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24-10-2025 Notas

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Por Horacio Gris

El zorro psicópata y el cuervo víctima de halagos

“Literalmente” no es sólo una muletilla de streamers y jóvenes comunicadores en general para reafirmar aquello que dicen con un entusiasmo de proporción inversa a su capacidad lingüística. “Literalmente” no quiere decir sólo “exactamente”, si bien puede superponerse en su significado, porque lo que se atiene a la letra es lo que intenta ceñirse al original. Hay una dimensión del más allá si existe algo que busca ser literal: no es la cosa en sí sino un representante que la evoca del modo más fiel posible. Literal es una buena palabra, algo traidora como toda palabra de bien, porque expone la semilla del engaño que busca cubrir, algo con valor especial ante cierto clima que celebra la transparencia junto con la anulación de equívocos, sorpresas y el misterio en sus variadas formas. Es que de algún modo se tomó distancia de la metáfora (con efectos colaterales en el humor y el amor), así como de los tropos de la poesía y las dimensiones de la literatura en general, lo que se evidencia en libros y críticas que desconocen diferencias entre narrador y autor, canciones que sólo pueden hablar de marcas, drogas y dinero (la inspiración material para hacer esas bellas canciones que generarán más condiciones materiales -dinero y todo el mal gusto que este compre- para continuar el loop) y las horas y pagos de contenido de influencers que asesoran sobre todo en un intento por cambiar hábitos y entonces no desperdiciar ni tiempo ni dinero, lo que se traduce en evitar lo que no sea ese pragmatismo sórdido de usar el tiempo para generar dinero. En un contexto así, donde lo instrumental y la acaparación son parámetros rectores que intentan mal leer lo deseable, las fábulas de animales, género antiguo que supo interesar tanto a Jean-Jacques Rousseau como a John Lock, pueden hacer su aporte para ahondar en el asunto, aunque de un modo quizás no tan literal

La figura de la fábula es para Aristóteles no tanto un género como un modo a través del cual el orador persuade empleando una narración ficticia y alegórica, quedando el término más del lado del lógos que del mýthos, aunque ambos sean conceptos vinculados ya que, para Teón de Alejandría, la fábula sería un relato fingido que proporciona imagen (representación) de la verdad. En relación a sus personajes, las criaturas humanizadas de las fábulas son dotadas de acción y palabra (esto es logos) y tienen un obrar según parámetros terrenos, lo cual significa que se ubican lejos de lo prodigioso. De ahí, según García Gual en El zorro y el cuervo. Estudios sobre las fábulas se desprende el “realismo irónico” característico del género, que acude a la ficción falsa (pseúdos) para descubrir la verdad (alētheia). En cuanto al contenido, las fábulas esópicas pintan un panorama sin lugar para la benevolencia ni el altruismo, una correlación entre lo despiadado y cruento del reino animal y la sociedad humana. El desenlace no está exento de violencia, ni tampoco de astucia y engaños, algo que podría alertar a los abundantes psicólogos de la universidad de Tiktok que catalogarían de psicópata manipulador al zorro que roba el queso y de víctima al cuervo que abrió el pico, empoderado, para desplegar su canto y dejó caer la comida. De este modo, según García Gual, el mundo de las bestias da una imagen (eikon) de la realidad. La moral de las fábulas dibujaría una imagen de la vida en caricatura, pero con intención realista.

Si bien estas fábulas pueden ser caracterizadas por su conservadurismo, en tanto termina imponiéndose el orden lógico o la fuerza -que es un tipo de lógica-, son marcadores sociales que funcionan como advertencias ante la codicia, la vanidad y otros desatinos, y también se prestan de termómetro de época, posibilitando matices en sus variaciones a través del tiempo y lugares de circulación. ¿Y en la actualidad? En las escuelas ya no se enseñan, los padres no suelen elegirlas para contárselas a sus hijos, no se replican en dibujos ni abundan nuevas ediciones de Esopo. Pareciera que la fauna parlante hoy no está para advertir de desvíos o peligros, hecho curioso ya que nunca hubo tanta libido puesta en animales y nunca existió tanta codicia ni vanidad, bajo la coartada de argumentos empoderantes, al grado de que ninguno de estos comportamientos tengan un punto claro de corte aceptado como excesivo. Entonces a lo mejor el cerrojo de la literalidad, en una época sin metáforas, pueda ceder si exploramos la ficción falsa del vínculo que entablamos con cierta fauna, no la esópica sino la de tipo real.

