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02-06-2025 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

En el barrio, en la cola del Pago Fácil, en las asambleas se escucha un ladrido. La resignación es un perro negro con los ojos inyectados de sangre que ladra con furia. El sonido retumba insoportable. Hacia él van, seducidos, cada vez más vecinos, contribuyentes, compañeros. Hay algo adorable en ese perro, ¿no? Hipnotizados y convencidos, cada vez más gente se le acerca y acaricia al can inmenso, que no agacha el lomo ni agradece el contacto; sigue tieso, intimidante. Sus ojos inyectados en sangre apuntan a los insumisos, a los que aún no sucumben, y les ladra con furia.

Stig Dagerman luchó contra ese perro como pocos. Hijo de obreros, militó desde muy chico en el sindicalismo anarquista de Suecia, escribió novelas, obras de teatro, crónicas, entrevistas, ensayos, vivió a fondo hasta que en 1952, a los 29 años, se sentó frente a la ventana y escupió en un papel blanco con renglones una obra excesivamente personal, desgarrada, incluso espiritual, como si hubiese metido su mano en la boca, hasta la garganta, hasta las entrañas y sacó esto: Nuestra necesidad de consuelo es insaciable. Se publicó en la revista Husmodern

Es un texto descarnado que desarrolla un bucle sucesivo de optimismo y pesimismo. La argumentación tiene una solidez tan grande que se vuelve irreprochable: “Puedo ver la libertad encarnada en un animal que atraviesa veloz un claro del bosque y oír una voz que murmura: ¡vive con sencillez, toma lo que desees y no temas las leyes! ¡Pero qué es este buen consejo sino un consuelo por el hecho de que la libertad no existe!” En esas páginas, Dagerman persigue la libertad hasta las últimas consecuencias. Sabe que detrás, acechante, ladra la resignación.

II

La resignación debería ser patrimonio de tipos como Antonio López Sierra, famoso verdugo franquista, que aceptó el trabajo porque “me da lo mismo, mientras me dé de comer”. Le ejecutó la pena capital a una veintena de personas. El último fue el anarquista Salvador Puig Antich. La herramienta era el garrote vil: hacer girar un tornillo hasta que el cuello metálico le destrozara la cervical al reo. Pero la tarde límpida del 2 de marzo de 1974 López Sierra estaba borracho. 

Esa tarde no le tocaba a él, sino a otro verdugo, su compañero Vicente López Copete, pero algo pasó que el hombre fue apartado del servicio, entonces se le encomendó ser su reemplazo. Esa tarde límpida del 2 de marzo de 1974 no tenía que estar ahí, con las manos en la máquina de muerte haciendo girar el tornillo. O no puso bien las piezas o el cuello del anarquista era demasiado fuerte, pero tardó unos veinticinco minutos en morir, torturado, por estrangulamiento. 

Ya retirado, ya anciano, un periodista lo fue a visitar. Antonio López Sierra vivía con su esposa en un departamento “donde lo único que parecía vivo era un pajarito que tenían”. No hace falta ser esotérico para saber que sus muertos lo visitaron todos los días hasta arrancarle la voluntad de amar, de respirar, de vivir, de todo, incluso la voluntad del suicidio que al verdugo se le negó la pena capital. Le ocurrió algo mucho peor: la muerte en vida: la resignación.

III

“No perdamos la capacidad de enojo”, dijo una compañera en el último plenario de prensa. Podría decirse, a simple vista, que eso era lo que sobraba, pero no, ella se refería a otra cosa: a no negociar nunca la posibilidad de reacción, a no apretarse fuerte las muñecas para obstruir la sangre, a no dejarse congelar por los vientos fríos de la atomización, a no acariciar al perro negro de la resignación. Hay un poema de Lucas Paulinovich, año 2018, que dice: “Habrá que reordenar / los odios / y hacer con ellos / por lo menos / algo”.

IV

Si “la libertad empieza por la esclavitud, y la soberanía, por la dependencia”, escribe Stig Dagerman, entonces “la señal más cierta de mi servidumbre es mi temor de vivir”. Pero hay una forma de “retener la libertad”: “crear belleza a partir de mi desesperación, de mi hastío y de mis debilidades”. La creatividad, entonces, como el motor. Pero de pronto, otra vez, el boicot: “La depresión es una muñeca rusa y en la séptima muñeca hay un cuchillo, una hoja de afeitar, un veneno, unas aguas profundas y un salto al vacío (…) El suicidio es la única prueba de la libertad humana”. 

