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Por Enrique Balbo Falivene
Como desperté triste podría haber escrito aquello de los versos esta noche; o escribir: la noche está estrellada, y titilan, azules, los astros, a lo lejos… Pero como mi tristeza era mañanera de tanto pensar me dieron las once, me hice una tortilla de patatas con chorizo y se me pasó.
Después de la siesta, más embotado por el vino que por el sueño (he aquí el triunvirato: no hay tortilla sin vino ni pan), salí a caminar.
Gracias a mi talento para perderme entre ejes cartesianos acabé topándome con una fachada, derruida y decadente, del que fuera Centro Socialista de Chivilcoy.
Hace muchos años empecé a investigar a mi madre como Auguste Dupin en Los crímenes de la calle Morgue; tenía doce años y apuntaba todos sus movimientos en una libreta, pero lamentablemente la vida no era como en los libros de Poe (era mejor); todas las páginas de mi libreta contenían el mismo itinerario, las mismas horas, el mismo lugar: salía de casa poco después de mediodía y volvía al atardecer desde el Centro Socialista. En realidad mis deseos eran sorprenderla con un amante pero pronto descubriría que estaba afiliada al partido, integrando además una de las listas en las elecciones comunales.
Al tercer sábado de vigilia alguien abrió las dos hojas de las desconchadas puertas de pino americano del Centro Socialista y se dirigió a mí, que me escondía detrás de un árbol, para pedirme ayuda.
Al entrar conté en una sala que olía a café y desinfectante y estaba abarrotada de libros e imágenes de puños en alto, hoces, martillos y estrellas rojas, unas veinte personas. Estaban dispuestas a ver una película y necesitaban a alguien avezado en el manejo del tracking.
(Aquí conviene establecer un paréntesis para explicar, ante la imposibilidad que algún joven lector se pasee por estas líneas, que en aquellos años las películas se reproducían en una videocasetera. Ésta era una caja generalmente negra, que contenía tres o cuatro botones de mando, uno de ellos era el tracking que servía, supuestamente, para estabilizar la cinta cuando empezaba a dar saltos. Cierro paréntesis).
Me acostaron en el suelo, con la nariz pegada a la videocasetera, apagaron las luces, sirvieron Amargo Obrero en unos vasos amarillentos y corrieron los cortinados. La película era triste, cruda, injusta; casi al final, en el trance de una escena desgarradora, todos se pusieron de pie y aplaudieron. Algunos lloraban.
Hacia el atardecer volvimos a casa con mi madre de la mano y en silencio. Fue la última vez que la seguí hasta el Centro Socialista, ese fue mi último sábado abrazado al viejo árbol que nunca pudo ocultarme.
Muchos años después, en Madrid, vi en la cartelera de unos de los cines de reposición de Gran Vía, que anunciaban la misma película, remasterizada. Entré a verla. Al irrumpir la escena que me había conmovido hace tantos años en mi pueblo, los espectadores repitieron el aplauso y el llanto.
Al llegar al final, cuando ya ganaban la pantalla los títulos de crédito, pasó lo que estaba esperando y la única razón por la que había resuelto volver a ver la cinta: la imagen dio dos pequeños saltos, casi imperceptibles.
La película era Los Santos Inocentes de Mario Camus y estoy convencido que en la cabina de proyección habría algún niño con un dedo tembloroso apoyado en el tracking y a último momento, vencido por la emoción, se despistó.
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