Números bestiales y porcentual de goce

Para poner un contexto, es necesario señalar que según muchas y diversas estadísticas (*) hay cada vez más animales y menos humanos por hogar. El crecimiento de mascotas en el país, en especial en las grandes ciudades (de Argentina y el mundo occidental), parece ser el único indicador de crecimiento demográfico que se sostiene en el tiempo. Esto significa tasa de natalidad (humana) decreciente, menor cantidad de personas por hogar y mayor cantidad de mascotas. Cada vez menos humanos, menos humanos por hogar y cada vez más animales y animales por hogar. Es una obviedad aclarar que las cuestiones objetivas (salarios e inestabilidad para proyectar a largo plazo) afectan en cierta medida tanto la posibilidad de pensar en criar hijos así como las relaciones para toda la vida, pero eso en sí mismo no explica la preferencia por esta peluda compañía.

Ante estos datos no es ilógico teorizar que los seres humanos toleran cada vez menos a los seres humanos o que los precisan con mayor distancia. La pandemia de seguro agravó algo de eso ya que, desde ciertos sectores, la lectura fue similar a que el Estado opresor exigió al ciudadano encargarse de leprosos. El pedido estatal de “cuidarnos entre todos” fue un acto que tal vez, como señala Alejandro Galliano en La máquina ingobernable, significó “la última gran apelación a la vieja solidaridad nacional”. Pero ese llamado pudo haber tenido un revés oscuro ante la interpretación de que se obligaba a todo lo que repelía con horror y, desde entonces, ya no hubo manera de estar lo suficientemente lejos de nadie. El otro pasó de ser algo hostil a considerarse enloquecedor, un perseguidor, alguien que me hace cosas. A su vez, podría tomarse lo dicho por Paula Puebla sobre que hoy en día lo único imperdonable, a propósito de la realidad económica, es el no sacar ventaja, y trasladar el razonamiento al plano libidinal: Considerando esa interpretación de la posición subjetiva articulada con la economía doméstica como emergente de una estructura mayor, se trasluce cierta desavenencia general con el mundo y los otros si no se prestan como facilitadores de plus de goce; por lo que se busca sacarles ventaja (gozar de gozarlos): el otro es tolerable sólo si me permite gozar.

A diferencia de lo que sugieren las voces en redes, medios y las corrientes liberales en general, no se sufre por opresión (puritanismo social y/o estatal) -o no por esa opresión en especial-, por lo que no es necesario permitirse más-, soltarse a más-, ni experimentar más. No es necesario en tanto no existe nada en el capitalismo que no esté regido por la directriz de potenciar el goce. La sospecha de que no se goza lo suficiente, de que podría gozarse más, la comparativa (“el de al lado goza más”), no es otra cosa que señuelo de un relato alienante y engullidor. Lejos de ofrecer liberación, lo que hace el culto al goce es exprimir; provoca malestar más o menos difuso, incluso invertido -que muchas veces se presenta en un paroxismo de cierto tono maníaco con capas disfóricas de irritabilidad y ansiedad- y que repercute a nivel social. Sin acuerdos mínimos de convivencia es poco lo que puede construirse y, de seguro, lo que vale la pena vivir. Es esa alienación algo que atenta contra la capacidad de intencionalidad colectiva; intencionalidad que terminaría configurando una cosmovisión que implica tanto la percepción como la acción compartida; ni más ni menos que la existencia de un “nosotros”. Dicho de otra manera, no puede haber sociedad sin un mínimo de coto. Pero pareciera mucho más tentador el compromiso con el goce y, por eso, la soledad es cada vez mayor. Todos solos. El alienado es solitario. Y la sumatoria de soledades no resulta en simple unión. Al menos no con otro humano.

