Blog

Por Horacio Gris
De víctimas y locos
Hablar con la verdad requiere esfuerzo e implica arrojo por parte de quien la enuncia. Se trata de una práctica reflexiva y crítica, un ejercicio de despliegue. En su etimología, el término griego parresía significa «decir todo», «hablar con franqueza». Sin embargo, para Michel Foucault, la parresía va más allá de la simple sinceridad. Implica una actitud valiente y comprometida ya que su objetivo conlleva riesgos, por eso es un concepto articulador para comprender la relación entre el individuo, la verdad y la autoridad. En el contexto del espacio público la parresía implicará cuestionar las acciones, discursos y decisiones del poder. En la esfera privada, el cuidado de sí, llegar a una certeza en relación a uno mismo y, en lo posible, la transformación moral.
Lejos de la antigua Grecia y sus conceptos, hoy por hoy, exponerse es sencillo e incuestionado. Hablar de sí mismo con cualquier excusa resulta en obnubilamiento tanto para quien se muestra como para el público que completa la acción mirando. Al ser primario, pueril y automático -facilitado por las lógicas de redes- deviene en un paradigma narrativo que talla con rudimentarios golpes de efecto sus propias condiciones de existencia: lo ya vivenciado será lo cognoscible, lo sentido forjará la única vara, lo parcial y lo anecdótico se elevarán a un todo, refrendado en un sí mismo como cita de autoridad. Yo creo, yo siento, a mí me pasó. Y así. Máximas que, sin otros parámetros, caen en paradoja: Desde el borde del ego se proyectarán a una asíntota de intrascendencia esbozada por eslóganes genéricos. La confusión de considerar que haber nacido en este mundo significa tener algo para contar.
En el contexto de obras testimoniales donde hubo padecimiento puede resultar incómodo hacer señalamientos ante la posibilidad de encontrarnos con exhibicionismo -intencional o no- antes que con valentía reflexiva. Por eso no es raro leer críticas complacientes o superficiales ya que haber vivido, haber sentido o, mejor -peor- aún, haber sido algo funcionan como argumentos finales que, en paralelo, prestigian a quien se expone (a quien se muestra, en realidad) y dejan sin lugar a quien no aplauda. No son situaciones aisladas sino algo macro, podríamos llamar a ese movimiento victimismo. Al decir de Daniele Giglioli en Crítica de la víctima, la “mitología de la víctima es una respuesta a lo que se ha llamado el fin de los «grandes relatos» de la emancipación, es decir, de la posibilidad de que la «nada» (quien no puede, quien no sabe, quien no debe) devenga en «todo», como dijo el abate Sieyès acerca del Tercer Estado en los albores de la Revolución Francesa: una respuesta que anticipa e incorpora en sí la derrota”.
Es antipático formularlo pero no por ello imposible: No hay alquimia per se, que nos haya pasado algo malo no convierte al dolor en valioso ni a la persona en nadie más que alguien que lo padeció. Pero si la figura de la víctima establece por default una narración y su mera existencia se celebra, ¿cuál es la crítica posible ante ello?, ¿cómo decir algo evitando el campo minado del Yo, el horizonte de la ofensa y la vuelta en boomerang del argumento ad hominem?
