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Por Javier González Cozzolino
Una de estas mañanas tristes y solitarias recibí el telegrama. Rezaba que debía presentarme el 25 de octubre a las siete en punto en el colegio tal para ser suplente de mesa y que de no concurrir me meterían preso de seis meses a un año. Fue el corolario de esta primavera indecisa y que tan mal me tiene sin mis hijos todos los días, con el divorcio a punto de salir y el bajón anímico que no cesa como la falta de trabajo y mujer. Oscilo entre un departamento que me prestan y la casa de mis ancianos y autoritarios padres que no paran de hacerme la vida más imposible calificándome de vago, roñoso, estúpido.
El telegrama también detallaba una serie de trámites a realizar si por cuestiones de salud no podía asistir a la mesa de los comicios. Llegué a tener el justificativo cierto de mi depresión severa y también cierta de mi psiquiatra. Pero por desidia no continué con los trámites y me dejé llevar por mi obligación cívica, por mi carga como ciudadano normal para el Estado reptiliano que no me conoce y por lo tanto no sabe de mis fobias y mis miedos, de mis tristezas y angustias. Para el Estado reptiliano soy un hombre fuerte, todavía casado, con trabajo y optimismo. El Estado reptiliano es ciego. Henry Thoreau lo ha escrito mil veces mejor.
Los días que siguieron a la llegada del telegrama fueron de quejas, miedo y pánico. ¿Cómo fumaría mi atado diario de cigarrillos? ¿Cómo me mantendría sentado doce horas a la mesa de votación? ¿Quiénes serían mis compañeros? ¿Y si faltaba, por poner el caso más gravoso, el presidente de mesa? ¿Estaba en condiciones de ser presidente de mesa? A esa última pregunta mi respuesta era no. Para mi médico tratante —a quien dicho sea de paso solo le interesaba el dinero— yo no tenía problemas cognitivos sino emocionales. Pero lo emocional contamina lo cognitivo y termina por estropearlo. Ahora mismo escribiendo estas cosas tengo la memoria y la imaginación de un caracol, y un dolor de muela que persiste desde antes del día de votación. Es otra muela. La enfermedad mental me ha decapitado varias piezas dentales. Caries de cuello que evolucionan con ahínco hasta que chau.
Junto al telegrama venía un folleto sintético y explicativo de los pasos a seguir. Algo que me ponía todavía más nervioso. Recuerdo que me anoté online en un curso en el Teatro General San Martín para dos días antes de la votación. Recuerdo que no asistí al curso por no saber cómo se tomaba un colectivo ni dónde estacionar la bicicleta desvencijada que me había prestado mi hermana. Recuerdo que un día antes de las elecciones me bajé de internet un «instructivo» o «manual» para proceder como autoridad de mesa y que me lo leí sentado en un sillón mientras se hacía la hora de buscar a mi hija a una fiesta de quince a la una treinta.
Leí el instructivo.
Me sentí el hombre más infeliz del mundo.
***
Por esos días previos a la votación apareció Alexia, kazaja emigrada, divorciada, dos hijos. No llegó a renovarme las esperanzas pero mi encuentro con ella resultó satisfactorio. Fue en un McDonald’s ahí lejos de mi zona, por Luis María Campos, todo gracias a los sitios de solos y solas de internet.
Ella llevaba su termo y su mate. Yo bebí un café para no quedar mal con la multinacional del payaso, para que no nos echaran. Luego me atreví a sus mates. Mates amargos. Los de la seguridad del McDonald’s no se inquietaron.
Alexia me habló de su vida. Nacida en Almatý, había vivido en Tel Aviv y ahí conocido a su ex, un judío de origen argentino que la había obligado a ponerles de nombre a sus hijos Ruth y David. Me habló también de una restricción que tenía su ex para ver a los hijos. Al parecer el tipo era violento. Ella trabajaba como maestra de primaria, hablaba muy bien el castellano, recién la habían operado de una hernia. Sus anteojos no tapaban sus ojos claros. Sus facciones me parecieron perfectas, pero no estaba en condiciones de opinar sobre la belleza o la fealdad de nadie; demasiadas pastillas.
