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Por Enrique Balbo Falivene | Portada: Julia Fullerton-Batten
Mientras Barcelona se vestía de moderna y emprendía una reforma urbanística que abriría la ciudad al mar, construía el Puerto Nuevo y la Villa Olímpica de Poblenou para acoger los juegos del noventa y dos, a mí se me instalaba en la nariz un profundo olor a viejo.
La ciudad cambiaba a golpe de piqueta, las excavadoras demolían y transformaban lo auténtico y minoritario en vanguardia internacional, las barriadas se esfumaban, la gente se desplazaba, las calles se sacudían el polvo detrás del espíritu olímpico y yo no conseguía quitarme el olor a viejo. Si bajaba a la playa y me tumbaba en la arena a merced de la brisa marina y la humedad: olor a viejo; me duchaba, perfumaba sometiéndome a una nube de talco: olor a viejo; lavaba la ropa, la tendía dentro o fuera, al calor de una estufa o al sol y al aire: olor a viejo; cambiaba las sábanas y hundía la nariz en la almohada: olor a viejo.
Tenía un trabajo en un geriátrico, o una residencia de ancianos, o un albergue de adultos mayores, o una vivienda asistida que se llamaba Bel-Aire al que después, para más eufemismos, la propietaria le había cambiado la designación por Centre de Recuperació Funcional para cumplir con las normas de normalización lingüística y cobrar las subvenciones de la Generalitat. (Al respecto y como ejemplo de lucidez hay que considerar que la dueña tenía un perro pekinés sumamente molesto y caprichoso que respondía al nombre de Rambo). Afirmaba que la nueva nomenclatura iba a resultar menos agresiva a los familiares que traían a sus padres y que no volvían jamás, invitando a todos los empleados, una y otra vez, a referirnos al geriátrico como Centre de Recuperació, el Funcional podíamos obviarlo. Nosotros lo llamábamos La Jaula.
Había aceptado el trabajo porque cumplía, aunque en parte, mis tres deseos a la hora de malgastar ocho horas diarias de mi vida, cuarenta semanales de mi existencia: estaba solo, podía comer en casa y conservaba el hábito de la siesta. Tenía el turno nocturno y, básicamente, mis funciones se remitían a vigilar e impedir la fuga de cualquiera de los viejos. Era un carcelero. Mis herramientas eran un manojo de llaves, una linterna y un perro de un altísimo cociente intelectual que no me hacía el menor caso: dormía toda la noche y se despertaba para comer o rascarse las cuatro pulgas que le transitaban el lomo.
La nueva nocturnidad se presentaba apta a mis intereses; tenía una oficina cercana al acceso principal con televisión por cable y radio, podía leer y dormir un rato y a unos pasos una cocina industrial, bien provista de alimentos frescos junto a una ruidosa cafetera de cápsulas. Pero mis ilusiones iban a empezar a derrumbarse como los antiguos barrios de la ciudad: por las noches, cuando las luces se apagaban, los viejos empezaban a moverse como ratones pegados a los zócalos. Se acercaban en silencio para tantear picaportes, palmear ventanas; se escondían detrás de los maceteros y las plantas, intentaban distraerme fingiendo dolores, convulsiones, espasmos. Me escudriñaban con los ojos encendidos, con la convicción de quienes han ideado un plan de fuga y disponen del valor para ejecutarlo.
Todos tenían su estrategia para escapar de aquel Castillo de If menos uno, el más peregrino de los ancianos: Enrique.
Al atardecer solía recostar su corpachón (leí en el expediente que medía metro noventa y pesaba ciento diez kilos) en una de las paredes de mi oficina para perder la vista hacia el exterior, comúnmente hacia las montañas que discurrían voluptuosas hasta el mar. Jamás oí el sonido de su voz ni la más mínima queja salir de sus labios. Simplemente Enrique estaba allí, ausente, silencioso, perdido.
Alguna vez probé la conversación pero no me contestó, apenas me miró con el interés de quien se contempla en un espejo para afeitarse. Pregunté por él: una de las enfermeras me dijo que podía mostrarse violento durante las comidas y que por ello la cocinera le prodigaba platos especiales. Si se lo intentaba engañar con alimentos mustios o las recetas llevaban poca dedicación, podía entrar en la cocina como una tormenta del Caribe, dispuesto a destrozarlo todo. La última vez, al parecer ante una tortilla de patatas mal cuajada y recalentada, hicieron falta cuatro hombres para sujetarlo.
Una noche, mientras pensaba en Enrique y sus ausencias, determiné que debía irme. Había encontrado en un mueble de uno de los pasillos un libro sobre técnicas de autopsias forenses con un párrafo que no dejaba de darme vueltas por la cabeza: “…un cadáver tarda cinco años en descomponerse. De inmediato a la muerte cesa la circulación, el cuerpo pierde temperatura y los músculos se endurecen; primero los párpados o la mandíbula, luego el cuello y más tarde brazos y piernas…”
Algún extraño fenómeno en mí había insistido en memorizar ese pasaje y quizá algo no iba del todo bien: había terminado de cenar una fideuá con abundante alioli y mientras jugaba con una cucharilla a romper el azúcar de la crema catalana cada palabra me golpeaba como el badajo a la campana y persistía como el olor a viejo por todos mis poros.