Cuando Dagerman escribe esto, el fantasma ya no es transparente. Última resistencia: imagina liberarse del “poder de la muerte”, no “negar su existencia”, para “reducir a la nada su amenaza”. ¿Cómo? “Dejando de apoyar mi vida en soportes tan precarios como el tiempo y la gloria”. Y tampoco. “El mundo es más fuerte que yo”. Entonces desenvaina el arma definitiva: el silencio. “Mi poder será ilimitado el día que sólo tenga mi silencio para defender mi inviolabilidad, ya que no hay hacha alguna que pueda con el silencio viviente. Este es mi único consuelo”. 

Dos años después, una noche de 1954, cerró el portón del garaje, también la puerta que daba a la cocina, luego se subió a su auto, lo hizo arrancar y se dedicó a esperar. Inhaló todo el humo que pudo pero no le pareció suficiente. Quizás se sintió encerrado en su vehículo. Bajó, se sentó en el piso, cerca del caño de escape, la espalda contra la pared, las piernas estiradas, el sonido del motor de fondo. Siguió inhalando hasta que se desvaneció. Y eso fue para siempre.

V

Para contemplar el fuego hay que alejarse un poco. “Si adorás tu intelecto o que te consideren inteligente”, dijo Foster Wallace en una ceremonia del año 2005, “vas a terminar sintiéndote estúpido: un fraude siempre a punto de ser descubierto”. Esa impostura hoy, cuando el sentido común responde al exitismo neoliberal, es un contrapeso que obstaculiza las posibilidades de redención. Mientras la lucha por la supervivencia se dirime entre el empoderamiento individual y las movilizaciones colectivas, el cinismo intelectual juega para la primera opción.

Una posibilidad es morir en el nombre, dejar una gran obra, una fuerte consigna, firmarla y adiós. Valiosísimo aporte, sin dudas. Pero hay otra, más ingrata, más anónima, con menos laureles, pero muchísimo más poderosa: vivir en el colectivo. ¿O acaso en la lucha de los trabajadores del Hospital Garrahan contra el vaciamiento sobresale un apellido, un apodo, un héroe, una marca? ¿Acaso los científicos del Conicet movilizando al Polo Científico Tecnológico, a metros de Palermo Hollywood, enfrentando el ajuste mileísta, se esconden detrás de un nombre propio, de un salvador? 

Cuando las pantallas ensalzan el individualismo, cuando todos buscan likes, visitas, aprobación, también —aunque se tape y se niegue— crece el monstruo colectivo. ¿O qué es la gran movilización docente en Catamarca que tiró abajo el decreto de Jalil? ¿Y la pueblada en Jujuy por el triple femicidio? ¿Y los trabajadores de Página/12 con sus paros sucesivos? ¿Y los jubilados que cada miércoles resisten la represión? ¿Y el aguante de los fotógrafos? ¿Y los municipales en Córdoba y La Plata? ¿Y las organizaciones feministas? El fuego está en todos lados: brilla, arde, quema. Cuidado.

VI

Un trabajador que no lucha, que solo reproduce las condiciones de su explotación, que no las cuestiona, que no les coloca un signo de pregunta al principio y otro al final, un trabajador que no toma conciencia de su pertenencia a una clase social, la gran clase social, la que hace mover el mundo, la explotada, la humillada, la renacida, un trabajador que no hace honor a su estructura colectiva constitutiva, la solidaridad, la fraternidad, la unión, la sensibilidad, corre el riesgo de tropezar con la piedra del aislamiento y caer, tal vez, en el peor de los pozos.

Allá abajo está muy oscuro —¿quién no estuvo ahí alguna vez?, ¿quién no lo está?—; arriba, la luz, el cielo, a esperar que baje una mano salvadora, la del líder divino construido entre rosca, correlatividad de fuerzas de no sé qué y algún dedazo. No hay desvíos de redención, solo un persistente ladrido que te retumba en los huesos: un perro negro, inmenso, con los ojos inyectados en sangre, que te obliga a acariciarlo, a adorarlo, a rendirle pleitesía, sino te devora vivo, y vos lo acariciás, convencido de su bondad. El peor de los pozos: la resignación: la muerte en vida.

* Portada: Detalle de “La familia del infante don Luis de Borbón” (1784) de Francisco de Goya

 

 

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