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Por Pablo Manzano
¿Los organismos son algoritmos, es la vida un mero procesamiento de datos? Los signos de pregunta preservan una esperanza, son una concesión a nuestros fetiches humanistas y románticos. Porque somos de corear salmos a la libertad y la voluntad. Solemos cuestionar una visión que calificamos de empobrecedora, reduccionista, ya que, decimos, ignora nuestra riqueza subjetiva, espiritual, política, vital, experiencial. Argüimos que esa visión no capta la esencia profunda de lo humano, el misterio de la realidad última. Pero lo cierto es que (nadie se la banca) el enfoque científico nos resulta descarnado, aguafiestas. Es un incordio para nuestro escapismo. Pretende, con algunas de sus narrativas, desmontar las nuestras (tan creativas), disputarnos el sentido en un mundo sin sentido. No, no estamos para esa clase de desengaños.
La historia del procesamiento de datos habría empezado con modificaciones en el ADN y el cerebro. Una innovación que le permitió a nuestra especie crear conectividad y sacar ventaja sobre otras. Sin duda la disgregación afectó a esas redes, pero con ello también aumentó la cantidad y diversidad de procesadores para un mejor análisis de datos. El asentamiento y la vida sedentaria contribuyeron a desplegar redes cada vez mayores. Más tarde nos vimos interconectados por la escritura, el dinero, la ciudad, el imperio, el magnetismo de la cooperación (nadie se salva solo). La humanidad se lanzó a las conquistas, el comercio, la exploración. La información fue fluyendo cada vez más, todo se volvió crossover. Nuestros algoritmos, más complejos que los de un neandertal o cualquier animal, nos dotaron de capacidad para narrar, para creernos (y emocionarnos con) la enorme variedad de lenguajes y realidades que llegamos a crear. Hasta que un día creamos también algoritmos externos, y entonces nuestro humano sistema de procesamiento se reveló mediocre.
Pero ¿se puede afirmar que solo somos información? Otra vez estos signos, justamente para no afirmar (para conciliar). Hoy se sabe que el ADN no es un guion rígido, sino que la expresión genética depende del entorno y la experiencia. De ahí que los anti-reduccionistas de moda reduzcan todo al azar poético, a la imprevisibilidad romántica: el gen no manda, el dato no ofrece certeza. Sin embargo, aunque la epigenética haya superado al determinismo más duro (los genes se activan o no dependiendo del ambiente y los hábitos), esto no significa que la información no siga siendo un marco sólido de posibilidades. Se trataría más bien de un azar acotado, de una biología dinámica y sensible al entorno y la experiencia. Además, en muchos ámbitos de la biología moderna se sigue concibiendo a los organismos como sistemas de información. Los postulados de Maturana y Varela, según los cuales ningún ser vivo es un simple receptor y procesador de datos (sino que se reorganiza en cada interacción del cuerpo con el entorno), son influyentes en la biología teórica, en la filosofía de la ciencia, más que en la ciencia misma. La biología de la información, aunque cuestionada, sigue siendo mainstream, potente, útil en lo experimental.
Lo anterior no impide señalar las debilidades conceptuales del transhumanismo. Según Silicon Valley, los transhumanos podrían vivir mucho más, con un control absoluto de sus estados de ánimo y emociones, sin experimentar depresiones ni sufrimiento. Más allá de si las entidades animadas son en esencia información o no, el error de estos visionarios estaría en su comprensión de la información biológica, en pensar que puede ser manipulada. Es la idea del cerebro como dispositivo computacional. La convicción de que nuestros patrones informativos (eso que algunos llaman «ser») son digitalizables, de que un día la información entre lo vivo y lo no vivo será totalmente traducible, de que escaneando la estructura cerebral (como en Black Mirror) y ejecutando un algoritmo se podrá emular ese cerebro. Es la presunción (obsoleta, dicen los críticos) de que determinadas capacidades mentales están ligadas a áreas específicas del cerebro, y de que la causalidad genética es unidireccional, es decir, que hay genes que codifican rasgos complejos (los preferidos del transhumanismo): concentración, autocontrol, bondad, empatía, amabilidad… Es la visión de que aumentando la cantidad de hormonas y neurotransmisores nos harán mejores pensadores y mejores personas.
Pero la ficción transhumanista no acaba allí. No solo se augura que encontraremos placer hasta en el té (estar siempre presentes y conscientes, como predican quienes tienen un alto nivel de New Age en sangre). La promesa de una cognición potenciada vaticina que los transhumanos serán capaces de leer, memorizar y comprender todo el contenido de la red mundial, como Scarlett en la película Lucy. El posthumanismo, por su parte, va (ve) más allá de la mejora de la especie: anuncia fusión, transformación, nuevas formas de existencia. Seres cada vez menos biológicos, interconectados, accediendo a pensamientos, emociones y memorias ajenas como si fueran propias, trascendiendo la conciencia individual y participando de una conciencia que a todos nos engloba (aquella Panconciencia de Marcelo Cohen en la novela Donde yo no estaba).
