido que ganó las elecciones prometiendo juzgar a los ex comandantes fuera la misma que había sostenido a la dictadura y cuyo concurso ahora se requería para juzgar a quienes la habían encabezado (la otra paradoja es que los mismos militares que habían soñado durante años con un país en que el peronismo pudiera ser derrotado en elecciones libres se encontraran a sí mismos, en 1983, deseando el triunfo de Luder). Como escribió Martín Rodríguez, que tuvo algo que ver en la investigación que antecedió al film, es el alfonsinismo el que “sostiene” la reflexión de Moreno Ocampo sobre la clase media, pero a Rodríguez le falta decir, en cambio, que si el alfonsinismo fue empresa exitosa a la hora del “convencimiento”, lo fue al precio de disculpar el pasado de los “convencidos”, y esto porque ese pasado era también el propio. La reflexión de Lanzani/Moreno Ocampo tiene dos partes; el alfonsinismo sólo está detrás de la primera, porque el dedo en la llaga de la aquiescencia social con la dictadura el alfonsinismo nunca lo puso. Así, la base social de la dictadura se transformó en la base social del Juicio a las Juntas. En la película, la madre del fiscal funge de “ilustración” de todo lo que Moreno Ocampo piensa sobre la clase media. El problema no es tanto la “conversión” como la presunción de que no hay nada que unifique (pero que unifique no en favor, como hace Martín Rodríguez, que le concede al alfonsinismo el galardón de una interpelación que el alfonsinismo no produce —no importa que lo mismo produzca la conversión, porque es una conversión que paradójicamente no tiene un pasado desde el que convertirse: en ese sentido el alfonsinismo es pura aporía—, del alfonsinismo mismo sino en su propia contra), por fuera del Deus ex machina alfonsinista, un momento con el otro; como si todos tuvieran un pasado pero no lo tuviera el propio alfonsinismo y como si a un momento y al otro no hubiera lógica alguna que los reuniera. (Digresión: hasta el macrismo produjo, bajo el influjo kirchnerista, y como lo había hecho el alfonsinismo treinta años antes, un corrimiento de los “propios” a la “izquierda”: es el desplazamiento de los que finalmente aceptaron el Juicio a las Juntas —algo así como un “Así se juzga: para los dos lados, no como hizo a partir de 2003 el kirchnerismo”— porque comprendieron que el Juicio a las Juntas podía venir, finalmente, en combo con los dos demonios, cuando en 1985, mientras el propio Juicio a las Juntas transcurría, querían una cosa sin la otra y llamaban a los colegios diciendo que habían puesto una bomba, y esto porque estaban por entonces más al tanto que muchos hoy de que, en cierto sentido, el combo también podía deshacerse). Tratándose de un director y dos guionistas que difícilmente piensen de Sábato (aunque tal vez sí de la clase media: ahí hay algo que no termina de “linkear”) lo que piensan López y Korn, no cabe sino atribuir ese momento de verdad, además de a la voluntad de producir un golpe de efecto, a la pura intuición.

h) Si Argentina, 1985 no llega a ser una apología completa y lineal de Strassera (si Strassera termina de cuadrar como “héroe”, lo hace al precio de que al público se le recuerde en dos oportunidades —una sin el protagonismo del fiscal pero la otra con su concurso y con un dramatismo que al propio Strassera lo deja sin palabras—, cual es su pasado), difícilmente sea entonces una apología del Juicio a las Juntas. Ahí está Darín, en su departamento, puteando apenas se entera de que algunas penas serán irrisorias y de que la sentencia tampoco ahorrará absoluciones.