"También amamos los animales pero no se permiten mascotas"

«También amamos los animales pero no se permiten mascotas»

La transmutación

En las fábulas cada animal tiene un atributo que lo identifica (el león es fuerte, el burro es necio, etc) y es pieza articular de la trama por oposición o complemento de otro. Algo importante ya que, aún teniendo logos, los animales de las fábulas responden de acuerdo a la propiedad que los identifica (nunca el lobo es piadoso ni la hormiga es haragana) y nada más que a ello, lo que demuestra que falta algo más para que sean sujetos de un relato y no meros instrumentos de alegorías. Puede que se trate de la ausencia de aquello propio (idios), que constituya su psyche, lo que los aleja de lo humano. Lo que queda en claro es que para que la fábula funcione, aquellos no pueden dejar de ser lo que en esencia son: animales apoyados en un rasgo de categoría humana cuya constante preeminencia por encima de otros rasgos no hace más que confirmar que se trata de un animal y no de un hombre. 

En contraposición, sobre las mascotas urbanas reales, hoy se proyecta un abanico de cualidades que siempre decanta en que proporcionan confort y seguridad al dueño; y, sobre su animal, él depositará no ya algún aspecto humano sino toda una personalidad. Con las mascotas se trata de una interacción a modo de bumerang libidinal porque todo el cuidado que requieren no es más que el cuidado que alguien está dispuesto a darse a sí mismo por otros medios. No se discute la compañía que puedan aportar, el alivio que representan, la ternura que despiertan. Pero, de cierta manera, a lo mejor por el reflejo aprendido en redes de buscar reacciones en repetición constante, es que se confunde el efecto (reacción) con una otredad volitiva. Se trata de algo tan simple y a la vez hoy contraintuitivo como el hecho de que no hay nada en una mascota que constituya una verdadera otredad. Algo que tuvo consenso sólido durante toda la historia salvo en la actualidad, hecho que converge con que tampoco nunca antes el nexo con el otro estuvo tan entorpecido, a la vez que transparentado -entonces encrudecido y no por ello vuelto sincero-, ante el uso de las redes. Por eso el intento de humanizar cada vez con mayor vehemencia a las mascotas no es más que la contracara de la deshumanización acelerada del prójimo, de la ausencia de piedad para con él (algo que ya había advertido el Papa Francisco hace unos años); y, también, del aumento de certezas con que se juzga su accionar, convirtiendo el siempre -en parte- misterioso comportamiento del otro (ya que toda subjetividad implica un grado de opacidad) en un circuito de interacciones ante el cual se sabe el móvil y por lo cual se devuelven respuestas prefabricadas (desubjetivadas y desubjetivantes). Desconexión que también es coherente con la dificultad en un lazo de intimidad, tópico sobre el que viene trabajando, con dedicación, Alexandra Kohan.

No debería extrañar la sencillez para tener una interacción -para no decirle lazo, para no llamarlo vínculo- con un animal. En comparación, entablar algo con humanos se evidencia cada vez más difícil; la literalidad no funciona sólo como equívoco a nivel lingüístico o comunicacional sino también imaginario: Se aborda al otro a través de redes mucho más allá de un primer acercamiento, la pregnancia visual avanza en todo su vigor y determina la dimensión de lo posible y pensable; aún cuando se sepa que una story es un recorte, una selección en la curaduría de las imágenes de la vida, es difícil evitar su peso. Incluso hay una lectura del sí mismo a partir de lo proyectado: soy lo que muestro. El espejismo que se monta en un perfil virtual se toma como real y entonces algo seductor deviene muy pronto siniestro ya que una imagen sin falta se vuelve persecutoria o, si cae demasiado pronto, la relación pierde todo su encanto al no tener otro pie de apoyo. La misma falla por literalidad ocurre al intentar leer la conducta del otro en términos axiomáticos, a partir de una chatura con afán enciclopedista como es pretender rotular (breadcrumbing, benching, etc) a lo que el otro me hace en vez de entenderlo con motivaciones y deseos distintos a -y por fuera de- los propios, lo que significa aceptar un grado de opacidad. En contraposición, las mascotas brindan encuentro con un afecto asegurado, con una pretensión de amor en modo easy porque no cuentan con la oposición (léase: la existencia) de un otro, problemática que acerca a la cuestión de los hijos porque querer tener uno es apostar a la existencia de un sujeto y eso implica estar barrado, ya que un hijo obliga a lidiar con las limitaciones. El primer eslabón en la constitución psíquica es nacer como objeto del otro (objeto de amor, de deseo y de goce) pero luego el progenitor debe abrirse al hijo (amarlo), lo que precisa soportar estar en falta (no ser su amo). La mascota, en cambio, no pone en falta; en ellas hay un amor incondicional que de ninguna manera estará asegurado en un hijo, se es en verdad el dueño pese al pudor que hoy pueda dar el uso de esa palabra.