Hace meses que se habla de Bebé Reno, la -en apariencia- contracíclica y por momentos entretenida y oscura autofiction de Richard Gadd, donde actúa de sí mismo bajo el nombre de Donny Dunn. La historia del acoso de Martha se recorre a partir de la pregunta del policía, en el primer capítulo, de por qué tardó seis meses en denunciarla. Esa voz que viene desde afuera es la que habilitará el flashback introspectivo. Ateniéndonos a lo que cuenta Dunn, él llegó a Londres con ganas de “ser alguien”. Algo contado al pasar pero que tendrá un peso sustancial no sólo en la trama sino en la ética del personaje. Nada malo en sí, pero sobre lo que se depositarán varias capas de sentido. El señalamiento de la tardanza generará distintas ideas en Donny en relación a Martha y su ligazón con ella, pero hay una que en vez de abrir puertas le pone candado al entendimiento, aquella que se esboza desde el capítulo más importante de la serie (el cuatro), que empieza con la advertencia de “contenido sexual que puede perturbar”, es decir cuando Dunn conoce a Darrien. Una ocurrencia que Donny no dudará en usar de piedra Rosetta de su neurosis; traducción dudosa en su caso, pero que replicará sin auténtico cuestionamiento. Me refiero a su interpretación de Darrien, en particular del hecho de que fue abusado por él. Una afirmación apresurada y automática que repetirá hasta el final (pese al final) de la historia. Es una sentencia tan incuestionable que merece la pena detenerse y ejercer la crítica: ¿Donny Dunn fue abusado por Darrien? Pregunta que lleva de manera directa a plantear la dimensión del consentimiento.

El capítulo 4 de «Bebé Reno» empieza con la advertencia de “contenido sexual que puede perturbar”: cuando Dunn conoce a Darrien
Complejizando el sí/no
En términos del liberalismo político clásico, el individuo se presenta al modo de un ser intencional y volitivo que por ello tiene la capacidad de celebrar y honrar contratos (económicos, políticos y por qué no sexuales). Pero que esto no suceda con sencillez en la práctica implica que, como sugiere Judith Butler en Consentimiento sexual: Algunos pensamientos sobre el psicoanálisis y la ley: «(…) el consentimiento es a menudo concebido como un acto discreto que un individuo ejecuta y que se basa en la presunción de un individuo estable, entonces ¿qué pasa con este marco si mantenemos la perspectiva de que el ‘yo’ que consiente no necesariamente permanece igual en el curso de su consentimiento?» Un pensamiento de espíritu heracliteano: No consentimos dos veces lo mismo (porque ya no somos los mismos); el sujeto, sin saberlo, se entrega a algo que lo transformará, sin conocer de antemano cómo. Tampoco consentimos como un todo; yendo al encuentro sexual/relacional, lo que hacemos es «explorar algunas regiones del ‘decir que sí'». Es menos abstracto de lo que aparenta: puede gustarnos una idea, la expectativa de, la fantasía de, pero su concreción puede que no. O quizás a medias, o a lo mejor en el momento sí y el recuerdo no. O al revés. En cualquier caso es importante distinguir entre lo que distó de lo imaginado (un encuentro fallido) de lo impuesto clara y unilateralmente contra la voluntad. En línea con lo planteado por Alexandra Kohan cuando, en términos criollos, formuló que acostarse con un boludo no es violencia. Butler lo sintetiza diciendo que a veces no es sencillo distinguir la violación de otras experiencias sexuales no esperadas o no queridas. Y lo que Dunn vivió podría ir en esa dirección. Butler sugiere que no somos nunca del todo activos conocedores y predictores competentes y, parafraseándola, quizás el cómico no fue del todo idóneo para establecer las consecuencias futuras de lo que consentía, a lo mejor, de modo voluntario o ambivalente. De sus monólogos posteriores se desprende que Donny deposita en la figura de Darrien un oscuro interés por dañarlo cuando, tal vez, Darrien en ese momento sólo fue por los resquicios posibles de las preferencias y ganas (veladas) de Donny, que convalidaría algo después, y que encontrarán algún tipo de amesetamiento en la figura de Terri. Todas las veces que Dunn niega o desestima su responsabilidad por el acoso de Martha (ante Terri, ante su ex Keeley y quien sea) son el reverso de su falta de implicación en lo que respecta a su vínculo con Darrien. Incluso que Derrien le explicitara que “el secreto para llegar alto es entregarse a todo” no le suma responsabilidad a él por enunciarlo sino, en todo caso, a Donny, quien monologará mucho al respecto pero sin tanta verdad, sólo armando una narración convincente. Para que se entienda, vale aplicar slow motion desde el cuarto capítulo:
