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Por Juan Jorrat
Publicada en el año 1932, la novela El puritano del escritor irlandés, Liam O ‘Flaherty (1896-1984) narra las peripecias de Francis Ferriter, un periodista ultracatólico que, influenciado por el exceso de celo de su religión, decide llevar adelante un asesinato apuñalando a una prostituta que vive en la misma pensión y de la que está secretamente enamorado. El libro explora cuáles son las consecuencias de tomarse al pie de la letra una religión cuyos predicadores y sacerdotes están cada vez más alejados de los postulados que defienden y pregonan pero cuyo mensaje puede llegar a repercutir en los sectores más postergados.
Uno no puede perseguir y odiar sin tener algún grado de cercanía con el objeto de su ira. Tal parece ser la idea de esta novela -que al igual que su obra más famosa El Delator (1925) y llevada al cine por John Ford-, transcurre en un día en la que el protagonista cansado y fastidiado de que nadie escuche sus quejas y lamentos del ambiente de putrefacción y pecado que lo rodea decide realizar un sacrificio para el que está persuadido e inspirado por la voluntad de Dios.
Ferriter –que pertenece a una sociedad de vigilancia (una suerte de liga patriótica irlandesa fundada en el año 1911 por los dominicos)- es un militante y activista, además de redactor, que lleva una cruzada contra la literatura inmoral que se publicaba por aquellos años y que no tendrá reparos en incendiar libros y locales cuyos contenidos estén en contra de la doctrina y moral católica. Convencido de la utilidad de sus acciones, el protagonista no tiene ningún reparo o culpa a la hora de actuar en defensa de la Fe católica a pesar de que ello pueda producirle problemas con la ley. Si bien algunos de estos hechos que ha producido sean mirados con cierto recelo por parte de los miembros de las sociedades y grupos tradicionalistas a los que pertenece, su paciencia será colmada por la indiferencia ante sus quejas por el ejercicio de unos de los oficios más antiguos del mundo: la prostitución. Si el fanatismo enceguece, el abandono y el sentimiento de desamparo pueden activar mecanismos de escapatoria mucho peores que los que una convicción religiosa pueden conllevar en sí. Todo fanático necesita un enemigo en el que descargar sus culpas, pero ¿qué ocurre cuando un perseguidor lleva acabo su tarea con demasiado empeño sin importarle las consecuencias? ¿Acaso no puede terminar siendo contagiado por aquello que combate tan firmemente?
Una denuncia desestimada
Luego de cometer el asesinato nos enteramos, gracias al propio testimonio de Ferriter ante la policía, que él había denunciado tanto a la prostituta que vivía en su pensión como a un joven que frecuentaba sus servicios y que es hijo de un refinado doctor que pertenece a la aristocracia irlandesa. Un hijo de una familia adinerada que se codee con el bajo fondo y mantenga relaciones con una ramera no parece ser motivo de indignación para los integrantes de estas sociedades integristas (tan acostumbrados a predicar la moral como a practicar una doble vida), pero para un miembro de esa sociedad católica venido a menos que practica la castidad y que vive acorde a la moral que predica le resulta algo no solo inadmisible sino inocultable.
Una cosa es denunciar los males del mundo moderno como la prostitución, el socialismo o el ateísmo, sentado frente a una máquina de escribir; otra cosa es convivir cara a cara todos los días con los actos impúdicos que uno misma censura. Ferriter (que en su concepción moral tanto el hombre que paga por estar con una mujer como ella que accede son igualmente culpables) denuncia infructuosamente las relaciones entre los dos criminales a la sociedad de vigilancia y esta se niega a tomar cartas en el asunto. Ante la negativa a tomar represalias, el protagonista decide hacer lo que denomina “sacrificio de la sangre”. Lo que significa eliminar el pecado del mundo que lo obsesionaba y que no podía permitirle vivir en paz.
Lo interesante de este asesinato en sí no es la justificación que hace el protagonista del mismo sino como una vez producido, recurrirá a las fuentes de las que se nutrió para que estas justifiquen su accionar, y es en este momento que nos damos cuenta que Ferriter está completamente solo. No solo su familia que lo considera una persona extraviada por la religión y una suerte de paria que es mejor tenerlo lejos, sino el propio diario en el que trabaja, así como el sacerdote que es fuente de consulta sobre sus dudas y temores, le dan la espalda y niegan que el asesinato de una pobre prostituta sea un acto de Dios. Para ellos es simplemente un loco irrelevante que no entiende de religión al que no vale la pena tomar en cuenta.