La diferencia, quizá, con la conciencia única del idealismo (la que promocionaba incluso Schrödinger con ayuda del hinduismo), es que esta no es creada ni emerge de ninguna parte, es la mente universal que siempre ha estado allí, incluso antes de la vida. Mientras que la conciencia única posthumanista se habrá creado y expandido (hace rato que estamos en ello) mediante la datificación, el aporte constante al sistema de procesamiento, la integración total de cada cual en ese ente unificador que llamamos Big Data. Cada 8760 horas se generan más datos que en toda la historia de la humanidad (seguro que este dato ya es viejo); la mayor parte de ellos, autorreferenciales. ¿Qué sentido tendrían nuestras experiencias, pensamientos y sentimientos si no se pudieran datificar? ¿Qué sentido tiene desacoplarse, no ser parte de algo más grande? Se cree que la información digital, tarde o temprano, superará a la información biológica que existe en el planeta. Disueltos en el gran flujo superior, presagia el posthumanismo, tal vez ni siquiera necesitemos de un cuerpo.
Mientras cumplimos como siervos con el mandamiento de maximizar los datos, los señores tecno-feudales, dice Varoufakis, extraen valor de la renta y el monopolio, en un nuevo escenario sin competencia. Cierta izquierda cree sin embargo que el griego se equivoca, que, pese al cambio y la novedad, no se trata de un sistema económico totalmente nuevo. El capitalismo, según esta perspectiva, solo ha adoptado otras formas y sigue vivo (capitalismo, socialismo, patriarcado: hay que mantener vivo al enemigo). La valiosa producción de datos no remunerada no sería servidumbre, pues los siervos no migran, mientras que nosotros podemos hacerlo libremente, de una plataforma a otra. Con lo que la dinámica de mercado y la espiral de competencia (esencia capitalista) siguen rigiendo la economía actual. Compiten por nuestro tiempo y nuestra actividad registrada (siempre a la venta), y lo hacen con mejores contenidos o algoritmos. Compiten por anuncios o inversiones. Y se sigue compitiendo por los beneficios, aunque la mayor parte de estos no provengan de los precios de servicios o la explotación laboral, sino de los datos en la nube.
Si el capitalismo venció, dicen algunos, fue por ser un sistema de procesamiento de datos (descentralizado) más eficaz. Hoy, más allá de ser siervos o proletas de la nube, consumidores o productores de (esa palabrita) contenidos, somo todos dataístas. Vivirás conectado/a/e, maximizarás los datos. Reclamarás protección, pero sin dejar de participar un solo día de esa data-conciencia que todo lo contiene. Harás fotos de todo, como un japonés de antaño; compartirás poemas, reflexiones, opiniones, humoradas y plagios. Alimentarás la Big Data, para que crezca y aumente la posibilidad de acierto de sus eficaces algoritmos. Puede que el sistema no te conozca del todo, pero sí lo suficiente como para que ya no sea necesario celebrar elecciones (es obvio a quién vas a votar o a quien no). En esta nueva religión no hay herejes ni disidentes, todas las personas están integradas y los algoritmos saben darle a cada cual lo que quiere. A algunas, supremacía blanca, mercados, anti-wokismo y familia; a otras, lecciones de igualdad, diversidad y feminismo.
Pero, otra pregunta complaciente, ¿son los datos de la nube solo el mapa de nuestro territorio interior, qué tan bien nos representan? Tal vez no importe hasta qué punto te conocen los algoritmos externos, porque lo relevante sería hasta qué punto te conocen tus propios (y rudimentarios) algoritmos bioquímicos. O hasta qué punto consiguen descifrarte la sociología, la filosofía, el psicoanálisis, el misticismo oriental… El mántrico y manoseado conócete a ti mismo solo es posible (y ni siquiera) sabiendo que la mente funciona con narrativas (identitarias, individuales), con un yo fingidor que creamos para consumo propio. Todavía recuerdo vagamente una frase de Henry Miller, a quién leía de mocoso, decía algo así como que dentro de mí puedo encontrarlo todo (todo un cosmos). El dataísmo nos dice que no, nada encontrarás en tu interior. Pero si participas en ese flujo de datos que nos excede (que nadie controla, dirige, planifica ni entiende), los algoritmos se encargarán de conocerte, entenderte, orientarte… ¿Incluso controlarte?
De momento ocupamos un lugar en la Big Data y nos servimos de ella. Pero la idea de dejar todo (salud, movilidad, contaminación, guerras) en manos de un análisis algorítmico más eficiente resulta inquietante. Se alerta sobre la euforia que despierta la datificación; se advierte sobre el peligro de concebir los organismos como algoritmos, de entender la vida como procesamiento de datos, de reducir todo a patrones matemáticos. Se cuestiona el dogma científico: la pobreza de querer abarcarlo todo, experimentarlo todo desde ese lugar. Nos ponemos cósmicos, místicos, mágicos, poéticos, románticos: creativos. Hablamos del universo, de una conciencia trascendente, subyacente, que a todos nos contiene, sí, pero que no es datificable. O nos entretenemos (evadimos) con películas y series en las que el amor (individual o comunitario) salva a la humanidad.
No estamos para desengaños.
Etiquetas: Big data, biología, Capitalismo, Pablo Manzano, transhumanismo