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Por Javier González Cozzolino
La primera vez me pidió que la tomara del cuello, que la ahorcara.
Se había quitado una pollera larga, vino tinto. También la remera blanca. Y todo el resto.
—Ahorcame. Ahorcame, por favor.
Desobedecí. E intenté no pensar en la versión de ella que había venido antes de mí.
Sin embargo, se me vinieron escenas de SM y, acaso, la carga de alguna dificultad por parte de ella para llegar. Cuando cumplí mi tarea, me sentí un poco más tranquilo. Aliviado es la palabra. Creo que hasta le mentí un te quiero. Y me guardé el resto: que le había hecho el amor a la mujer más hermosa que había visto en mi vida.
Le debería poner un nombre, hacerla real, obligarlos a ustedes a creer que toda esta historia es cierta. No lo haré. La autoficción, además, es un vicio del que es mejor escapar. Y esto no es autoficción. ¿O sí?
Sus piernas largas.
Su “cuerpo hegemónico”.
Decenios de publicidades exhibiendo cuerpos como el suyo.
Cuerpos ajenos a los obreros del altiplano.
Incluso a mí.
Su cuerpo, sí. La aspiración inútil y perfecta de cualquier cirujano plástico, el mejor logro del doctor Frankenstein y una serie concatenada e infinita de lugares comunes que refieren a la belleza femenina.
—Ahorcame. Ahorcame, por favor.
Ella, oh, sorpresa, no obstante todo lo anterior, no se creía ni un tercio de lo que emanaban esas, sus formas.
Pero de aquello me daría cuenta con el pasar de los días.
Recién con el pasar de los días.
Estaba loca. Yo también creo que estaba loco. Por eso nos entendimos tan bien.
Supimos ser una máquina de fornicar perfecta, ruidosa, feroz. Una Harley rugiendo en cualquier ruta desértica.
Le debería poner un nombre.
No lo haré.
Debería también evitar más lugares comunes, como que “era fuego”. “Un fuego que lo consumía todo”. Pero soy un pésimo escritor y no sé de qué otro modo escribir sobre ella.
Antes de mí, entre las figuras masculinas preponderantes que la habían penetrado, se encontraba un cocainómano que dormía con un disfraz de conejo. Según ella, lo había dejado de un modo un tanto violento. Supe que no exageraba cuando ella, la sin nombre, hizo lo propio conmigo tras una fatalidad de mi salud que la dejaré así, neutra, sin definir.
—Me estoy muriendo, supongo.
—Tranquilo, no te vas a morir.
Salvo uno, a todos ella había abandonado. Para luego volver. En una sucesión indefinida de, lugar común otra vez -lo sé-, corazones rotos.
Corazones de todos, nuestros; pobres corazones que ella rompería y que, en los hechos, rompía como a botellas de whisky; grandes marcas escocesas destrozadas contra el piso damero que se encuentra siempre detrás de su cuerpo desnudo y que, a su vez, está encendido como una brasa. Toda la frase anterior: la estampa de la no-virgen santa.
Llévense una estampita de la no-virgen santa de recuerdo.
Detrás de su desnudez, los trozos de vidrio de cada uno de nosotros, los que nos fundimos en ella para quedar así, lugar común enésimo, rotos. Como nuestros corazones. Y, de aquel modo, sucesivamente. Etcétera.
En nuestra última etapa juntos, me acompañó hasta el inframundo, me besó y abrazó y se presentó como “la oficial”, “la verdadera”, “la única”.
—Soy yo. Soy la que está con él. Buenos días, buenas tardes. Sí, sí, yo lo cuido, yo lo protejo, no se preocupen. Está en mis manos.
Tres días después de mi último descenso me bloqueó de todo, desapareció. Y no, no la fui a buscar, como sí lo había hecho la primera vez. No había ya resto en mí para mover medio centímetro de mi cuerpo.
Ir y volver del inframundo lo deja a uno exhausto.
No aconsejo a nadie salir de la vida, ingresar en el mundo de los enfermos y los muertos y regresar.
Todas las fantasías que se han escrito sobre luces que se manifiestan, mochuelos que irrumpen tras una ventana, túneles violáceos decorados con melodías virginales y cosas por el estilo son mentiras: en el inframundo sólo hay espanto. Y jeringas.