Era tangible que Barcelona estaba cambiando, que la ciudad fingía tolerar las obras para los juegos, pero eso no implicaba que debiera secundar esos cambios: lo que necesitaba era irme, alejarme. Además, estaba terminando septiembre que es en Europa, esto ya se sabe, el mes en que el año laboral comienza, el mes que anuncia el fin del verano y en el que hacemos planes que, como corresponde, jamás cumpliremos.
Al otro día pedí la liquidación. Me despedí de los compañeros de turno y muy especialmente de la cocinera que me había tratado, y alimentado, como si fuera su hijo. Antes de salir a la calle le puse en un bolsillo una copia de la llave de la puerta principal a Enrique. Se me ocurrió, no supe por qué, que si alguien tenía derecho a abandonar esa cárcel era él y hasta lo creí ilustrado como para organizar la fuga de todos los pasajeros de ese mal sueño.
En la estación de Sants compré un billete hasta el final de recorrido del primer tren a punto de partir. Desconocía mi destino, no sabía qué hacer ni dónde ir. No tenía a nadie y ningún sueño por cumplir. Llevaba una mochila y una pequeña maleta, en un bolsillo de la chaqueta un fajo de pesetas que me iban a permitir vivir sin trabajar al menos tres meses. Lo importante era quitarme el olor a viejo. Tenía que intentarlo.
Me apeé en la penúltima parada, en un pueblo de apenas tres mil almas llamado Flix. Había visto en unas imágenes publicitarias en el vagón comedor del tren que el rio Ebro formaba un meandro que estrangulaba el pueblo, estaba rodeado por montañas y algunas chimeneas humeantes de un complejo químico.
Cuando el sol ya estaba cediendo pregunté a un hombre por alguna pensión. Me dijo que era propietario de un pequeño apartamento sobre el río para personas solas, pero el alquiler venía definido por las ideas políticas del inquilino. Soy republicano y antimonárquico, dije. El apartamento es suyo, contestó.
Esa noche dormí arrullado por la caída del agua en la presa vecina a la única ventana del apartamento. Fue mi primera noche en libertad, la primera en que empezaba a sentir que me había desprendido de todo menos del olor a viejo.
Por la mañana me duché y acudí al mercado del pueblo. Tenía hambre. Tomé un café y un tortell con abundante nata en un bar frente a la iglesia, después compré una lubina con las agallas más rojas que había visto jamás, uvas, queso, un puñado de higos y un vino joven del Penedés.
De vuelta en el apartamento busqué unas tijeras para cortar las aletas del pescado y descubrí una vieja radio forrada con un estuche de cuero. La encendí. Estaba quitando las vísceras a la lubina mientras la radio reproducía Ámsterdam de Jacques Brel cuando la canción se interrumpió para dar paso a un boletín informativo:
“Los Mossos d’Esquadra y la Guardia Civil buscan a Enrique B. que habría desaparecido de un Centro Residencial Geriátrico de la zona del Maresme. De fuerte contextura física, metro noventa de altura, vestía en el momento de su desaparición pantalón azul y camisa blanca. Puede hallarse desorientado. Sufre demencia vascular con pérdidas espaciales y temporales. Para informes sobre paradero comunicarse con…”
La noticia me llenó de culpa. Me sentí responsable de la huida de Enrique. Debía volver a Barcelona para presentarme ante el personal del geriátrico o la Guardia Civil y confesar la ingenuidad de mis actos.
Consulté el horario de trenes y vi que el próximo salía a media tarde; suspiré con alivio: me daba tiempo de beberme el vino, comerme la lubina y hacer la siesta.
Ya en el acceso del Centre de Recuperació Funcional reuní fuerzas y encaré decidido la puerta. En los vidrios vi reflejada una sombra que se cernía sobre mí. Tres hombres me sujetaron y me redujeron metiéndome a empujones dentro del edificio. Sentí en el brazo el pinchazo de una aguja.
En la habitación me despertaron las voces de la dueña que regañaba al personal de seguridad y amenazaba con despedirlos. Después se dirigió a mí, con su consentido pekinés entre los brazos, afirmando que iba a limitar mis movimientos dentro del edificio y que si persistía con los intentos de fuga estaba dispuesta a enrejarme la habitación.
Cuando terminó con las amenazas esperó una respuesta o quizá una disculpa. Hice un esfuerzo para levantar los párpados, pero no pude definir si la estaba mirando a ella o al perro:
¿A qué hora se come?, pregunté.
Etiquetas: Enrique Balbo Falivene, ficción