1) Darrien se presenta como pansexual y como prostituta de la tv -definición, ésta segunda, que ilumina el rostro a Donny-, 2) poco después se encierran en un estrecho cubículo de baño a tomar cocaína, 3) una vez en su departamento le ofreció consumir drogas fuertes, 4) primero Darrien le preguntó si podía apoyarle un pie encima, 5) le acercó después la cara. Cuando Donny vomitó, a continuación de 6) masajearle la espalda y 7) penetrarlo con sus dedos, 8) Donny pidió que se detenga y 9) le hizo caso. También 10) le dijo que la próxima vez iría más despacio. 11) Cada encuentro posterior a ese, Donny volvió a aceptar drogas y 12) cada vez “lo encontró” con mano o boca en su miembro -mínimo cinco veces, según lo dicho por Donny-. 13) Después de eso, en un siguiente encuentro, y estando Donny inconsciente o casi, lo penetró. ¿Podemos decir que el límite del consentimiento era la penetración y que el abuso, si ocurrió, sucedió ahí?, ¿o que el límite se traspasó, si fue así, ya la primera vez que se vieron? La secuencia no es disruptiva ni tampoco engañosa, hay una linealidad donde Darrien habilita la posibilidad de interés por Donny, ofrece intimidad en aumento, cercanía corporal, contacto suave y después intenso. El increscendo es claro. “¿Es tan grande mi deseo de éxito que volveré, una y otra vez a su casa y dejaré que me abuse por un minuto de fama?” se preguntará Donny más adelante, como si hablara de otro, de alguien sin opciones o recursos, como si usara la palabra “abuso” asumiendo la complejidad del término, tomando riesgo al hablar, y eso lo angelara mientras posiciona al otro en terreno delictual. Cuando se viraliza el monólogo donde Dunn cuenta su historia, lo admite: “por primera vez en mi vida, sentí que estaba triunfando”. Triunfó el victimismo y ahí todo se acomoda, quienes ven el video se conmueven, son amables con él. Salvo Terri, que no lo vio. “Que te vaya bien es la mejor manera de decirle a tu abusador, fuck you, fallaste, no me rompiste” dirá Donny, que confunde causa con justificación; ya que, ¿por qué no poder pensarlo así? A lo mejor bajo la promesa de fama Dunn se permitió, habilitando a Darrien, ese porvenir sexual hasta entonces inexplorado y que muestra la serie. Pero este no será el único relato de abuso sobre el que se proyecta una sombra de victimismo; existen casos en donde la narración, por otros motivos, correrá en circuito cerrado antes que adentrarse en caminos desafiantes, con mayor grado de implicación o por fuera de lo anecdótico.
El eterno retorno
¿Por qué volvías cada verano? de Belén López Peiró es un libro malogrado. Poco más que el resumen de la causa que llevó adelante la autora contra su tío, policía bonaerense. Es un cortar y pegar judicial al que se le agregaron párrafos que la convierten, afirma Gabriela Cabezón Cámara en la contratapa, en “novela polifónica”: voces en primera persona de familiares, médicos, abogados y en menor medida la propia víctima y su victimario, que López Peiró recortó con la misma tijera y por lo tanto de forma esquemática. Eso no sería un problema grave si no fuera porque son las únicas piezas propias del libro (es decir que no son material del expediente) y suenan tan antinaturales y genéricas que incluso delatan el intento del artificio, como cuando una de ellas necesita aclarar “fui a buscar a Sofía a su casa. Sí, nuestra prima más grande”. Hay un párrafo donde toma la palabra Juan (abogado) que podría ser Lionel Hutz, el leguleyo de Los Simpson: «pedí justicia porque nadie más la va a pedir por vos. Ni siquiera yo”. O una pediatra que no dedujo el abuso: «Quizás vos, ahora, puedas tener más cuidado cuando tengas una hija. Y quizás yo, ahora, les preste más atención a mis pacientes». Un recurso que no encuentra el tono y encorseta las posibilidades de un texto que es también una denuncia.