Todo se reduce, en definitiva, a que si el modo de ser o estar hoy en el mundo prioriza una manera intensa de gozo y, si el quantum del goce desborda, la sociedad se perfila a un mero auditorio para un teatro de vanidades. La puesta en marcha de una fantasía narcisística que a lo sumo precisa de terceros para ocupar las butacas y de otros pocos, más cercanos, como auxiliares necesarios de la escena. Ante tal exceso, ante tal toma de posición, la ecuación sería: el otro me limita a mí pero mi perrito refleja las posibilidades infinitas de una media naranja en el espejo. Ecuación de efecto posible por un proceso de trasmutación doble: Las mascotas pueden ser un intento, un modo, de esforzarse por estar en contacto con lo humano pero con la garantía de que se evade al hombre; la esperanza de una humanidad light, inocua, la ilusión de palparla a partir de ausencias. Mientras que, en ese cercenamiento conceptual, el hombre queda relegado a ser pensado e interpretado a partir de circuitos conductuales certeros, movido por causales inequívocos, siempre nocivos y direccionados contra mí; nada distinto de un depredador, una versión extrema del homo homini lupus hobbeano. Así, el hombre es un lobo para el hombre mientras que el gato o el perro son lo único humano para uno. Y en la toma de distancia por preservación, se ahonda en la soledad.

Detalle en "Las meninas" (1656) de Velázquez: un mastín español reposa tranquilo, ni siquiera se inmuta cuando le apoyan un pie en el lomo

Detalle en «Las meninas» (1656) de Velázquez: un mastín español reposa tranquilo, ni siquiera se inmuta cuando le apoyan un pie en el lomo

Zooledades

La soledad es un problema que no se anula por ese falso empoderamiento medido en cierta cantidad de likes, ganancia de tradeo o por venta de contenido, pero tampoco por una cola peluda que se sacude tras la puerta al volver a casa. Con respecto a esto último, por supuesto que conmueve ese recibimiento y por eso es necesario interrogarlo: el escondite donde se agazapa el exceso es el sentido común construido según el cual, hoy, es profundo y complejo aquello que en verdad es primario e impulsivo. Dicho con otras palabras: sentir algo tan intenso por un animal al punto de preferirlo por sobre otro humano, al extremo de creer que su vida valga más que la de un hombre, no es de modo obvio algo superior y elevado sino que, incluso, podría ser lo contrario. En internet, donde la ley de Godwin se cumple a rajatabla, al punto de no imaginar posible su suspensión provisoria, sería lógico que una discusión escalara y se tildara de nazi a quien no se conmueve hasta el llanto por un animal. Pero la ley puede pausarse si se usa en modo contrario, no como punto de llegada sino de partida: Himmler se conmovía de manera profunda por los animales y ya en 1933 el partido nazi fue un adelantado a su época al impulsar medidas de protección animal. ¿Esto significa que la sensibilidad mascotil es nazi? No, sólo que esa devoción no vuelve a nadie mejor ni más sensible ni especial ni elevado; sino que, para empezar, los más hijos de puta de la historia de la humanidad también podían conmoverse sin problemas por mascotas. Y eso sin contar a aquellos que en la actualidad, peor que inmutables ante el desfinanciamiento en salud, educación y jubilaciones, ya que se regodean como cerdos gozando con cinismo ante ello, se ofenden si el periodismo se mete con la “familia” del principal responsable, o sea, digamos, con sus “hijitos de cuatro patas” (sic).

