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Por Manuel Quaranta
La experiencia cotidiana muestra la capacidad de las personas para destruir y, sobre todo, destruirse (o, al menos, echarse abajo). En el ámbito laboral, por ejemplo, queda certificada la preferencia por empeñar la vida en un trabajo displacentero que en aquel con el que soñábamos desde la infancia. El displacer permanente invita a refugiarnos en la queja, el malestar, y, como broche de oro, permite seguir sosteniendo la ilusión de que alguna vez llegará el día en que le demostremos al mundo nuestra excepcionalidad. Se sabe, ese día no llega. Es la ganancia secundaria de la pérdida perfecta, la Realpolitik del goce. En este rubro sería incluso más taxativo: no hay nada más difícil que asumir la propia vocación.
En el país del amor no es tan distinto. Hombres y mujeres padecen años, lustros, décadas con parejas que ya no desean (iba a escribir, indeseables). Sobran los motivos: temor, baja autoestima, ansiedades varias, pero sobresale la delicia de poder quejarse a gusto del partenaire y echarle la culpa de todas las frustraciones. Dime de qué te quejas y te diré de qué gozas, reza la fórmula del lacanismo vernáculo. Y es verdad, de otra manera resultaría complejo explicar semejante afición al sufrimiento.
Pero miren lo que confiesa Mario Rota, antihéroe de El inquilino, la primera novela de Javier Cercas:
Es como una condena; querer siempre lo que no se tiene y no querer nunca lo que se tiene. Basta que consiga algo para que deje de tener interés para mí. Supongo que la ambición nace de cosas como éstas, pero yo ni siquiera soy ambicioso: carezco de la fuerza precisa para desear constantemente… Sólo soy capaz de apreciar algo cuando ya lo he perdido.
Ocurre que el neurótico desprecia la realidad (lo que es, lo que tiene) y se avoca a proyectar un mundo ideal (lo que le gustaría ser, lo que le gustaría tener) en donde la cosa funcione. Lamentablemente la única herramienta con la que cuenta es la imaginación. El neurótico imagina, imagina, imagina, y se cuida de concretar, nunca avanza en la consecución de su deseo (es un viajero preparando eternamente las valijas para un viaje imposible) porque si avanzara se vería obligado a responder (con acciones) la pregunta que lo atormenta: ¿Qué hago con mi libertad?
También es importante resaltar del fragmento la dificultad neurótica para sostener el deseo. Esta es la clave: no lo puede sostener. Se le diluye, como un rostro de arena en la playa. El neurótico se sienta a leer y en la página diez decaen las fuerzas, se pone a escribir y en la cuarta línea se distrae. Llega, y se quiere ir. Se va, y quiere volver. Esa es la condena de la que habla Mario Rota. Y aún peor, cuando le va bien (o sobre todo cuando le va bien), le va mal. ¿Nunca se cruzaron con alguien que al cumplírsele su deseo, de repente, se deprime? ¿Le daba miedo el fracaso o le temía al éxito? Los casos abundan. Estamos todos revolcados en este merengue.
Volvamos al amor. En la novela de Cercas el protagonista le confiesa su particular cualidad a una joven que está perdidamente enamorada de él, pero nuestro personaje se encarga de mantenerla a distancia, como cosa del diablo, hasta que, por supuesto, la pierde. Recién ahí renace el deseo amoroso y la busca, aunque puede ser tarde (en lo profundo, el neurótico se cree inmortal, de ahí el vaivén interminable). Mario Rota se le declara. Le propone casamiento. Ella responde, lúcida conocedora de la psiquis neurótica, confundís amor con debilidad.
La tierna debilidad del deseo neurótico. Siempre volátil, siempre en fuga. Perpetuamente en otra cosa. Nunca está donde se juega el partido. O lo abandona antes de terminar. No puede con sí mismo. Es más fuerte que él. Ahí reside el corazón tenebroso de la neurosis: su potencia destructiva es más fuerte que él, que él y que su deseo, por eso la desidia (como reverso del deseo) que lo habita.
Justamente, la cuestión urticante para el neurótico es el amor, que supone la presencia del otro. Sea mujer, hombre, libro o carrera universitaria. Claro que en algunos casos es más manejable, aunque la lógica prevalente sea la del desborde.
¿Qué le pasa al neurótico cuando se enamora? Se desvive, al principio, y luego del deslumbramiento inicial se hunde en pozos imaginarios. Son los miedos, propios y ajenos, los terrores diurnos que lo asaltan en la noche. Le sucede lo que siempre había esperado, y se desespera. No sabe qué hacer con lo que tiene (¿o el problema será lo que no tiene?).
Hay otro personaje de ficción que sabe mucho de nosotros. Tal vez más que nosotros mismos. Aparece en Una novela rusa, de Emmanuel Carrère:
Me gusta que me envidien porque es a mí a quien ella ama. Nunca había conocido una plenitud verdadera en el amor, y por un instante creo que esta vez sí, que al fin lo alcanzo. Pero no: conmigo nunca dura. Apenas un amor se vuelve posible, apenas roza la felicidad, para que al cabo de tres meses me asalte la certeza de su imposibilidad. De la mujer que amo empiezo a pensar que no es para mí, que me he equivocado, que tal vez en otra parte espera algo mejor, y que al quedarme con ella renuncio a todas las demás.
Es interesante porque al neurótico, lo que verdaderamente le cuesta es pagar el precio de la renuncia. Ese precio es el único que no está dispuesto a pagar, lo único que no quiere sacrificar: la ilusión idiota, el goce inútil, la pavada (es un adicto a la pavada). Puede renunciar con solvencia a su deseo, a su vocación, a su libertad (el precio de la libertad es la renuncia), pero nunca, nunca, podrá prescindir de ese vacío innombrable que lo carcome por dentro y lo lleva a perderse la parte (por ínfima que sea) luminosa de la vida. Bueno, no sé si nunca, quizás, con trabajo, mucho trabajo, aprenda a negociar con sus dudas, a reconocer los miedos, a asumir su estupidez constitutiva (que lo hace único), y advierta, por fin, que la felicidad es un fenómeno pasajero, pero de este mundo, el mejor de los mundos posibles.
Lo puede salvar el amor, o el psicoanálisis, que es una de sus formas.
* Portada: Detalle de «Las dos Fridas» (1939) de Frida Kahlo
Etiquetas: Amor, Emmanuel Carrere, Frida Kahlo, Javier Cercas, Manuel Quaranta, Neurosis, Psicoanálisis

