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13-02-2019 Notas

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Por José Luis Juresa | Esculturas: Dario Veruari

La caída de “la naturaleza”

La naturaleza que abordó la ciencia, clásicamente constituyó un objeto “externo” a la subjetividad, estático y siempre “por ser descubierto”. Así, el científico era un punto “extraño” al experimento, el agujero negro por el que la información del experimento se perdía si este se aproximaba demasiado a su presencia, o si el experimentador incidía en una proximidad que lo arruinara.

La teoría cuántica comenzó a cambiar la percepción de la “naturaleza”, ya que el observador, en el campo de la realidad material del micromundo de la materia, que tal teoría aborda con gran eficacia, incide en el experimento de forma determinante, a tal punto que esa “naturaleza” se altera, cambia, de acuerdo a la presencia constatable de tal observador, el que deja de ser pasivo y está, a partir de tal encuadre, en la “realidad” del experimento. Esto quiere decir que, desde la cuántica, la naturaleza pasa a ser la estructura de la realidad del sujeto. El conjunto de la materia, de la que está compuesta el observador, se despliega en lo que denominamos “la realidad”, que da cuenta de la presencia del ser humano en el universo, un universo “a la medida” de su existencia, y no otra cosa. La “naturaleza” entonces, está desde tal momento, en ese sentido clásico con el que la abordaba la ciencia, irremediablemente perdida.

La teoría del objeto perdido freudiano da cuenta de tal conceptualización de la cuántica, algunos años antes que su aparición, por lo que se puede considerar la primera “ciencia de la realidad” en aparecer dentro de su campo. Ahora mismo, la física de vanguardia da cuenta de ese cambio de “objeto” cuando algunos de sus científicos de avanzada, hablan de la “estructura de la realidad” y no de “la naturaleza”.

En todo caso, tal como dejan entrever tanto Freud como Lacan, la naturaleza humana, que no está “por fuera” de la ciencia, ni de la cultura, como producto humano, es una naturaleza hecha con los rastros de su presencia, de sus huellas, de esos rasgos de la memoria que se inscriben en algún tipo de soporte, sea neuronal, sea suplementario –como el papel o cualquier otro tipo de soporte de escritura–; memoria que el discurso capitalista empuja a hacer desaparecer.

La paradoja del discurso capitalista es que, en el extremo de su desarrollo, necesita hacer de tales vestigios de la memoria humana, que no es otra que la memoria de su presencia en el universo, tiendan a desaparecer, porque toma por error lo que es el fallo por el que tal naturaleza se convierte en realidad, la realidad en la que el deseo humano es su pieza fundamental. El discurso capitalista, aunque parezca increíblemente paradojal, empuja al retorno a “la naturaleza” en ese sentido clásico, estático y lineal con el que la ciencia clásica se presenta al servicio del “progreso” de las fuerzas materiales del dominio de los recursos de la tierra.

Ese retorno a “la naturaleza” debe ser interpretado como un retorno a “lo natural”, en el sentido de un estado del orden biológico extendido a otros campos de la existencia humana (como el derecho, por ejemplo) que le da al ser humano una presencia predominante y siempre “por fuera” de todo lo que lo rodea, es decir, que al no ser partícipe de lo que explota, podría no interesarle de ninguna manera tenerlo en cuenta, considerarlo, cuidarlo. Simplemente, lo domina el afán de usarlo y explotarlo, controlarlo y explotarlo, siempre desde un “afuera” que no le compete, que siempre deja atrás, que parece que jamás iría a rozarlo. Ese retorno a “lo natural”, confundido con “naturaleza”, es el punto por el que el psicoanálisis lo retoma para implantar allí el concepto de “pulsión”.

La pulsión, síntoma de lo cuántico

Por lo tanto, la pulsión es la expresión de esta divisoria de aguas que coloca a la naturaleza como “perdida”, y hace de la pulsión la “fuerza” de la realidad del sujeto. Esa “fuerza” en verdad, no es más que la expresión topológica y des-sustancializada de una fuerza por la que el movimiento libidinal responde a la presencia en el mundo de dimensiones espaciales que el sujeto no alcanza a visibilizar con su estructura percipiente, acostumbrada a las cuatro dimensiones en las que se mueve el cuerpo humano, más el tiempo. La ciencia física, esa de “la realidad” empieza a darse cuenta que el universo de la materia, tanto a nivel del macrocosmos, como el microcosmos, puede unificarse, o podría responder a un funcionamiento que conjugue la relatividad y la cuántica, suponiendo –como lo hace la teoría de cuerdas, o al menos algunas hipótesis de su factura– suponiendo –decíamos– la existencia de más dimensiones espaciales, específicamente, 10, mas el tiempo.

