Blog

Por Luciano Sáliche
I
En Trinidad y Tobago viven unas mariposas gigantes que se cansaron de huir. Héctor Libertella lo menciona en Memorias de un semidiós, entonces corrí a Wikipedia. Durante siglos, estas mariposas combatieron a sus depredadores con minuciosa cobardía. Cuando los pájaros eran su mayor peligro, abandonaron la luz y se convirtieron en criaturas nocturnas. Pero esa maleabilidad no les sirvió con las lagartijas, que las cazaban a toda hora. Entonces mutaron. Les llevó incontables generaciones, desarrollo, evolución, hasta que lograron transformar su cuerpo: modificar los dibujos en sus alas.
Ahora, cuando las lagartijas aparecen, se abren de par en par formando una gran máscara. En sus alas se dibuja la cara de la rana hyla, depredador de las lagartijas, con un especial énfasis en los ojos amarillos, sedientos, diabólicos, llenos de venganza. El aspecto temerario de la rana hyla está multiplicado, como si fuera su golem o su fantasma. Cuando ven esos ojos, las lagartijas huyen despavoridas. Sus patitas se mueven a toda velocidad, su cuerpo se curvea inquieto, su larga cola dibuja el surco del miedo. Querían comerse una mariposa, ahora escapan del infierno.
II
Hay que imaginar la escena, la difícil escena, en que la esposa de Charlie Kirk sienta a sus dos hijos —un nene de un año, una nena de tres—, se agacha, les toma la manito a ambos y dice: papá está muerto. Hay que imaginar esa escena, esa difícil escena, para entender la magnitud de la muerte. ¿Qué les importa a esos niños, que recién están empezando a vivir, que su padre era un militante de “ultraderecha”, un activista pro Trump, que sus ideas buscaban “hacer a América grande otra vez”? ¿Qué imágenes mentales se le aparecen cuando escuchan la palabra “ultraderecha”?
Cuando crezcan entenderán —tal vez apoyen, quizás repudien; ahora no importa— por qué su padre pensaba que había que “revitalizar a la familia estadounidense”, “predicar la fe y el amor incondicional de dios”, mantener la libre portación de armas, prohibir el aborto incluso en niñas de diez años que fueron violadas, que la homosexualidad era un “error”, que George Floyd era una “escoria”. ¿Qué sentido tiene explicarle a esos dos niños las influyentes resonancias que su padre producía en la esfera pública cuando acaban de perder al pilar de su vida privada?
III
No me interesa ninguna literatura que no esté ligada, ya sea en un abrazo hermético o en una vuelta de hilo, a la venganza. No se trata de arte social ni de construir una protesta estetizada. Me refiero a que la literatura, cuando dice algo, porque la literatura siempre dice algo, incluso cuando intenta hacer silencio, debe hacer algún tipo de justicia. Desde la más endogámica autoficción a la más volada ciencia ficción. Imaginar un mundo y soñar con que se concrete. ¿Contra quién está escrito, contra qué? Me gusta la palabra revancha porque implica una derrota previa. Podría ser algo así: una revancha imaginaria frente a la derrota de la realidad. La literatura como venganza.
En su última novela, El arqueólogo, César Aira escribe contra “el apetito del público lego” y los que creen que la Historia es “un saber inútil y elitista”. La trama sigue a un arqueólogo que acaba de jubilarse y ya no sabe qué hacer con su vida, entonces se reeplantea todo, la profesión, la vocación, el sistema de validación, su rol social, y en esa gran reflexión aparece una mirada constante sobre el cambio de época. Si en toda obra hay marcas biográficas, en esta novela aparece un Aira ya grande, de unos 75 años, que se niega a perder la lucidez, que se monta sobre su nuevo artefacto ficcional para dispararle a un tipo muy específico de idiota y hacerlo mierda.
Hay que afrontar que la literatura es, a todos luces, un paliativo. Un paisaje bonito en el tren que va camino a la nada. Un entretenimiento, como el truco o Instagram. Pero como ninguna cosa es igual a otra, la literatura tiene brillo propio. Algunos ven un refugio, otros un pasatiempo. Están los que les aburre y los que la adoran. A mí, personalmente, no me interesa ninguna literatura que no esté ligada, ya sea en un abrazo hermético o en una vuelta de hilo, a la venganza. Me gusta la palabra revancha. Quizás justicia suene grandilocuente, pero en su esencia, cuando la despojamos del contrato social, late cruda, terrible, la venganza. Imaginar un mundo y soñar con que se concrete.
IV
“¿Y qué me vas a hacer vos, pelotudo, si lo único que hacés es escribir cuentitos de mierda?” y los muchachos estallan de risa. Es una densa carcajada colectiva que copa todo el bar. De pronto el chico baja la vista, la cara se le ensombrece completamente, como si estuviera bajo un cono de maldad, y dice: “A vos… nada”. Las risas merman. El chico se para y se va al baño, y el Gordo, hábil domador, le palmea fuerte la espalda con una risotada burlona —”andá, andá”, le espeta—, luego empina el vaso de cerveza y seca la espuma que le quedó en los labios con la manga de la campera. La conversación se retoma en un asunto previo, ajeno, de otro mundo.
Pasan unos dos, tres, tal vez cuatro minutos, y la moza, una chica joven, posiblemente demasiado joven para ese trabajo —una edad similar a la de los muchachos que coparon esa mesa del bar—, pregunta quién es el dueño del Peugeot azul. “¡Reaccioná, Gordo: el auto de tu viejo!”, dice uno. El Gordo sale a la vereda —el grupo lo sigue detrás— y lo ve: el parabrisas astillado, las ópticas rotas, el paragolpes quebrado. Como si alguien hubiese desahogado años de bronca contra el vehículo. Nunca se supo quién fue el hijo de puta que le rompió el auto al papá del Gordo aquella noche en Chivilcoy afuera de Piluso pero ahora, acá, reconstruyo la anécdota como un cuentito de mierda.
V
La historia de Vladimir Markov es conocida; circuló mucho en foros con distintas versiones. Era un cazador ruso que un día de 1997 se encontró con un tigre siberiano. Algunos dicen que estaba comiéndose un siervo, otros un jabalí; no importa. Vladimir se escondió y permaneció varios minutos esperando el tiro perfecto. Cuando disparó, el tigre, muy herido, escapó asustado. Vladimir se llevó el siervo, o el jabalí, llegó a su cabaña, lo cocinó y se lo comió. Al otro día, a la noche, escuchó que sus perros ladraban desaforados. Ladridos tenaces que se volvían llanto hasta apagarse abruptamente. Cuando salió a la intemperie, el tigre siberiano, con la boca llena de sangre, lo atacó hasta devorarlo.
Etiquetas: Caligo, César Aira, Charlie Kirk, Héctor Libertella, Literatura, Mariposa búho, Tigre siberiano, Venganza, Vladimir Markov