Retomando el asunto del sentido común, desde Gramsci, se sabe que son fragmentos no necesariamente coherentes de ideas y creencias como producto de una hegemonía. Ese entramado habilitó a que Wanda Nara pidiera que se pueda entrar al supermercado con mascotas y a que Horacio Rodríguez Larreta brindara inmediato apoyo, como si estuviera solicitando algo de primera necesidad. Los fines de semana, en una de las cafeterías más caras de Palermo, se viven experiencias antropológicas intensas ante parejas con “perrhijes” que conversan de mesa a mesa, mientras un perro lisiado se pasea arrastrándose por el piso y un dueño orgulloso lleva a su bulldog francés en brazos para que lo acaricien los parroquianos más alejados, entre los cuales no se ve un solo chico. A pocas cuadras de ahí, una de las chocolaterías más conocidas del país tuvo que poner un cartel en su nueva sucursal excusándose: si bien también les encantan las mascotas, no se puede entrar con ellas; y enumera los motivos -hace algunos años absolutamente obvios- por los que un animal no puede ingresar a un local gastronómico. Lo racional, tal cual era entendido en el siglo XX, necesita hoy explicarse como si se tratara de una cultura extraterrestre. La traza desprolija de racionalidad del siglo XXI incluye guardería animal, lugar de pasajeros en el transporte (incluso un pitbull puede volar sin bozal), en bares y la categoría de perrhijo junto con su correspondiente carrito de bebé perruno. Pareciera que las políticas urbanas con chances de ser populares sólo pueden ser enunciadas si se basan en el beneficio de esos ciudadanos cuadrúpedos que por ahora no votan, algo entendible si se tiene en cuenta que es un animalismo laissez faire que los deja correr en juegos de plazas para chicos, usar de baño espacios verdes en teoría sólo aptos para humanos y que anden sin bozal como si fuese lo más lógico del mundo; mientras que, en el fuero íntimo, se lo lleva al etólogo (desde hace años se receta dosis psiquiátrica animal), se compran sofisticados juguetes en el petshop para que Salem o Toto no se aburran en el departamento, se les celebra su cumpleaños, etc. Hitos que habilitan a preguntar por el exceso. Casi una competencia silenciosa, fría, por quién es el mejor dueño mientras que la ciudad se vuelve un zoo (también indoor) sucio y ruidoso por esa misma dinámica que suele ser, sí, antisocial.

Estandartes para el amor y la guerra

El cómo se articula el sentido común mascotero en el entramado de un modo de producción tecnofeudalista o por qué, excede el propósito de estas líneas pero parece claro que va en sintonía con un sujeto solo, ofuscado con otros o quizás con una indiferencia pétrea ante ellos, pero hiper conmovido por el ser vivo que cohabita su monoambiente con red de protección en la única ventana (que colocó al ser una exigencia inapelable del grupo rescatista que le dio el gato en “adopción responsable”), sin ninguna toma de posicionamiento o de acción que el retuit en apoyo o indignado ante algo; una endeblez sostenida en una imagen a través de alfileres y, por lo tanto, con la misma capacidad de operar en la realidad que un holograma.