«¿Por qué volvías cada verano?» de Belén López Peiró es un libro malogrado. . Poco más que el resumen de la causa que llevó adelante la autora contra su tío, policía bonaerense. Es un cortar y pegar judicial al que se le agregaron párrafos que la convierten, afirma Gabriela Cabezón Cámara en la contratapa, en “novela polifónica”
Belén, desde los 13 años, pasaba los verano en casa de sus tíos. El dique polifónico tildará de impertinente la pregunta del título cuando la enuncie en ataque frontal (“¿Y entonces por qué volvías cada verano?, ¿te gusta sufrir?”) o bien la evada con respuesta anticipada (“no tenías a nadie para que te cuide”), cuando no la invierta en querella: “Y así me entregabas cada verano, y así me recibían como parte de pago (…). Y vos seguías ahí inmutable. Sin entender que lo único que necesitaba era que (…) saques la vista del celular y me mires a los ojos. Que estés. Que no me entregues”. No es que la pregunta sea obligatoria, desde ya, pero titula a la obra, está plasmada en más de una ocasión, y podría ser un modo -al menos uno- de dar cuenta de las vivencias más allá de las voces fallidas o impostadas en dos bandos y lo legal. La justicia, en su accionar, pretende encarnar un proceso de verdad. Fuera de su contexto de aplicación, la burocracia, en cientos de folios mecanografiados, ¿revela algo íntimo sobre una vivencia? Al tomar el hecho judicial de garante material -trampa de la transparencia al creer que un proceso volcado en expediente es más verdadero que el testimonio libre- y al forzar voces en primera persona que hablan al lector o a la narradora -para inyectar, adrede, un sentido espeso-, PQVCV evidencia una construcción endeble y un intento de sellado contra fisuras de interpretaciones o ambigüedades; una esterilización para no pensar por fuera de lo ofrecido.
También podría señalarse que el abuso no recibe tratamiento, en el libro, en los términos de un texto de denuncia/testimonial. Cuesta decirlo sin que citar se confunda con ensañamiento pero vale la pena para que se entienda; los únicos momentos de cierto vuelo son imágenes y metáforas que exhiben la potencia del agresor, generando la incomodidad de una pornografía ¿involuntaria?, ¿compulsiva?, suelta, sin marco estético, y que no pretende ir más allá: “te quiere cojer tan duro como su cuerpo obeso se lo permite y sin forro como a su esposa. Te ve pasar en pijama y su pija se pone dura, tan dura como el bastón que usa para quemarle el lomo a los pibes de la garita”. O bien lo mismo pero al revés en relación a ella: «(…) cada vez que te ponés un short te pasás horas frente al espejo pensando que otros tipos podrían mirarte. Y ese deseo es el que te aterra, y esas piernas que fueron manoseadas ya no te pertenecen. Piernas de pendeja, de pendeja bien yegua, de yegua castrada». Al respecto, Camila Tojo en su trabajo Literatura y testimonio en la Argentina: de la posdictadura al ‘Ni Una Menos’ se vale de Agamben en relación a la dificultad para hablar de Auschwitz, en tanto callar equivaldría a adorarle en silencio, y dice: «La renuncia a contar lo sucedido implicaría atribuirle el prestigio de la mística. Pero por otro lado hay que sumar la problemática respecto al momento de la toma de la palabra, pues puede hacer de la narración de la vulneración vivida, un relato pornográfico o espectacularizante, en el que el lector se ubique en un lugar como de voyeur. Toda narración que busque representar lo espeluznante está atravesada por la trampa de hacer conmensurable y consumible de algún modo el dolor ajeno». No existiendo otro tipo de consumo más que el consumo en sí entonces ¿por qué decidir envolver el dolor sólo con obscenidad y transformarlo así en golosina para voyeurs? Al apostar a ingenuas provocaciones, López Peiró trastabilla una vez más.
