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14-05-2025 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

Un influencer es un caballo arriba del techo: nadie sabe qué hace ahí ni cómo llegó. Bueno, si miramos bien, sí: está ahí para ser observado, para que las motos frenen, los autos bajen la ventanilla, los celulares le saquen fotos. Llegó especulando con la época. 

El influencer está en la línea histórica del mediático de los dos mil y los noventa, del líder de opinión o referente periodístico de los ochenta, del intelectual de los setenta. Pero acentuemos la banalidad y preguntémonos, mejor, qué tiene en la cabeza un caballo que está arriba del techo. Déjenme arriesgar: miedo. 

Miedo de dejar de ser un caballo arriba del techo. Aunque una coraza de novedad lo proteja, tiene miedo a caer: la vergüenza de la caída y la tristeza de volver al suelo. Por eso la tesura, la pose erguida, los dientes apretados, la sonrisa petrificada. Si de algo carece un influencer es de la paz que ostenta: es una bola de nervios. 

Aunque sueñe con que sea eterna la escena en que los voyeurs lo devoran con la mirada, sabe muy bien que todo pende de un hilo, que la fugacidad es inexorable, que su profanación es en vano.

II

El miedo de los streamers a quedar atrapados en la cárcel de la politización argentina no es novedosa pero sí inquietante. Si se lanzan a ese vacío es porque ven un atajo. En general lo evitan: le tiene  pánico a ese encierro.

Cuando Gastón Edul dijo en la mesa de Mirtha Legrand —conducida, ya no por Mirtha Legrand, sino por su heredera sanguínea— que valoraba la estabilidad económica del país y que se abrió el acceso al crédito hipotecario, las fuerzas marítimas de la coyuntura pusieron al periodista deportivo devenido streamer en su celda ideológica. 

Él quiso desmarcarse, ensayar una coartada rápida, restarle importancia a lo dicho, volver el tiempo atrás, pero como la situación no hizo otra cosa que empeorar dijo que “no fue un comentario político porque no soy quien para hacerlo”. 

“No usen mi comentario políticamente”, dijo, porque “como no sé de política no me meto”. 

III

No todo es política. Hay una zona muy grande donde la política no existe. Esa zona, como una gran nube blanca, se extiende. La utopía de la cordialidad. Una utopía pospolítica: cuando la reyerta merme, se vicie, se agote, emergerá ese mundo nuevo, límpido, sin conflicto, salvador.

Mientras tanto, alrededor, la vida, como escribía Vicente Luy, es «una bestia sentada junto a la otra oliéndose las bocas».

Eso que conocemos sistema de medios está en plena transformación. Mientras los trabajadores rasos, con salarios que quiebran a la mitad la línea de pobreza (520.000 pesos de sueldo contra un 1.100.000 para no ser pobre), están siendo entrenados para usar inteligencia artificial con un criterio uniforme, los influencers sobresalen.

Los influencers llegaron para aportar belleza, entusiasmo, superficialidad. Traen consigo, sobre sus cabezas, la gran nube cristalina, una promesa, la de que la política no existe. Mientras tanto, la vida ocurre, sucede.

IV

Gastón Edul no es un influencer clásico, un streamer total. Creció como periodista deportivo y logró, pese a su corta edad, viajar al mundial de Qatar con TyC Sports. 

Un día, tras lo que Wikipedia define como la Batalla de Lusail, los cuartos entre Argentina y Países Bajos —récord de tarjetas: dieciocho amarillas y una roja—, Messi le dio una nota a la salida. Pero hubo un cruce con otro jugador, uno de Países Bajos. El famoso “¿Qué mirás? ¡Andá pa’ allá, bobo!”. Edul estaba al lado. Le hicieron muchas notas donde contó cómo fue ese momento.

Ahí su carrera da un giro y el periodista empieza a coquetear con el streaming. Primero con Davo Xeneize, luego en Olga. También hay que destacar que Edul escribió un libro junto a Alejandro Wall: La tercera. Pero acentuemos la banalidad: lo interesante acá es cómo una carrera ligada estrictamente al periodismo deportivo volantea hacia el streaming, universo de risas y superficialidad que acapara todos los temas desde la idea de la intimidad exhibida, la “charla de amigos”. 

Es en ese marco, siguiendo el patrón del streaming, hablando de cualquier tema, desde la intimidad exhibida, que Edul hace un “comentario político”. Es ahí cuando pisa la trampa autoimpuesta. Es ahí cuando la máscara robótica se cae y la humanidad queda al descubierto. Pero Edul prefirió negarlo, resguardarse, volver el tiempo atrás, retroceder. Ya era tarde.

V

Los influencers también tienen medio. Saben que un castillo de naipes es más vistoso que sólido. La brisa del mediodía o la respiración agitada del pavor puede tirar todo abajo. Un influencer es, ante todo, un especulador, un vendedor de bijuterie de  moda. Convive con el miedo: su monetización consiste en esconderlo tras las cortinas de la celebración. ¿Y qué celebra el influencer? La época.