Yo había llegado en mi vieja lancha coreana haciendo zigzag, vestido con ropa de diez o quince años de antigüedad, mal dormido, con las zapatillas sucias y con un miedo atroz a las mujeres. Ella me sacó los miedos por un rato. No la tristeza, pero sí los miedos. Le comenté lo de la votación. Le comenté que no podría fumar en la votación. Me desilusionó que fuese una férrea luchadora antitabaco. No aguantaba el humo del cigarrillo ni el aliento a cigarrillo. Cuando salimos a la calle y encendí uno me dijo que entonces se iba. Para no perderla tan rápido arrojé el cigarrillo al suelo.
Caminamos varias cuadras. Alexia tenía que hacer un llamado telefónico y misterioso desde un locutorio. Se quejaba de las tarifas de los teléfonos celulares y su teléfono además no tenía capacidad para el WhatsApp. Nos despedimos cuando llegó a destino. Yo seguí hasta donde había estacionado mi vieja lancha coreana otra vez sintiéndome el hombre más infeliz del mundo. Rompí el paragolpes de un Volkswagen mientras trataba de salir de donde había estacionado.
¿Le habría caído bien? ¿Le habría gustado mi aspecto desalineado? Misterio… Lo cierto es que días después de la votación se ofreció a contener mi temor a los dentistas y me acompañó a la guardia odontológica del hospital. Eso no lo hace cualquiera, me dije. Todavía me lo digo. Me quedará para siempre el interrogante acerca de si lo hizo porque le interesaba o porque era simplemente una buena samaritana.
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Los nervios, mis nervios, los días previos a la elección, crisparon a mis ancianos y autoritarios padres, me los pusieron más de enemigos. ¡Por lo menos bañate!, me gritaron de distintas maneras. Ínterin mi hermana fue madre por cuarta vez y toda la atención se dirigió hacia ella, de manera que me quedé solo con mis quejas y temores de fallar en la mesa de votación, de largarme a llorar, de no ser capaz de enfrentar mi deber cívico. En Facebook todavía está una foto del nacimiento de mi sobrina, la colgó mi hermana: tengo una camisa a cuadros que podría haber usado Cobain en los noventa, mi piel está pálida y mis ojos desorbitados; procuro sonreír pero lo que me sale es una mueca de esfuerzo, como si me estuviera conteniendo un vómito.
El día anterior a las elecciones dormí con sobresaltos, imágenes de mi ex en distintos fornicatorios con hombres robustos y bien dotados. Ella gritaba de placer, ofendía su juramento eterno frente a un altar, cabalgaba con los ojos apretados y las uñas clavadas en unos pectorales peludos. Se dejaba tirar del pelo que le caía sobre la espalda. Sexo salvaje, que le dicen. ¿Quién es mi puta? ¿Quién es mi putita?, le preguntaban esos hombres. ¡Yo!, respondía ella. ¡Yo!, gritaba. Los remedios cada vez me hacían menos efecto. Era una ardilla atormentada.
Me preparé un termo con agua caliente, el mate, la yerba, una botella de agua mineral, todo lo metí en una bolsa, y en la mochila llevé el manual de instrucciones bajado de internet y el telegrama. Después de los antidepresivos y el litio, más dos miligramos de clonazepam, salí a la calle. Varias veces en el camino de diez cuadras debí beber agua. Recordé un libro: La epopeya del bebedor de agua o algo así. Intenté recordar al autor. Me resultó imposible: hacía ya dos años que no leía ni los zócalos de los noticieros televisivos. También llevé chicles de nicotina carísimos e inútiles para quitar las ganas de fumar. Era la mañana luminosa de una película que termina bien. Cantaban los pájaros, el pasto de los canteros desde donde se elevaban plátanos y paraísos olía a conurbano, a campo de deportes, a provincia.
***
Nomás llegué al colegio comenzó mi dolor de muela. Fui el primero en llegar a la mesa y aguardé en un banco la llegada de los otros. Gracias a los númenes a los diez minutos apareció una mujer asexuada, más o menos de mi edad: la presidente de mesa. Ella ya contaba con la experiencia de las primarias obligatorias, la tenía lo que se dice clara.