Los yerros, en definitiva, amplifican el alcance del coro con autotune de buenos y malos y lo vuelven un checklist de perspectiva de género. Tono que quizás tuvo cierta justificación ante la espuma “deconstructiva” y pedagógica del efervescente 2015 (año de Ni Una Menos, colectivo al que pertenece la autora, siendo el libro del 2018) pero que hoy costaría diferenciar de uno generado por IA. Si bien, por suerte, en la historia verdadera se hace justicia y el abusador va preso, la novela incorpora en sí la derrota de no poder enunciar verdad por fuera del canon judicial ni de un explicadísimo sentido común feminista, a través de un titubeo entre una exagerada bajada empoderante estilo Nathy Peluso y la posición más llana de víctima. Lo más destacable del título son sin duda dos momentos desconectados del resto del contenido pero donde López Peiró sí dice algo por fuera del guión esperable: en relación a una abuela que describe como bruta, enfermiza y dependiente muestra un desprecio y una tirria que no se explican bien y sorprende: “No fui al entierro de mi abuela y no me sentí culpable”. Y profundiza: “Jamás probé ninguna de sus comidas ni me interesé por saber mucho de su vida. Ella siempre estuvo en la cama. Así la conocí y así se fue». También hace mención al bebé de una prima: «Lo tuve en mis brazos toda la tarde, me ocupé de él para no ocuparme de mí». Los dos personajes más indefensos que la protagonista de PQVCV le despiertan, en el mejor escenario, indiferencia. Son los únicos momentos donde aparece una voz prístina, por más que no se entienda cómo se posiciona o qué más la atraviesa. En cuanto al más allá de la literatura, todas las fallas narrativas no esmerilan el coraje de López Peiró para afrontar un juicio contra un comisario de la bonaerense; es tonto aclararlo pero, lamentablemente, quizás sí haga falta decirlo.
La retaguardia francesa
Del otro lado del océano Vanessa Springora escribió El consentimiento, un libro que por algún motivo lleva su foto de portada y donde, con más recursos que los de PQVCV, relata su historia con G (el escritor Gabriel Matzneff), teniendo ella 14 años y él 50. En esta prosa, también de obscenismo gratuito, el grueso del asunto versa sobre la falta de pudor y de ocultamiento con que se manejaba el escritor, algo que también sirve de excusa para plasmar lo que era la sociedad francesa a principio de los 80’; mundo chico, nos cruzaremos con referentes cercanos a Butler que entre 1977-1979 firmaron en Le Monde distintas llamadas a despenalizar las relaciones sexuales entre menores y adultos.

En «El consentimiento», Vanessa Springora relata su historia con G (el escritor Gabriel Matzneff), teniendo ella 14 años y él 50. En esta prosa de obscenismo gratuito el grueso del asunto versa sobre la falta de pudor y de ocultamiento con que se manejaba el escritor
Gabriel Matzneff, que basó su obra en narrar turismo sexual, sus “conquistas” y relaciones con menores, recibe un revés por parte de Springora cuando ella cuenta su versión de los hechos replicando en parte los modos de Matzneff pero vengándose en mostrarlo como un mal amante y deshonesto para con sus partenaires. Es decir, amalgama su testimonio de denuncia con algo que podría ser prenda de chimentos. Incluso alguien bajo el seudónimo de Lisi Cori (¿el propio G?, ¿alguien de su círculo íntimo?) contesta una defensa de Matzneff titulada La petite fille et le vilain monsieur y afirma con cierto asidero: “El consentimiento parece escrito para Gabriel”. Incluso -podríamos agregar- pareciera decirle “así como fuiste famoso en tu impudicia victimaria, hoy es mi turno con mi medalla de víctima”. Springora caerá en el mismo error que la narradora de PQVCV y que Donny Dunn en Bebé Reno en tanto exhibir el goce no implica pensarlo.