Los influencers son los que inventaron la cultura de la cancelación pero también sus presas preferidas. Saben que un paso en falso los pude dejar colgados boca abajo a merced del linchamiento digital. No quieren quedar pegados, pero ¿pegados a qué? ¿Cuál es el material viscoso que los ensucia para siempre? ¿La política acaso? O mejor: ¿el comentario político? 

Si las audiencias están tan fragmentadas, ¿por qué le temen tanto a la polarización política? ¿Será porque piensan el mundo en términos morales? ¿Será porque son “todo lo que está bien”? ¿Será porque no se reconocen en la bronca que se respira en cualquier esquina? ¿Será porque no quieren volver a pisar —si es que en algún momento pisaron— ninguna esquina?

El influencer es un utopista. Su máximo deseo, su mayor utopía, es que el mundo sea trato cordial y superficialidad. Vivir en una gran burbuja, cada cual en la suya y que los algoritmos hagan el trabajo de conexión. Que nada sea tan serio. Que todos sean felices.

VI

El miedo de los streamers a quedar atrapados en la cárcel de la politización argentina no es algo nuevo porque tenemos influencers de la televisión que pisan las cinco, seis, siete décadas esquivando cualquier tipo de apreciación política acerca del mundo que los envuelve, los adula y los envidia. Lo hacen manteniendo la sonrisa a fuerza de botox y voluntad. 

Pero obviando la gran obviedad de que no existe la posibilidad de ser apolítico, y que, en el caso de existir, su rol no es otro que mantener el orden tal cual está, conservado, individualizado, atomizado y a la derecha, los influencers insisten en el juego de la cordialidad. No pueden evitarlo: como si su existencia estuviera garantizada siempre y cuando no se rompa nada.

Pero los influencers también trastabillan, y cuando lo hacen es en vivo y en directo. Allá, arriba, el espectáculo. Abajo, las motos que frenan, los autos que bajan la ventanilla, los celulares que sacan fotos, los ojos de los voyeurs que los deboran.

Cuando un influencer patina con la cáscara del comentario político y quiere volver el tiempo atrás, ya es tarde: nos recordó que está ahí justamente por eso: por su condescendencia y su silencio. Tendrá que esperar que pase la ola, que la gente olvide, y volver a subir al techo. Pero esa pureza ya no está. No era tan importante, al fin de cuentas.

VII

Mientras el foco titila porque hay baja tensión o porque Edén está a punto de cortar la luz, le pido a la inteligencia artificial que busque la etimología de la palabra influencer. La influencia proviene del latín influentia, que a su vez deriva de influere, que significa “fluir hacia dentro”. 

Curioso: un influencer, que se desvive por capturar la atención de los demás, nació mirando hacia adentro. No él, sino sus antepasados lingüísticos. No importa, son juegos hermenéuticos. Acá lo interesante es esta tensión del influencer entre el adentro y el afuera. 

¿Qué tiene en su interior —su cabeza, su cuerpo, su alma— un influencer? ¿Hay algo bajo esa piel, bajo esa máscara, bajo esa cáscara?

Cuando un influencer se saca, ya no la máscara, sino el casco, la interfaz, los cables, cuando un influencer se quita una a una sus prótesis robóticas, cuando se despoja de su estructura algorítmica y muestra su humanidad, pierde. 

No imaginen a una chica de veintipico llorando frente a cámara la muerte de su abuela. No. Imagínenla como cualquier ser humano: sin tener que vender nada. Frente a cámara, sí, grabándose, sí, pero sin vender nada, sin especular con las emociones de los demás ni buscando la validación constante ni preguntándose cuántos hay del otro lado. 

Ella, con sus veintipico, con sus dudas oceánicas y sus certezas lánguidas, sin vendernos absolutamente nada. ¿Es posible?

VIII

“Hice un comentario desde un lugar lindo que es el sueño de mis amigos”, dice Gastón Edul y evoca un origen popular: que todos son de Boedo, que se conocen desde los diez años, que muchos son de clase media baja —o lo fueron, no queda claro—, que en otra época tenían que irse del país porque no podían ahorrar, pero que ahora sí. “Desde un lugar lindo”. 

También admite —se ataja— que no sabe de política, y que no quiere que lo posicionen políticamente. Después del posteo escrito, que es una respuesta a una cuenta libertaria que subió el recorte a su favor, viene un video. 

Gastón Edul habla a cámara y dice: “No estoy preparado para opinar de política, ¿quién soy yo para hablar de la realidad de la gente?” 

“Es injusto que me metan en el juego sucio de la política y que los partidos me usen”, dice. 

Al principio, el miedo parece impostado, torpe, exagerado. Pero prestándole una mayor atención vemos que no, que ese miedo es real. Como el caballo arriba del techo. Si lo mirás bien, detrás de su orgullo y su soberbia, está temblando. 

Que alguien baje a ese caballo, por favor.

 

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