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04-07-2023 Notas

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Por José Luis Juresa

Ciencia de lo Real. Memoria del acontecimiento

Aquí se incorpora la consideración de la indeterminación como parte de la realidad del sujeto. Alguien llega al consultorio quejándose en una demanda dirigida al destino: ¿por qué a mí? Queriendo saber cuál es la cifra de un destino que se presenta como una desgracia justo para él, quien merece -como cada ser humano- otra cosa, siempre otra cosa. ¿Porque justo eso? Lo Real es que en la indeterminación no hay cifra, no hay aspecto simbólico a revisar o a reescribir para cambiar lo que le ha tocado, sino que hay falla, desvío, algo salió mal, algo no estuvo en donde debía estar y en donde ese sujeto, o ese individuo “se merece”, algo que no estaba antes ni podía ser previsto, y mucho peor, no admite ningún revisionismo acerca de si “hubiera o hubiese” hecho o estado lo que sea y en donde sea. Algo inasimilable e indigerible a toda fantasía “estomacal” de procesamiento absoluto y sin resto, se empecina en presentarse como parte de esa realidad en la que la ciencia interviene con esa pretensión absolutista, por lo menos la ciencia clásica de la determinación absoluta. Todo lo contable, lo registrable, lo secuenciable y ordenable en el modo en que se prefiera, parte de ese resto improcesable por el símbolo, indigerible, como el carozo de la aceituna, al que mejor escupir y dejar afuera, simplemente para poder disfrutar de la aceituna. Ese resto posibilita, en la medida en que se lo reconozca como indeterminado, es decir, como un resto en permanente estado de agitación, como dados en un cubilete que se agita sin que se vuelque y “colapsen” en un estado fijo, en un número, un incoercible por la determinación simbólica. Lo real es eso que resulta imposible de toda determinación, y que hace que el tiempo sea una ilusión necesaria para el que vive y relata desde una conciencia cuyo paso del tiempo solo se registra por tener un punto de partida, un origen, es decir, un punto en el que se instaura una pérdida respecto de una configuración anterior. La tan mentada “pérdida” -que en psicoanálisis parece un mantra que no asegura que se entienda de que se trata, es exactamente eso: vivimos en el tiempo de nuestro big bang personal, que para cada quien es distinto, y en esa relatividad va la vida, del mismo modo que la realidad en la que acontece.

En este registro, el de lo Real, hay una memoria, si, y es la memoria de las pérdidas que hacen que la vida sea posible en un tiempo distinto para cada sujeto, un tiempo indeterminado que acontece en cada pérdida. Al fin y al cabo, con la “vivencia de satisfacción” Freud dio cuenta de la instauración de una memoria que se desprende del símbolo, una memoria que se reconfigura en cada pérdida, es decir, en una nueva reescritura de la historia. No hay una historia “fija” y determinada, una historia “oficial”. Eso es lo que todos los poderes del mundo pretenden, porque eso estabiliza ese poder de una vez y para siempre. Lo Real es lo inasimilable de la historia que vuelve, una y otra vez, para marcar el paso del tiempo en una pérdida de hegemonía que reconfigura y reescribe la historia. No es el reloj diciendo acerca de la duración de los imperios, es la pérdida situando lo imposible del imperio eterno.

Para ser concreto en un ejemplo: los padres pierden la hegemonía desde la primera vivencia de satisfacción del bebé. Y eso porque ya no querrán reeditar el alimento solamente, sino porque lo desean, y lo alucinan. Y esa alucinación ya se trata de una realidad que no está hegemonizada por los padres, en este caso, la madre, si tomamos como el agente proveedor de la satisfacción primaria al pecho materno. Esa realidad alucinada del pecho que no necesariamente implica necesidad nutricia, sino deseo, comienza a construir una realidad con los medios de los que dispone la criatura prematura: todo, o casi todo acontece en su cerebro, y el resto de su cuerpo es un agente percipiente que se pone en función de esa realidad deseada o, mejor dicho, de deseo. O ambas cosas. El objeto ya se desprende (el objeto nutricio) de esa realidad, y esencialmente, ya no es necesario, sino es apenas un objeto a través del cual esa realidad se satisface (y lo que satisface es su construcción, no solo el hambre. El “hambre” es fundamental satisfacerlo, pero no es el hambre nutricio solamente, sino el hambre de deseo. La realidad humana no admite una reducción a la servidumbre del alimento, aunque se sepa que sin comer no podemos vivir)