A pesar del título, que busca dialogar con la agenda francesa (publicado en medio de discusiones que llevarían en 2021 a la inclusión en el código penal de la prohibición de sexo sobre menores de 13 -siendo 15 la edad de consentimiento legal-), el texto no problematiza sobre el consentimiento salvo pocos párrafos -algunos lúcidos-, ni problematiza demasiado en general, aunque llega a hacer una lectura acertada de Lolita al no considerarla apología de la pedofilia. Lo que sí hace es una autobiografía esquemática; historia de la autora y su familia, intento por señalar la ausencia paterna y una fuerte necesidad de mirada masculina como predisponentes. La historia entre Springora y G es de varios años pero la cronología está llena de lagunas extrañas y no hay trabajo en los huecos del relato, el recorte lleva la intención de lo anecdótico y eso empantana cualquier abordaje por fuera del regodeo. La narradora una única vez se asomará al trampolín de una pregunta compleja pero sólo para echarse atrás ante la obviedad legal: “¿Por qué una adolescente de catorce años no podría amar a un hombre treinta años mayor que ella? Cien veces había dado vueltas mentalmente a esta pregunta. Sin darme cuenta de que estaba mal planteada, desde el principio. Lo que había que cuestionar no era mi atracción, sino la suya”. Por supuesto que si toda pregunta se contestara desde lo legal, no habría necesidad de escribir una línea al respecto de nada.
Más allá del storytelling del padecer
Pese a la singularidad de la experiencia, ciertos relatos pueden ser hablados por el ventrílocuo del lugar común, lo cual evidencia la falta de valor intrínseco. Volviendo a Giglioli, el italiano afirma que la palabra de la víctima, “absoluta por incensurable, (…) sobre la base de una norma fundada sólo en sí misma, pero suplementada por el derecho al resarcimiento del que la víctima goza, impone el tono de la réplica, fija el contexto, dicta los términos de la confrontación y prohíbe que se cambien por el (supuesto) bien del interlocutor”. La víctima condiciona pero también, dirá, garantiza una historia; algo que la convierte en apetecible para una cultura convencida de que el storytelling lo es todo. Contar una historia en el sentido de contar un cuentito, es hacer encajar unas pocas piezas grandes. Un rompecabezas infantil, un silogismo barato donde si “A” (la persona tiene un deseo intenso de ser famoso o tuvo un padre ausente en la infancia) entonces “B” (alguien se abusará de ello). Si algo comparten Bebé Reno y El Consentimiento es el buscar carencias inaugurales -y esta vez, en un menos por menos igual más, lo disgregado le suma un punto a PQVCV-: si para hablar de abuso hay que presentar una falencia primera y girar (en falso) en torno a ella, no es necesario personas que hablen sino atenernos a sus circunstancias. El storytelling termina borrando al sujeto en función de un sentido que se acepta sin cuestionamiento. Algo similar a cuando, en el contexto de discusiones de género, las singularidades y los síntomas quedan absorbidos o silenciados bajo un vago rótulo de “falta de deconstrucción”. Si todo es una especie de ecuación entonces no hay individuos ya que se excluye la posibilidad de elegir, la dimensión ética/subjetiva se reemplaza por fórmulas vía efectores externos. Si contar un abuso es sinónimo de explicitar o explicar una “inadmisible” diferencia etária y una inflada promesa de éxito (Donny Dunn y su reiteradas justificaciones sobre Martha y Darrien) o de atenerse a las leyes sobre las edades mínimas para relaciones sexuales (lo que ocurre en El consentimiento) o, sin más, aferrarse al expediente judicial del caso (PQVCV) entonces no hay ninguna valentía, ninguna pregunta, ninguna verdad singular; ni se podrá esperar demasiado del proyecto artístico plasmado salvo guiños a consensos epocales y al marco legal. A contramano, y a propósito de la denuncia contra Pedro Brieger, es destacable la crónica de Marcela Perelman por evitar lugares comunes y la espectacularidad; y, en cambio, hablar desde un lugar propio y plantear preguntas muy pertinentes. Esto tampoco quiere decir que evitar lo explícito sea obligatorio, no se trata de pacatería.