i) El testimonio más destacado de la película es el de Adriana Calvo de Laborde. También está el de Pablo Díaz, que tiene el problema, por lo que dice, de ser menos una reivindicación de los pibes de La noche de los lápices que un guiño a la película de Héctor Olivera, ese episodio del “show del horror”. Si hubiera dependido de mí, habría incluido el testimonio de Jorge Radice, el marino de la ESMA que interrogado por el tribunal o la fiscalía declaró fría y cínicamente que él disparaba contra “blancos móviles”. Claudia Feld dice que no habría estado mal una Hebe de Bonafini que se negara a sacarse el pañuelo y dijera, como aparentemente dijo, que si los militares podían estar con sus uniformes, ella podía estar con lo que ya para esa época era un símbolo de las Madres. También se podría haber representado el alegato de Massera en el que el ex jefe de la Armada advierte a quienes lo juzgan que de no haber sido por el propio Proceso, ellos mismos habrían sido reemplazados por “turbulentos tribunales populares”. Escribí alguna vez sobre ese alegato. No es el momento más conmovedor del juicio, pero probablemente sí sea el ideológicamente más dramático. La película mete varios dedos en la llaga, pero tampoco mete todos los que habría podido.

j) ¿Qué hacemos, como izquierda, con el Juicio a las Juntas? Aporto un dato: son incontables las veces que aparece en Prensa Obrera, entre octubre de 1989 y diciembre de 1990, es decir, entre la primera tanda de indultos y la que finalmente benefició a los condenados en 1985, la expresión “plan criminal”. “Plan criminal” es nada menos que la idea, fuerza que utilizó el propio tribunal; el mismo que le dio cuatro años a Agosti y absolvió a Galtieri. En 1996, cuando se cumplieron veinte años del golpe, me tocó representar al PO en las reuniones de la comisión que tenía a su cargo la organización de la marcha y que se reunía en el local de la CTA. No habían pasado once años del Juicio a las Juntas. Fui testigo de los debates acerca de la confección del documento de consenso que se leería al finalizar la movilización. Tenía veintiún años, debo haber dicho dos o tres boludeces, pero estuve atento a las discusiones entre no pocas “celebrities” de los derechos humanos. Entonces, como hoy, el Juicio a las Juntas era un acontecimiento con el que literalmente no se sabía qué demonios hacer. Si no lo sabíamos los militantes, mal podría reclamársele a una película que laude (no importa que lo mismo lo haga) donde en parte aún no han laudado la historia y la política.

k) Me parece que no se trata de proclamar a voz en cuello, como lo haría el trotskista que yo mismo continúo siendo, que la vuelta al “consenso mínimo” de la democracia, en tiempos de negacionismo, no conduce sino a la “derrota”, casi como si fuésemos Trotsky escribiendo sobre la guerra civil española, sino de poder apreciar que ese consenso mínimo incluye a más gente de la que debería incluir y que engloba, sin ir más lejos, a personas a las que paradójicamente ese mismo consenso mínimo tiene la función de excluir. Hoy, hasta Milei y Victoria Villarruel admiten que la dictadura fue un gobierno ilegal que violó la Constitución. Según cómo venga la mano, cualquiera de los dos puede llegar a aceptar, llegado el caso, que la propia represión fue ilegal, no importa que ellos mismos la consideren a su turno “necesaria” o “inevitable” (ni que consideren necesaria e inevitable esa misma ilegalidad) ni que por momentos propongan una amnistía para los condenados por esos delitos; es que, naturalmente, y como todos, ambos habrían preferido, como lo prefiere el propio consenso mínimo, una represión ajustada a la ley. Es la utopía del consenso mínimo, porque el tipo de represión tuvo más que ver con los sujetos sociales sobre los que se abatió que con las leyes que esa misma represión pudiera invocar. Esta es la utopía: si la represión era “necesaria” pero debía ajustarse a la ley, entonces el país no habría tenido la represión que “necesitaba”. Por miserable que nos parezca que se reclame una represión ajustada a la ley, en las circunstancias de los 70, esa represión estaba por fuera de la historia. La situación no es nueva: ya en los 80 había una fuerza perfectamente adaptada a la democracia que reivindicaba en todo o en parte a la dictadura. Era la UCD. ¿Es el Juicio a las Juntas la escenificación política de ese consenso mínimo y a fin de cuentas utópico, pero cuyo fondo es miserable? Es probable. Está en la sentencia, ¿pero qué otra cosa podría juzgar un tribunal que no sea el apego a la ley? El Juicio a las Juntas condenó un tipo de represión, pero en todo caso condenó el tipo de represión “históricamente existente” y el único que, dadas las circunstancias, podía existir. Por eso la pregunta: ¿qué hacemos con el Juicio a las Juntas que demolió punto por punto las razones y los motivos de los dictadores?