De este modo, la pulsión, de ser una “fuerza” tan inexplicable como la gravedad, en cuanto a su origen y su fuente, pasa a ser un recorrido, una topología cuyas dimensiones espaciales “extra” a recorrer, y que no percibimos, nos trae información muy valiosa, que se aloja en zonas imperceptibles pero que están “ahí”, dentro de una realidad que ya no es “natural” (estática y preexistente). La transdimensionalidad de la pulsión no es más que la expresión espacial de la materia que compone nuestro cuerpo, en el que acontecen los hitos de nuestra memoria, la “sede” del deseo, del goce y del amor, no por alojarlos, sino por “lugar de acontecimientos”, al que se anuda la memoria. El cuerpo humano es un cuerpo hecho de memorias que no solo son conscientes, sino memorias del goce.

Lo opaco del goce tiene que ver con esa información a la que no podemos acceder con los sentidos de forma clara y consciente, sino en el torbellino con el que, a ese nivel, el de las 4 dimensiones en el que percibimos, se pueden manifestar tales “rollos”, o “enrollamientos” espaciales, teniendo en cuenta que, justamente, los físicos aseguran que esas dimensiones espaciales “extra” se encuentran “enrolladas” dentro de las dimensiones con las que nos manejamos en apariencia.

Cabe mencionar que Lacan, en sus últimos seminarios, ya en la vanguardia del psicoanálisis y de la anticipación teórica, usaba la palabra “enrollo” con frecuencia, manifestando de este modo los puntos de detención en los que se le hacía difícil avanzar por, justamente, la incapacidad que tenemos para imaginarizar una multiplicidad de dimensiones que supere las cinco, siendo el 5 el “portal” a las otras.

Capitalismo, una simplificación inconcebible para la vida

Tal es así que entonces se nos presenta con toda claridad, a la luz de los avances científicos que nos van colocando en el umbral de un cambio trascendental en la concepción y en la mirada de la existencia y de la presencia del hombre en el universo, un cambio a nivel del sentido común que, tarde o temprano, nos hará ver la inviabilidad del capitalismo para la continuidad de la existencia humana, pero no solo desde el punto de vista sociológico, sino como modo de vida. Es decir, no se podría concebir ya más que la vida sea posible como tal bajo este régimen, vida como testimonio de haber vivido, al modo en que el poeta, Neruda, lo confesaba en uno de sus libros.

El capitalismo pretende, en la reducción del fallo al error, reducir la vida a otro de sus productos, comercializable, colocable en la góndola de la oferta y la demanda, descartable para su consumo, en el que no hay un solo vestigio de una transdimensionalización de la existencia al nivel que acabamos de mencionar, y en el que la “pulsión” como concepto, es profundamente subversivo, un desvió que legitima el “fallo” como la “ventana” que se le abre al sujeto para hacer de su vida algo que valga la pena vivir.

En ese sentido, es de una simplificación brutalista, como la de reducir la posibilidad de obtener información de 10 dimensiones de la existencia a apenas tres en las que el dominio y el ejercicio del control se hace posible, para sostener la lógica de la propiedad y del “territorio”, lo cual se contrapone absolutamente con, por lo menos, ese inicio que significó, desde Freud, la lógica del significante.

Dentro de ese dominio capitalista del territorio de las representaciones, la reducción del fallo (o fallido) al “error” permite hacer “correcciones”, y así, en todo campo científico lo que se impone es una lógica de las correcciones y de la aproximación “al patrón”, dicho incluso con toda la intencionalidad metafórica. El sujeto siempre es un “afuera” que debe aproximarse a la norma establecida por el poder de turno, y su vida será un pesado calvario rumbo al “alineamiento”, y las terapias psicológicas serán, antes que nada, un proceso “correctivo”, por no decir “un correctivo” a secas.

El sentido común es un procesador, un “achicador” de sentido que reduce todo a la lógica del consumo, y es un “implantador” al modo del “chip” que brinda significación cuasireligiosa a la existencia del individuo, ya logrado, ya “rectificado” de la división entre la necesidad (del sistema) y el deseo, que hace de la grieta su sentido Real. Esa grieta por donde la leche materna se transforma en un universo oscuro e indescifrable, caótico, opaco y gozoso, un “ADN” con el que el sujeto hará su aparición y tendrá lugar su nacimiento. Curiosamente, el psicoanálisis “descubre” que no hay alivio posible sin pasar por ese nivel de transdimensionalización del sentido, sentido Real de la presencia del sujeto en el mundo, un sujeto particular.

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