Acepté todas sus indicaciones. Me puse siempre un paso atrás mientras los empleados del correo entregaban la urna y el sobre plástico con un montón de documentación a llenar. Me limité a firmar donde correspondía. Bebí más agua. La muela me estaba empeorando y todavía no eran las ocho. Extrañé a mis hijos. Esa noche en la que mi mujer cabalgaba sobre Príapo se habían quedado a dormir conmigo en casa de mis ancianos y autoritarios padres. Antes de salir había besado a cada uno. El mayor votaría más tarde en mi mesa por primera vez en su vida y me saludaría desde lejos, avergonzado del padre nervioso, deprimido y desocupado.
La presidente fue de una gran contención para mí. Me permitió ir al baño todas las veces que quise, que fueron muchas por influencia del litio y los trastornos de ansiedad. Lo mismo hicieron los fiscales del Frente para la Victoria y de Cambiemos nomás llegaron. A todos les expliqué que tenía un dolor de muela indecible que me hacía beber mucha agua para aliviarlo. Varias veces me tenté a fumar en los baños, pero temí que uno de los gendarmes me pescara en esas y me golpeara o metiera preso o por lo menos me abochornara frente a todos.
Acondicioné, guiado por la presidente, el cuarto oscuro. Fui a pegar el padrón a la entrada del colegio también según sus órdenes. Sería un día muy peronista: Febo ya había asomado con toda su hombría. Pegué otro cartel sobre las reglas de juego de esto de votar en la democracia liberal. El telegrama también rezaba que si había balotaje debería volver a ser suplente de mesa. La sola idea de una segunda vuelta me torturaba.
A las ocho en punto se iniciaron los comicios, como debía ser. Estaba la mesa toda lista y comenzaron a llegar los votantes. Yo me limité a marcar con una cruz a cada uno de ellos en mi lista personal entregada por la presidente. De vez en vez me distraje mirándole el culo a una muchachita. La presidente me preguntaba el número de orden que a su vez el fiscal del Frente para la Victoria me soplaba, y así se repitió la dinámica todo el día, a excepción de mis ausencias para ir al baño. Meaba chorros de orín oscuro.
Volví a extrañar a mis hijos, a mi vida de familia perdida, a mi hogar perdido. No había allí atrás, en el pasado, un cielo, pero sí la constatación de que alguna vez había sido normal, medianamente normal, lo que no era poco. No quise preguntarle a ninguno de mis compañeros a qué se dedicaba para no responder que mi caso era la lisa y llana soledad. No quise pasar mayor vergüenza.
Con el material del correo venía una vianda. La revisé. Alfajores, galletitas, caramelos. Nada para calmar mi ansiedad, tampoco el hambre. Me clavé otro clonazepam de dos miligramos nomás pude, sin disimular, como si fuese un tranquilizante para mi muela. Llegaban los votantes y no les miraba la cara, a lo sumo el culo a las jovencitas y ahora también a las más veteranas. ¡Qué lejos andaba de acariciar un culo! Sabía que con Alexia se me haría muy difícil. Esa mujer tenía carácter y buscaba algo serio. Yo solo deseaba el consuelo del sexo. Como un mono. Cuando me olvidaba un poco de todo, o cuando me esforzaba en actuar de mejor manera, tan solo me anticipaba a los fiscales de mesa y recibía los documentos de la gente para chequearlos en la lista y marcarlos con una cruz. Los votantes eran muchos y en su mayoría muy menores que yo; eso me entristecía. Gente menor, capaz de tener un trabajo, una familia, salud mental, futuro. Hombres y mujeres que no habían sido expulsados del sexo y del mundo, que sabían cómo encarar una primera salida, qué decir, cómo avanzar, cómo llegar a una cama y quitarse de encima por un rato todo este vacío existencial que causa la vida. Todo colaboró para extrañar más mi pasado, aquel donde había supuestamente sido un hombre normal. El culo de Alexia, pensé. Necesito llegar al culo de Alexia.