Recientemente Godot publicó Perra de la canadiense Marie-Pier Lafontaine, un relato brutal, sórdido y macabro. La narradora pone toda la compleja oscuridad de la que son capaces las palabras -y entonces hay que destacar la traducción de Agustina Blanco- al servicio de metáforas brillantes y una agobiante desesperación que por momentos inunda y en otros empeora al esconderse; el vals del terror en el seno familiar. El abordaje de lo corporal, con un cuerpo que deja de ser propio, que deja de ser cuerpo, que se pierde y se reencuentra, que se secciona, en fin: con un latir antiedípico, marca puntos tan elevados que por momentos esquizofreniza el relato. La opacidad de las vivencias de repente se abre al fulgor arrasador del incesto y un infierno surrealista es soporte para que la voz pueda habitar y hablar desde él, armando una consistente poética del horror. La interrogación tampoco falta y la narradora se preguntará qué tan distinta será de su padre; algo interesante, una víctima también podría ser victimario. Pero, a diferencia de lo mostrado en Bebé Reno, que encaja la última pieza al explicar el apodo puesto por Martha y sugiere un reinicio del ciclo, la herida que llevamos no dispara en automático ningún comportamiento ya que siempre hay una subjetividad (una responsabilidad, una ética) que media. El automatismo sólo funciona en tranquilizadoras narrativas victimistas, lo que aplica Disney desde hace tiempo al parchear historias de villanos (Cruella o Maléfica), y lo que hizo Gadd con su serie en Netflix. Incluso aquel es un recurso tan vil y mercenario que se puede volver en contra, algo que aprovecha Lisi Cori cuando se apropia de un pasaje del libro de Springora que «(…) contiene una curiosa revelación sobre Matzneff que debería haber conmovido a las almas caritativas en la infinita comprensión que profesan hacia cualquier víctima: a saber, que el joven Gabriel, cuando tenía trece años, fue ‘iniciado’ (y no es imposible de entender: abusado sexualmente) por un hombre cercano a su familia».
Si hay algo que queda en claro es que no hay valor propio en el malestar, injusticia o, incluso, crimen sufrido. Ser víctima no se trata de haber padecido. Es un sentido totalizante, pasivo, construido a posteriori del hecho y que envilece. Es una entidad alimentada con miradas, golem que se erige con el barro del dolor sin llegar a transmutar en otra esencia. La narradora de PQVCV expresa: “Llamarlas víctimas es volver a garcharlas otra vez. Y otra vez. Es convencerlas de que les cagaron la vida, de que su historia empieza y termina ahí (…), que su identidad se construye a partir de la violación”. No se puede más que acordar con la idea, aunque es conveniente remarcar que excluirse de la categoría tampoco es suficiente en sí mismo para exceptuarse. La palabra hebrea para dar vida al golem es «emet» (אמת), que se le traza en la frente. Para destruirlo, basta borrar una parte y dejar «met» (מת). «Emet» significa Verdad y, al modificarse, «met» es Muerte. La sencillez para su derrumbe y el enmascaramiento de las palabras deberían ser una advertencia sobre aquel barro amontonado para levantar criaturas que pueden volverse incontrolables incluso para sus creadores.
* Imagen de portada: «San Sebastián arrojado a la Cloaca Máxima» (1612) de Ludovico Carracci
Etiquetas: Abuso, Abuso sexual, Bebé Reno, Belén López Peiró, Gabriel Matzneff, Horacio Gris, Ludovico Carracci, Marie-Pier Lafontaine, Richard Gadd, Vanessa Springora, Víctima