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Por Luciano Sáliche
I
Hay un poema de Fabián Casas, breve y asertivo, que dice: “La familia es una patología / que te acompaña toda la vida. / Por eso pongámosla en la heladera / para que no se pudra”. Y así, podría decirse, corren, caminan, se arrastran los personajes de Kintsugi, novela de la chilena María José Navia, con la familia en la heladera, en el fondo, bien al fondo, tapada, escondida, entre botellas, tapers y frascos. Pero, ¿cuánto tiempo puede durar ahí, enfriada artificialmente, sin pudrirse?
Tomás, Sofía y Eduardo, tres niños, después adultos, de nuevo niños, cuyas vidas se van desarrollando en Kintsugi, pierden a su padre. ¿Cómo? Desaparece, decide irse, y su madre queda a cargo. Esa fractura inicial, que en un principio pareciera sobrellevarse bastante bien, deja sus vidas agrietadas para siempre. Crecen y, sin saberlo, tapan esa grieta que se ensancha bajo la masilla, bajo la pintura, bajo el cuadro. Algún día, lo saben, lo intuyen, estallará.
II
El libro, que fue publicado originalmente en 2018 por la editorial chilena Kindberg y que este año edita en Argentina el sello Concreto, es una novela. Pero su estructura es generosa y puede ser leído como un libro de cuentos. Cada capítulo —narrado en tercera persona— goza de cierta autonomía y se concentra en un solo personaje: en general es un integrante directo de la familia, pero a veces aparece una mirada externa, una tía por ejemplo; en ese caso se narra en primera persona.
Pero los protagonistas son los hijos, la trascendencia de ese matrimonio fallido, de ese romance que se creyó único e inmortal. Tomás, Sofía y Eduardo, tres niños, después adultos, de nuevo niños, que giran alrededor de una idea de familia que les resulta ajena o, al menos, extraña. Una idea que les pesa demasiado. Para no tenerla siempre frente a los ojos, la ponen en la heladera. Para que no se pudra. Para poder seguir adelante. Pero, ¿cuánto puede durar ese frío artificial?
Sofía huye, se va. Planifica un viaje, luego otro, y construye su vida en otro rincón. Lo intenta. “Cada vez que le preguntan si echa de menos, Sofía tiene que mentir. ‘Sí‘, dice, ‘mucho‘, cuando en realidad la respuesta es: ‘No, claro que no‘. Aunque tal vez esa respuesta tampoco es apropiada”. Ya lejos, instalado en el extranjero, entiende que “eso era su familia ahora: unas cuantas conversaciones por Skype, algunos e-malis, su rutina de comprar regalos e ir al correo cada dos semanas”.
Hay un silencio en cada personaje que la novela deja al desnudo. Una intimidad que, así, al descubierto, a la intemperie, es un artefacto lleno de dolor. Una intimidad que, además y sobre todo, no se comparte. “Todos los hermanitos en un improvisado pacto de silencio”. Están unidos por algo que preferirían cortar, romper, quemar, destruir. Ahí, adentro de ese silencio, hay una tristeza nítida, profunda, que —pareciera— sólo puede contarse con literatura.
III
Una familia que no logre sembrar en sus integrantes unas pequeñas semillas de tristeza no es una familia, es una ilusión, un cartel publicitario, una estrategia de marketing, una farsa. Otro poema de Casas: “Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”. Pero, ¿cuándo aparece realmente la podredumbre: antes del enamoramiento, del amor establecido, incluso de la trascendencia, o después, en el desarrollo mismo de la experiencia familiar, en el ancla de lo rutinario?
“Quién sabe por qué decidimos querer a quien queremos y a quien dejamos que nos haga daño”, se pregunta la narradora que también, en un capítulo, cuenta la historia de los padres, de Caro y José, el amor repentino, el casamiento, los embarazos, el proyecto germinal: “Estaban rotos. Y habían decidido quedarse juntos”. Esa sentencia explica lo demás: la familia —“una máquina de producir ficción sobre sí misma”, dice Piglia desde el epígrafe— como origen pero también como destino.
IV
Cuando Edvard Munch pintó Cuatro chicas en Åsgårdstrand corría el año 1903. Ya había hecho su famosísimo El grito, ya había desarrollado todas las variantes de Melancolía, incluso había creado obras emocionalmente devastadoras como Desapego, Ansiedad, Muerte en la habitación de la enferma o El niño y la muerte. ¿Qué habrá pensado al ver a estas cuatro chicas en el pequeño pueblo de Åsgårdstrand, en Noruega, con sus caras rebalsadas de tristeza?
En YouTube un video arriesga una interpretación: las chicas salían del velorio de su abuela. Hay una versión anterior al cuadro donde la ropa es negra, acorde al luto, y el dibujo un poco más realista. ¿Por qué decidió morigerar la escena con colores más vivos pero dejó intacta la expresión de esos rostros? ¿Será una forma de decirnos, desde allá, desde principios del siglo XX, que la tristeza siempre va a estar ahí, como forma constitutiva de cualquier lazo que se precie de verdadero?
V
“A veces los padres no tenían idea de quiénes eran realmente sus hijos. A veces, la verdad, los padres no sabían nada de nada”, se lee en Kintsugi. Más adelante, una sutil apreciación metaficcional: “En ocasiones, las películas le recuerdan que hay gente pasándolo peor que ella, que hay familias más disfuncionales que la suya, pero hay otras que la hacen confrontar lo triste de su situación”. ¿Nos recuerda esta novela que “hay gente pasándolo peor”? ¿O subraya nuestras tristezas?
“En nuestra familia las preguntas son de mala educación, indican que hay algo que no sabemos, algo que podría estar mejor”, se lee en el libro. En un sentido concluyente, podría decirse que Kintsugi es un libro triste porque chapotea en el fondo y abraza la potencia de la tristeza. ¿Quién pudiera lograr que toda la tristeza del mundo se compacte en un libro, en una historia con personajes que se hunden, que no pueden, que no logran, como nosotros, como todos nosotros, pero más al fondo?
Kintsugi
María José Navia
Kindberg, 2018
Concreto, 2023
* Portada: «Cuatro chicas en Åsgårdstrand» (1903) de Edvard Munch
Etiquetas: Edvard Munch, Fabián Casas, Familia, Literatura, María José Navia, Tristeza