Mi médico tratante, que dicho sea de paso era un hijo de remil putas al que yo me sometía porque ya no sabía qué hacer, decía que tenía depresión y trastornos de personalidad.
***
La mesa continuó su largo peregrinar de votantes, en su mayoría jóvenes. Muy jóvenes. Hacia el mediodía mi dolor de muela comenzó a calmarse y empecé con los chicles de nicotina. Mentolados, dejaban un sabor como a café en la boca. Con ese masticar seguí marcando crucecitas. Ya me sentía un preso. Entraba con rabia un sol peronista y caliente a través de las ventanas del pasillo del colegio donde nos encontrábamos. Agigantaba mi sombra ese sol con la cara de Juan Domingo Perón. Y yo envidiaba el entusiasmo cívico de la presidente y los fiscales, esa cadencia de cumplir con sus funciones como quien anda en bicicleta sin fatigarse. «Máquinas de madera» las llamaría Thoreau, o «gente sin conciencia». Yo, al menos, estaba chiflado.
Vi llegar a mi anciano y autoritario padre, que me saludó con una mano. Votaba en otra mesa por suerte. Si no, se hubiera puesto a hablar conmigo y a darme indicaciones. Se retiró de la misma manera, con la mano en alto y creo que no pudiendo creer que todavía me mantuviera frente a la mesa, cumpliendo con mis obligaciones. Yo tampoco lo podía creer.
En un momento de paz, o dicho mejor, de baja cantidad de votantes, pedí permiso a la presidente, no me aguanté más y salí a fumar a la vereda un cigarrillo de verdad que no me alivió, que me llenó de más ganas de fumar. Alexia no sabía lo que padece un enfermo depresivo el no fumar. Ahora mismo escribo masticando un cigarrillo de nicotina y fumo a la vez. Y me desvío para no hablar de mi mayor padecimiento de ese día: verlo a mi hijo llegar al colegio para votar por primera vez en su vida.
Venía acompañado por sus dos hermanos menores. El más chiquito me dio un abrazo como dándome ánimo, valor. A mí se me revolvieron las tripas y mi corazón se rasgó como una camisa vieja. No exagero: escuché el sonido de una tela romperse en mi pecho. Tan chiquito mi hijo menor y con su padre inútil, incapaz de defenderlo. Me besó y me besó. Una votante que aguardaba exclamó «qué cariñoso»; era una señora mayor, imaginaría que yo tenía mujer, hogar, trabajo, salud mental, todo junto (y que ellos, mis hijos, eran felices). Fantasearía con esas cosas irreales en mí y nos sonreía. Mi otro hijo, el del medio, me miraba desde unos metros detrás, lo mismo que el mayor. Quise que se fueran rápido. Quise que la votante anciana muriera ahí mismo y que me permitieran correr por las calles hasta que se me reventara un órgano. El corazón.
***
Cerca de las tres me animé con el mate. Temí que me volviera el dolor de muela; ya estaba muerto de cansancio y con los nervios destrozados. El mate me levantó un poco y mi dentadura no acusó recibo. Debí prepararlo en etapas porque se habían amontonado muchos votantes frente a la mesa. Se me cayó parte de la yerba en las piernas y el piso. Apoyé en otra silla el mate para marcar las benditas crucecitas. Al fin logré llenar el mate con la yerba y ubicar la bombilla, y bebí la infusión. El fiscal del Frente para la Victoria había sido llevado por los suyos a votar a otro colegio. Lo eché de menos, era un hombre delgado y rubio con un bigote ralo. Quedaba el de Cambiemos, que tenía la voz muy baja y una edad que no alcanzaba los veinticinco años. Me costó escucharle los números de orden. Tanto me costó que terminé por abandonar el mate y meterme otro chicle de nicotina en la boca, más otros dos miligramos de clonazepam. La presidente, mientras tanto, con habilidad cortaba los troqueles, los juntaba con los documentos y esperaba a que los electores salieran del cuarto oscuro a la luz del sol creado a imagen y semejanza del General Perón.