l) Muchos se preguntaron tras ver la película dónde quedaba la militancia de los 70, esa que la propia película no muestra. Si los militantes de los 70 aparecen, lo hacen sólo en su condición de víctimas, y hasta hay casos en los que salen a escena apenas para plantearle problemas a la propia fiscalía (ver cómo la película representa el testimonio de Víctor Basterra —el día del testimonio de Basterra es el día en que nada menos que Borges se hizo presente en la sala para escuchar la audiencia). Ese fue el pacto alfonsinista: justicia a cambio de borramiento político, no importa que los dos demonios repusieran a cada paso (ni tampoco que lo hubieran hecho desde antes del propio borramiento) lo que antes había sido borrado (y esta es otra paradoja del alfonsinismo y una de las razones por las que el vínculo entre la teoría de los dos demonios y el Juicio a las Juntas es bastante más complejo de lo que parece). Fue un chantaje, pero uno al cabo del cual hubo algo de justicia, no importa que lo mismo debería haberla habido sin él. En esta cuestión, la película sencillamente “sigue” al alfonsinismo, pero la película es sobre el Juicio a las Juntas, no sobre la década anterior, y en el Juicio a las Juntas no se ventiló, bastante razonablemente, la militancia de cada quien. Si la película sigue en la “permuta” al alfonsinismo, lo hace de buena fe, porque lo más probable es que también la película sea víctima. En todo caso, reivindicar la condición de víctimas de quienes fueron efectivamente víctimas de la dictadura es algo necesario, no importa que con ello no baste.

ll) ¿Es acaso demasiado voluntarista pensar que tal vez la militancia de los 70 aparezca reivindicada en ese pibe, “Maco” Somigliana, el “remoto compañerito de la UES”, que ante su propio padre y en el momento en que es evaluada nada menos que la posibilidad de que él mismo integre el equipo de la fiscalía invoca motivos (y motivos militantes) que muchos de quienes habían tenido su misma edad diez años antes habrían podido tranquilamente hacer propios, no importa que lo hubieran hecho para emprender otro tipo de combates? Tal vez sí, tal vez no. En todo caso, elijo ilustrar el post no con la foto del afiche oficial de la película sino con una donde aparecen todos esos pibes. Lo de ellos también fue militancia.

m) Lo de la reunión de los jueces en Banchero y la servilleta en la que se anotan las probables penas no es, como leí por ahí, “una maravilla de Llinás”; es parte de la propia mitología del Juicio a las Juntas, relatada por cada uno de los jueces del tribunal cada vez que se les presentó la oportunidad de hacerlo. El mérito de Llinás y Mitre es el de haberse documentado bien y, tal vez también, el de observar la escena a través de los ojos de un niño.

n) Argentina, 1985 es una película hiper recontra mainstream, pero como película hiper recontra mainstream es redondita —redondita, y no cualquiera hace una película redondita— redondita. Es como si Mitre y Llinás hubiesen dicho: “¿quieren una película que pueda ganar un Oscar? Bueno, aquí tienen una”.

ñ) Lloré durante gran parte de la película, que fui a ver el jueves del estreno. Pero hubo algo que me predispuso a ello: fue el pibe de veintipico de años, con el bigotito que tienen los pibes de veintipico de años, delante de los mismos funcionarios que habían evaluado a “Maco”, cantando “Lunes por la madrugada”, que es lo que cantaba yo cuando tenía diez años menos que el pibe de la película en las clases de música de mi primer año de un secundario que empecé apenas tres años después del Juicio a las Juntas. Cuando el pibe empieza a cantar me puse a llorar y me dieron ganas de entrar en la película para darle un abrazo y, por qué no, también para comérmelo a besos. A partir de ahí, lloré cada vez que la película me indujo a ello. Pero la primera vez que lloré fue con “Lunes por la madrugada” y el pibe del bigotito. No es una escena pensada, como otras a las que en cambio se les ven todos los hilos, para que el público llore. Las lágrimas me las arrancaron entre el pibe y mi autobiografía. Reivindico para mí lo que no deja de ser una forma de originalidad.

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