Lo Real, entonces, deja en suspenso esa hegemonía, la de a la determinación absoluta de lo simbólico, y entramos en otra física, que ya no es el registro de una memoria de archivo, sino el registro de una memoria del acontecimiento, apenas el registro inevitable o de lo inevitable: que aquí ha pasado algo, y eso es el tiempo. Ha pasado el tiempo, pero porque ya no estamos dentro de la configuración inicial a partir de la que el sujeto puede “sentir” que el tiempo pasa, sin medirlo en términos absolutos, es decir, con un reloj compartido -en tanto medida- con el resto de los seres humanos del universo. Y esa configuración inicial está marcada por una pérdida por venir y que ya no es posible re configurar. La realidad se construye sobre la base de ese fenómeno que el psicoanálisis denominó “pérdida” de objeto. El bebé alucina (construye su realidad deseante, la cual es directamente su realidad) el objeto que ya no es el pecho de su madre, y ese es el primer disloque del objeto, o mejor dicho, del tiempo y del espacio, desprendidos ya del tiempo y del espacio en el que habita la madre (o la pareja parental). Desde esa primera acción, que podríamos denominar “acción mental”, pero que involucra a todo el cuerpo (solo que estamos acostumbrados a ver lo mental como separado del cuerpo) la realidad ya no es la de la necesidad nutricia, o esa “necesidad nutricia” se convierte en parte de la realidad deseante, y así es que el cuerpo pasa a poder ingerir comida solo con “apetito”, es decir, con el deseo de comer -por ejemplo- porque si no es así la comida es como si se tragase una lija. Ese fenómeno de la comida que “no pasa” sin el deseo de comer, sin el apetito, determina la realidad: el objeto ya no es la comida, sino la libido. Junto con la necesidad nutricia, va la libido, como una suerte de “lubricado” que acompaña al objeto nutricio para hacerlo ingerible. La libido es el objeto que va junto a la comida, siendo también parte de lo que se “come”.

Ese “paso” que marca la pérdida, que siempre será una pérdida de hegemonía -y eso es el deseo- indica una memoria que no es una memoria del registro, sino del acontecimiento: la realidad acontece y de eso tenemos un registro en el cuerpo. El cuerpo es parte de esa realidad deseante, y es sensible a su constitución. No es una memoria determinada, es decir, no hay un archivo del mismo modo en que se pueden juntar en una biblioteca las páginas de toda la memoria de lo escrito por los seres humanos a lo largo de la historia. Sencillamente toda esa escritura pudo no haber sido, en muchísimos casos, un acontecimiento. No lo es, seguramente, y solo cumple allí su función de acumulación. Estamos hablando de una memoria que radica en el cuerpo en la medida en la que el acontecimiento “recuerda” esa vivencia primara de satisfacción. Es decir, según lo que dijimos antes, lo que nos recuerda es la falla de la hegemonía anterior, la de los padres alojando a ese hijo como si fuera -su necesidad- la de ellos. Eso es lo que marca, en el fondo, el desprendimiento implícito en lo que Freud denominó “primera vivencia de satisfacción”. Por lo tanto, los modos de recordarla vendrán siempre del futuro, no del pasado, alterando una secuencialidad temporal a la que estamos tan acostumbrados porque vivimos dentro de un orden del tiempo que es el que necesitan las hegemonías, que instituyen siempre una temporalidad dentro de su “era”. Antes o después de Cristo, por ejemplo. O las independencias nacionales. O cualquier otra fecha en la que pretenda englobarse a todos, o a una totalidad. Aquí no se tata de la totalidad, sino de la parcialidad que hace a la realidad deseante en la que el individuo siente que vive. Y ese sentir es intransmisible en esos términos, los de una totalidad. Por eso el acontecimiento es un resgistro siempre por recrearse, siempre por advenir, como la vida en sí. No hay un registro “anterior”, sino el registro de una perdida “rodeada” por el intento hegemónico de determinarla con su propia luz visible, su propia representación del mundo, pero eso solo “promete” el advenimiento, impensado, de una nueva ruptura para una nueva “vivencia de satisfacción” que no sabemos que o como será. No tiene fecha ni registro “contable”. Es como si la vida se sostuviera latente, en un estado de permanente agitación, como si se tratase de los dados agitándose en un cubilete, hasta que se tiran los dados. Y sale algo, aunque sabemos que el juego sigue en la agitación del cubilete y en la próxima tirada, mientras nos quedamos con el recuerdo de lo que salió en la anterior…