Algunos votantes trajeron cosas para nosotros. Chocolate en polvo para mezclar con agua. Caramelos. Barritas de cereal. Me comí una tras otra las golosinas entre una y otra incursión al baño, entre uno y otro culo de muchachitas jóvenes y mujeres maduras. No me hizo bien la barrita. Me cayó pesada al estómago. Vi la hora en mi celular. Ya quedaban menos de tres horas, una eternidad. El clonazepam obraba como la esperanza de un milagro posible. Pero era nada más que eso. Ahora probaba con sublinguales de cero coma cinco, una nada, una calma imperceptible.
A mi regreso el fiscal del Frente para la Victoria ya estaba de vuelta. Ahora era el turno de llevarse al fiscal de Cambiemos a votar a otro colegio. Envidié las ganas con las que todavía sobrellevaban la elección. Estaban sanos. Seguramente tenían novias, cuerpos donde descargar la agonía y proyectos de familia y trabajo. En mí todo se había roto. Creo que solo una vez fui feliz de verdad, refugiado de un chaparrón en la entrada de un edificio, junto a mis padres y mi hermana, de chico.
Llegadas las seis un gendarme avisó que las puertas del colegio ya estaban cerradas. Entramos entonces al cuarto oscuro. Yo cargué la urna, el subnormal cargó la urna con los votos. La presidente le quitó la faja protectora y la abrió.
A instancias de los fiscales dividimos los sobres en piloncitos de a diez. No hubo diferencias entre el recuento de votos y los troqueles cortados por la presidente. Todo había salido perfecto. Ahora me tocaba volver a mi vida. A mi cama. Echarme a rezar por los míos y por mi muerte.
En la mesa fue triunfo rotundo de Cambiemos, pero vislumbré el balotaje. Traté de consolarme pensando en Alexia, en su posible pero lejano culo, en volver a vernos. También traté de planificar un suicidio indoloro.
Cuando llegué a la casa de mis ancianos y autoritarios padres atronaba el televisor con los primeros sondeos. Todavía, sin embargo, había que esperar para algún resultado. La democracia liberal resultaba ser nada más que un show. A mí me importó muy poco el show, sus resultados, sus estrellas nocturnas.
Mis hijos estaban repartidos en diferentes ambientes, frente a diversas formas de pantalla. Las nuevas generaciones adoran una forma geométrica: el rectángulo.
Dejé la mochila, el mate, el termo; todo lo que había llevado para la votación lo dejé en la cocina. De un bolsillo saqué el blíster de pastillas, me clavé un par más, convencido de que hacía lo correcto.
El cuarto donde dormía por las noches, el que había sido mi cuarto de soltero y que desde hacía más de dos años se había transformado en mi triste cuarto de hombre separado cuando allí pernoctaba, ese cuarto estaba libre. Oscuro. Solo. Me encerré en él. Pero uno de los chicos abrió enseguida la puerta y sin encender la luz se recostó a mi lado. Era el más chico.
—¿Me puedo acostar un rato con vos, papá?, preguntó.
—Sí, claro, le dije.
Después de ese día ya no recuerdo más nada. Se me olvidó todo. Solo retengo la narración de mis ancianos y autoritarios padres: que pretendieron despertarme, que ordenaron que me bañara, que preguntaron cuántas pastillas me había tomado. Y que nada les respondí y que me babeaba y que mi hijo menor me había señalado ese detalle mientras mi ex reiniciaba muy seguramente en mi cabeza sus cabalgatas acrobático-sexuales sobre Príapos fornidos y más potentes que mi pequeño sexo.
Estaba puesto. Solo necesitaba morir por unas horas. Desaparecer. Y luego tal vez volver a pensar en el culo de Alexia, en la forma de reparar el daño a mis chicos, en bañarme o encontrar la manera más limpia y sana de matarme. Pero eso sería luego.
Ahora todo se fundía a negro. Mis ancianos y autoritarios padres. Mis hijos. Mis ilusiones de culos y hasta mis deseos de muerte. Y, con todo aquello, se acababa ese domingo infernal de fiesta democrática, votantes, y de ojos rojos de todos los que de una u otra forma me toleraban.
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