Yo quedé, desde entonces, enfermo de espanto.
Hay un último recuerdo, que, cronológicamente, resulta previo a aquella, su última huida.
Era verano, creo que incluso fue antes de que camináramos kilómetros y kilómetros junto al mar, a veces bañándonos, otras abandonados al sol.
Era verano, habíamos hecho el amor y yo buscaba sacar hielo de su freezer. Mis manos son torpes, algo moví de lugar, un estante, intenté reubicarlo y así, de casualidad, encontré que, en un papel, doblado tres veces, se encontraban mis dos nombres y mis dos apellidos, escritos en rojo.
Nombre uno.
Nombre dos.
Apellido uno.
Apellido dos.
—¿Qué es esta estupidez? —pregunté.
—Nada —dijo ella y quiso ver qué hacía con el papel.
Aún no me encontraba sugestionado. También eso es cierto. Y por aquella razón no le di la importancia que merecía.
—No tenés por qué meterte en mis cosas —dijo ella.
Acomodé el freezer, evité discutir.
De verdad: no le di la importancia que ahora sí le doy.
Nombre uno.
Nombre dos.
Apellido uno.
Apellido dos.
Todo en tinta roja.
En un papel plegado tres veces.
Congelado.
Creo que sonaba una vieja banda de los 80, Fricción, “Perdiendo el contacto”.
O tal vez me hubiera gustado que sonara aquella música. No interesa. Sí, en cambio, que, si aquello lo tenía escrito desde poco después de nuestro primer encuentro, podían, desde lo esotérico, explicarse muchos acontecimientos de mi vida, incluido mi ingreso al inframundo. Y el dolor. E incluso su abandono para buscar a otro que sí la obedeciera y no se negara a ahorcarla mientras le hacía el amor.
En los días finales, o dicho mejor, antes de bloquearme por completo, me dijo que yo era cocaína, que la hacía sentir plena, que me amaba, que también me odiaba como a nadie en el mundo.
Estaba loca, tal vez como yo, pero un poco más.
-Quiero que te mueras -me dijo también.
Intenté calmarle la furia. Explicar que me dolía el espanto del que me había enfermado tras estar en la tierra de los enfermos y los muertos.
Ella me respondió con su silencio.
Me quedan ahora fotos, también algún vídeo. Nada importante. Imágenes que sólo me hacen daño.
Entiendo que no fue real. Que todo formó parte de un viaje antes de regresar a la tierra que habitan los que están por irse y los que se fueron.
Prefiero entenderlo así, y no ponerle un nombre, un nombre que trabaje como invocación y que la traiga de nuevo a mí.
Luego, no sé cómo termina esto. Ni si termina.
Tal vez con un punto final. Y, tras el punto, con la imagen ominosa de mí mismo orinando, antes de salir a la región del dolor que habito, donde todo huele a heces, orina y sangre seca, y que me enferma de todavía más espanto.
Esa región donde hay enfermedad. Y muerte. Siempre (después) muerte. Desde antes de conocerla. Pero, en especial, tras aquella primera vez, donde me pidió, en un susurro, tras besarme, que la ahorcara.
—Ahorcame, querés. Ahorcame, por favor.
Ella. Carajo.
—Ahorcame, llevame al borde del placer.
La sin nombre.
Con su tinta roja, sus rituales y su cuerpo, ese cuerpo que, quizás, ahora mismo —mientras como un anciano termino de repasar estas memorias frente a una fría pantalla de una todavía más fría habitación —, se encuentra atado con un cinto, por el cuello, a una cama de hierro, a la espera de que el Diablo le dé duro hasta hacerla acabar. Como Dios manda.
Debería salir ya de aquí.
Las ganas de orinar inflaman mi vejiga.
Podría hacerme encima.
Pero no puedo.
Queda aún la última frase.
Aquella que le dé fin a todo esto.
Aquella frase que no encuentro en esta tarde de gritos que me vienen de lejos, mezclados con la música que alguien ha puesto. “Young Folks”, puta madre.
Como si aquí nada pasara.
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