Volviendo a las fábulas, la correlación conceptual entre lo animal y lo humano funcionaba entonces porque equipararlos tenía algún grado de caricaturización; estaba sobreentendido que no era una literalidad. La exageración, el grotesco, era desvío necesario, el modo en que podía montarse esa ficción falsa que buscaba descubrir la realidad. Esa posibilidad de desvío o camino largo está hoy bloqueado y, en cambio, pareciera que las correlaciones se dan en el atajo de un sentido dividido: Todo lo que hace el otro es literalmente en contra de mí, todo lo que hace la mascota es de modo literal para mí. El reino mascotil (imaginariamente humanizado, positivizado e idealizado) sería lo distinto a ese resto hostil que queda de los hombres-lobo. Pero eso no quiere decir que la elección sea entre un grupo u otro. Siguiendo a Isidoro Vegh en El prójimo, cuando no se puede cubrir al otro “con un imaginario del sentido compartido” es que resulta “amenazante, entre otras cosas, porque me hace presente la opacidad que me habita”. Esa opacidad, que no es más que el punto ciego de la propia hostilidad escondida bajo nuestras buenas intenciones y proyectada en el otro, quizás esté intentando ser desactivada con el rudimento de un imaginario mascotil. Pero, a su vez, la presencia cotidiana de los animales también podría funcionar como una mediación, una especie de objeto transicional para soportar el afuera. Podría ser la función del animal guía, del animal-apoyo-emocional, contrafóbico, ante una sociedad que da amsiedad, según el meme de Cheems, el simpático Shiba Inu. O algo más tribal: un escudo que se imaginariza con cualidades gracias a un azul ruso, peluche totémico de ternura, que protege del desamparo estructural; o por un dogo feroz que encarna un padre potente. Así, nos brindan sus virtudes para ir a la guerra (salir del departamento o cualquier actividad urbana). 

La diferencia lacaniana entre “semejante” y “prójimo” es importante al abordar la complejidad de la otredad: a grandes rasgos puede decirse que con el semejante el trato fluye porque no hay choques en las maneras de gozar mientras que el prójimo es un desafío donde las diferencias no son tan metabolizables. Podemos entender al prójimo, podemos respetarlo en el disenso y también, en la distancia de lo des-semejante, podemos odiarlo al punto de pretender su exterminio, como sucede en la masacre al desnudo de Gaza que, para alivio de Netanyahu y cómplices, no cuenta con la difusión de demasiadas imágenes de animales muertos y sólo, ¡por suerte!, se ven padres llevando en brazos los restos que pudieron encontrar de sus hijos despedazados en los bombardeos. Pero es entre esos polos de otredad que se presenta el desafío constante, el de la posibilidad de amar. Amar al prójimo. Es una meta a la que se puede intentar llegar pero para la cual es necesario enfrentar aquello que se esconde en el pozo narcisístico de uno mismo y salir airoso o, más no sea, salir. Puede sonar cursi, y tal vez lo sea, pero no por eso deja de ser cierto: lo que le pone límite al goce es el amor. Eso es lo que frena el no gozar de más al otro. El amor es lo único capaz de ponerle un poco la correa a un goce desbocado y, así, cambiar la dinámica de perros versus gatos.

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(*) Según se lee en el Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas de 2022, se observa una disminución en el tamaño promedio de los hogares para CABA, dando un tamaño medio de 2,3 personas por hogar, frente a 2,8 que dio el Censo de 2010. A su vez, un informe de la Dirección General de Estadística y Censos de la Ciudad de Buenos Aires del 2024 asegura que el porcentaje de hogares unipersonales en los últimos 20 años no para de crecer, alcanzando 38,7% en 2023. Y también hay que sumarle la desaceleración en la tasa de natalidad sostenida desde 1980 y agudizada desde el 2000, con 21,5 nacimientos/1000 habitantes en los 70’ vs 11,2/1000 habitantes en 2023 (48% menos) según el Indec. Estos datos van en paralelo a otros: Según la Encuesta Anual de Hogares (EAH) 2022, que incluyó un módulo específico sobre tenencia responsable y sanidad de perros y gatos, se estimaron 493.676 perros y 368.176 gatos en los hogares de la Ciudad de Buenos Aires. Esto representa aproximadamente 16 perros cada 100 personas y casi 12 gatos cada 100 personas. O sea 1 perro cada 6 personas, 1 gato cada 8. A su vez, la Asociación de Veterinarios Argentinos (AVA) reportó un incremento del 30% en adopciones de mascotas durante la pandemia y, hoy, el 65% de los hogares porteños tiene al menos una mascota, según la Cámara Argentina de Empresas de Nutrición Animal (CAENA).

 

* Portada: Detalle de «Marie Emilie Coignet de Courson con un perro»
(alrededor de 1769) de Jean Honoré Fragonard

 

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