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Por Pablo Milani
Soledad era independencia, yo la había deseado,
y la había conseguido al cabo de largos años.
Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente
tranquila y grande, como el tranquilo espacio
frio en el que se mueven las estrellas.
El lobo estepario, Hermann Hesse
Apenas después de San Valentín, y como un pensamiento que se propagó como el fuego, necesito escribir sobre ella, pero no puedo. Se llamaba o se llama Olivia. La primera vez que la vi su piel era de un rosa suave y su pelo arañaba el aire a la vez que sus ojos desempleados deambulaban en la sala sin saber qué hacer. De repente nuestras miradas se enfrentaron y allí se quedaron sin apenas murmurar. El cielo brillaba como ninguna otra noche, vital, retorcido, inasible para cualquier figura que reflejara una virtud mientras las estrellas danzaban alrededor como un ángel guardián. Pero no importaba, el tiempo pareció haberse detenido. Sus labios eran de un marfil brillante y sus gestos no necesitaron de palabras. Todo estaba pensado para un silencio severo, cómplice, arrasado por todo lo que alguna vez quisimos ser y no habíamos podido. La ciudad se insinuaba a lo lejos como un caballo de Troya dispuesto a luchar, gigante y celestial en busca de su destino. Aquella creación mítica era ahora una realidad, una guerra transfigurada por la fantasía de algún cronista. Era un mundo dividido en dos partes, uno racional, el sitio habitual, territorial, ese que tocamos sin pensar, y el otro, acaso intangible, aquel que anhelamos cada vez con más ahínco. Ese dispuesto a atravesar montañas que solo miramos de lejos. Aun así, el hielo seguro se derretirá al final del invierno. Y era apenas eso, una existencia de una red que contenía una especie de conclusión para llegar de alguna forma a ella, allí sentada, mientras su mundo se acercaba y se alejaba a la vez. Al igual que si se moviera, como si renaciera en mí algo sin definición e inmediatamente después se confesara creyéndose arrepentida. Una vez Constantinopla resistió todas las tentativas de conquista de sus diferentes enemigos. Sí, este pensamiento que escribo es una dedicatoria desde un instante perdido en el espacio, en una esquina de una polis aún no habitada por la humanidad en el que existió Bizancio como una pequeña vorágine entre mis dedos. Aquella caricia que supe tener de ella como una brisa fresca bajo una tarde inolvidable y ya olvidada enterrada bajo otros huesos milenarios. Quizás nuestra historia tuvo la oportunidad a favor y el tiempo en contra, en el que la soledad se constituyó como la consumación, el camino fatal, único, un desenlace envuelto entre ayeres y mañanas adversos. Fuimos Afrodita y Ares entrelazados por la belleza y la guerra. Un Dios del fuego amándonos en secreto. Pasaron 23 años entre primaveras y silencios encriptados, de cielos y grises universos bajo sumisión, de amores corroídos por la lluvia. Enredados en un olvido que no tuvo elección ni razón de ser me encontré de nuevo con ella en un bar, una esquina nueva para nuestros zapatos. Apenas has dormido, me dijo en susurros. El sol pareció no haber envejecido en ella y los colores no admitieron ninguna distracción entre su mirada y la mía. Es triste la acumulación del tiempo y acostumbrarse a mi antiguo y fatigado corazón que late como un lamento. Bajo la temprana oscuridad del invierno las nubes tiritan desde el cielo. Y ahí está, como cuando ella era real y me sonreía. La tierra está desnuda, agrietada y polvorienta comparada con la distancia que hay entre ella y yo. En todos los sitios donde he estado podría fingir no estar enamorado como una inevitable consecuencia. Tal vez me acerqué demasiado a la verdad de su partida y le hablé en voz baja mientras se tiraba el pelo hacia atrás. Sus ojos asombrados me sugieren otros días lejanos. Todo este tiempo creí atar cabos sueltos. Persiguiendo pensamientos sin ningún efecto. El amor es ilógico, a veces las contradicciones se vuelven condiciones. Su paisaje era azul, me acerqué y temblé mientras mi voz se deformaba contra cualquier viento. Tantos sentimientos me atravesaron convertidos en canciones. Se mojaron entre sí con las viejas palabras. Ya no supe cómo iba a cerrar mis ojos, reconquistar las tardes, reanudar horizontes caídos. Cortar ramas secas otoño tras otoño, eso era todo lo que había hecho.
Ahora todo está en reposo, incluso mi sombra como una vela a instancias del mar. Esta tierra baldía donde se han roto los vidrios y ella juega con un reloj de arena. La luz intrépida brota desde todas partes. La impaciente rotación del día y mi memoria me muerde minuto a minuto. Curso irrevocable que prosigue su camino. Aquí es donde se escapan los domingos frente al espejo y a través de la ventana el tiempo inventa una guarida. Ella avanza junto a esos álamos amarillos que avanzan sin ser vistos y el aire verde mueve sus ojos de agua. Siempre fue ella en mis sueños, en mi esperanza, en mi osadía creciente como algo inalcanzable. Como el mudo lenguaje de un destino, ahora siento que camino sobre las ruinas de una iglesia incendiada hace siglos.
Por aquello que una vez salí a buscar, ahora sol y luna brillan con la misma fuerza. Aquí solo estoy yo. La oscuridad de mis ojos me impide seguir como entonces. El desamor ha vencido. El cielo y su espesura encontraron su fin. Ahora podré escribir.
Etiquetas: Bizancio, Pablo Milani