La “vivencia de satisfacción” freudiana, entonces, es el punto de creación de la realidad, y lo que allí se satisface es eso mismo, no el individuo, sino la realidad que lo sostiene como sujeto, a partir de ese momento, en el que el tiempo empieza a funcionar para él y para la realidad en la que él mismo acontece como sujeto. No es algo que acontece en el interior y ni en el exterior de nada, sino en ese “entre dos” (al menos) de la relación primaria con el objeto materno. El padre es esa misma realidad que no queda adentro ni afuera de nada, sino en la relación entre el individuo y el objeto con el que interacciona, y es esa realidad que se construye en un recorrido que, a partir de ahí mismo, será equivalente al recorrido de la pulsión. No es absolutamente externo ni absolutamente interno al individuo en el que acontece la realidad creada, sino es una relación con el objeto que, a partir de ese momento, será un objeto intercambiable sobre un fondo vacío, que es el verdadero objeto. Más que vacío, diría indeterminado. El agite de los dados en el cubilete.

Por lo que vemos, hasta este momento, el sujeto o el individuo es habitado por diferentes registros de la realidad en los que acontecen distintos tipos de cosas y que responden a distintas ideas acerca de lo esencial de todo acontecer: el tiempo y el espacio en el que ocurren. La ilusión es la permanente idea de que estamos todos viviendo en la misma casa, pero resulta que no es así, y las vivencias y las realidades a las que están adheridas -esas vivencias- son relativas, diferentes entre sí. Es lo mismo que la relación de los hermanos con los padres. Todos viven en la misma casa, pero la versión que cada uno de ellos tiene de los padres es distinta, e incluso a veces parece como si hubieran tenido distintos padres aun siendo los mismos para cada uno de ellos. Tal vez sea esa diversidad lo que los relaciona en la fraternidad, y no la falsa idea de estar viviendo lo mismo. En realidad, no es una falsa idea, sino que es un registro imaginario de la experiencia, la de estar viviendo en el mismo “barco”: todos los hermanos tienen los mismos padres. Pero si se analiza la experiencia de cada uno más en detalle, se verá que las cosas no transcurren para cada quien en los tiempos y los espacios que cada uno puede suponer valido para todo los demás. La sensación de haber vivido distintas vidas con las mismas personas es la esencia de la fraternidad, que no es lo mismo que el fenómeno de masa, soportado en la identificación al líder. Por lo tanto, esa diversidad en lo aparentemente universal, es la esencia de lo que ese entiende como el registro ya no imaginario, sino simbólico, en donde el desplazamiento se produce hacia la relación entre los lugares y los signos que los designan: hermano 1, hermano 2 padre, madre, etc. Esas relaciones, no son las mismas, y relativizan el espacio y la temporalidad en la que cada uno vive, despejando el absoluto de lo imaginario, en la que creemos estar viviendo y andando en el mismo “barco” de la casa familiar. Ya no es lo mismo para cada uno. Y en esa multiplicidad se sostiene lo fraterno. También el problema de la soledad, porque ese problema se refiere a la pura diferencia, que se hace visible en el análisis, cuando se va al detalle de la realidad y vemos que esa realidad es muy distinta para cada quien. Esa es la soledad que se rechaza y cualquier consuelo identificatorio resulta bueno para agarrarse a un “común” que niegue la diferencia, a la ilusión de estar todos en el mismo barco, o en la misma casa, y que las cosas pasan del mismo modo para todos. Lo fraterno se funda en la diversidad, en la multiplicidad que hace a lo común, a la soledad de la diferencia dentro del único medio en el que esa diferencia es válida, o sirve para algo, que es lo común, en el sentido de la comunidad, de lo colectivo. Gerard Haddad ha escrito sobre “El complejo de Cain” en su último ensayo, colocando el complejo fraterno lógicamente como primario al de Edipo, ya que el psicoanálisis encubre -en su fundación- que el asesinato del padre ha servido como señuelo para dejar de lado lo irresoluble de la hermandad, eso que persiste toda la vida, incluso en su derivación en lo fraterno más allá del lazo de sangre. La muerte del padre simplemente es un modo de velar en un culpable la hostilidad puesta en juego en lo fraterno, una hostilidad volcada hacia lo Real, en la medida en que la hermandad es irresoluble, no se sale de ahí, en cambio el complejo de Edipo tiene solución en la muerte simbólica del padre. Diría que la muerte del padre tiene un aspecto Real, que es ese: no resuelve la hermandad, sino que la funda como su imposible. La prohibición acordada entre los hermanos, habla de esa fraternidad que es la memoria del acontecimiento imposible de un padre que es asesinado por el habla, y por el acto de nombrar. Dios se funda a si mismo nombrando las cosas que crea, y ese es el imposible que habita la hermandad, y que la hermandad no resuelve porque ese es el mundo, es la creación, y lo “resuelto” es su mismísima existencia.

 

 

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