A partir de este momento en que el protagonista entiende que queda solo, el odio y el aislamiento serán dos cualidades que a lo largo de la novela se verán acrecentadas a pasos agigantados. Rechazado por los propios, Ferriter se ve cada hora más acorralado por la policía que empieza a sospechar de su conducta y una reprobación los que supuestamente debían velar por el orden moral.
Confesión y conversión
Cada vez más incomprendido y asediado, Ferriter decide entrar en una iglesia para hallar una explicación de lo que hizo. El cura anónimo con el que se confiesa pronto se entera que Ferriter estaba secretamente enamorado de la mujer que asesinó y que hizo todo lo posible por salvarla a tal punto que no accedió a los avances sexuales que ella realizó y llegó a convencerla de asistir a misa. Movido por la compasión y la ternura que le inspiraron la historia de violencia y pobreza de la mujer, Ferriter quiso ayudarla para que dejara esa vida pecaminosa y volviera a ser la niña que fue en su juventud. Una fotografía de la joven prostituta vestida como una Hija de María logró doblegar el odio que sentía por ella y hacer lo que estuviera en su poder para rescatarla; es así como le pide ayuda a sus familiares, a sus compañero de trabajo y a los miembros de la sociedad que pertenece para que le consigan un trabajo y pueda llevar otra vida.
Pero sus intentos de ayudar fueron infructuosos y Teresa (tal es el nombre de la víctima) parece no poder o no querer salir del mundo de violencia y prostitución en el que está imbuida y busca permanecer al lado de los hombres que la golpean y la humillan. Ferriter, que buscó rescatarla y tratar de evitar que continuaran dañándola ante la decepción que le produce su intento de ayuda se enfurece más, tanto con ella como con los hombres que la abusaban. Incapaz de lograr algún tipo de auxilio, su odio se concentra en lo que ama y para destruir el pecado, el mal y la ira tiene que poner fin al objeto que lo produce.
Durante la confesión, Ferriter no tiene más remedio que admitir que en los pensamientos pecó y pensó en ella de manera impropia creyendo que tales deseos eran inspirados por el Diablo y que solo había una forma de terminar con ellos. El sacerdote, al igual que los otros miembros que Ferriter creía sus aliados, tampoco comprende del todo sus motivos del asesinato. Es en este momento que el protagonista sufre una conversión; ignorado y enfurecido con los propios tiene el firme convencimiento de que fue estafado por la religión que él tanto defendió con la acción como con la prensa escrita y llega a la conclusión de que “no hay Dios pero el hombre tiene un destino divino”.
Ferriter termina por darse cuenta que aquello que aprendió y le inculcaron de joven no eran más que mentiras, delirios sin ningún fundamento, pero por sobre todas las cosas que aquellos que combatían a la impureza eran, junto con los impuros, dos caras de la misma moneda, de la misma forma que el odio y amor pueden ir juntos. Aquello que tanto los moralistas repudiaban no era algo extraño y repulsivo, sino más bien una pieza que está dentro de todos y que por ende es inútil tratar de obsesionarse con destruir esa parte. Lo único que podemos hacer es aceptarla.
El arresto
Derrotado y defraudado, decide pasar la última noche de su vida en libertad con dos prostitutas que lo emborrachan y lo dejan tirado en una cama hasta que finalmente la policía, que hacía rato había averiguado la identidad del asesino y lo estaba buscando, lo encuentra y lo lleva detenido. Una vez que está preso y esperando una probable condena a muerte, vuelve a negar la existencia de ese Dios que lo llevó a cometer un crimen. En la novela sólo parece haber un hombre que comprende el porqué de sus acciones pero que por supuesto no puede hacer la vista gorda y es el comisario Lavan, encargado de esclarecer el crimen. El policía parece ser el único que no lo juzga con severidad y muestra un atisbo de entendimiento a la hora de evaluar los resultados de las arengas y discursos eclesiásticos y cómo repercuten en las mentes de aquellas personas influenciables. En su declaración escrita Ferriter afirma que su asesinato en realidad fue una completa rebelión contra una falsa idea de Dios inspirada por personajes taimados llenos de patraña que lo obligaron a matar aquello que era lo más sagrado, lo más querido.
* Retrato de Liam O’Flaherty, a cargo del pintor Harry Kernoff, sin fecha.
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