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21-10-2025 Notas

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Por Leandro Valentín Alvarez

Luigi Ferrajoli vino a Buenos Aires y presentó Por una Constitución de la Tierra. La humanidad en la encrucijada (Trotta, 2022) en la Facultad de Derecho de la UBA. Un jurista globalista explicando cómo salvar el planeta, frente a un país donde miles de personas viven en la calle. Desde el inicio del libro señala lo que llama cinco catástrofes interconectadas: desastres ecológicos, proliferación nuclear, violaciones a derechos fundamentales, explotación laboral y migraciones masivas. Su idea es que ninguna puede enfrentarse dentro de las fronteras nacionales.

Su proyecto es monumental y frágil a la vez. Propone una constitución planetaria para contener esas catástrofes bajo un mismo paraguas normativo. El último gesto ilustrado en un tiempo descreído de la Ilustración.

El propio Ferrajoli reconoce que este proyecto «ciertamente, puede parecer inverosímil. ¿Cómo hipotizar —en tiempos como los actuales, de crisis de las democracias nacionales incluso en los países más avanzados— una democracia cosmopolita y una constitución global que unan, ya no a un pueblo, sino a centenares de pueblos heterogéneos, a veces en conflicto entre ellos?». Sin embargo, insiste en que «la verdadera utopía, la hipótesis más irreal, de no cambiar el modo de actuar de los hombres, está en la idea de que la realidad puede permanecer indefinidamente tal como es. De que podremos seguir largamente basando nuestras ricas democracias y nuestros despreocupados tenores de vida en el hambre y la miseria del resto del mundo, en la fuerza de las armas y en el desarrollo ecológicamente insostenible de nuestras economías. Todo esto no puede durar».

Ferrajoli incluso se atreve a bosquejar un parlamento planetario elegido por voto universal y financiado con impuestos globales al carbono, las finanzas y los patrimonios millonarios. Con apenas un 1% del PIB mundial, dice, bastaría para erradicar el hambre y sostener las instituciones. El problema no es aritmético, sino político.

Ferrajoli no es un globalista neoliberal. Su proyecto busca limitar al mercado, no liberarlo. Pero comparte con el neoliberalismo algo decisivo: la fe en que solo a escala global pueden resolverse los problemas de la humanidad. Cambian los fines —derechos humanos en un caso, desregulación económica en el otro—, pero la premisa es la misma. Esa confianza en lo global como horizonte necesario es, a la vez, su fuerza normativa y su mayor debilidad política.

La propuesta de Ferrajoli no es neutra, sino que responde a la misma lógica. La idea de una “humanidad unificada” bajo una constitución planetaria desconoce las idiosincrasias regionales y las formas concretas en que los pueblos organizan su vida. No se trata de atribuirle una soberbia personal, sino de advertir que su proyecto hereda un universalismo ilustrado que parte de Europa como medida del mundo. Es la repetición, en clave jurídica, del mito de un orden universal que solo existe en los manuales europeos, mientras en las periferias se acumulan ruinas.

En esa arquitectura imagina que instituciones planetarias podrían operar con la misma eficacia en Buenos Aires, Florencia, Moscú o Pekín, como si las idiosincrasias culturales, religiosas y políticas pudieran fundirse en un mismo molde constitucional. Es un universalismo normativo completamente coherente, pero también ciego.

Ferrajoli, sin embargo, rechaza la «concepción nacionalista e identitaria de la constitución» y, por el contrario, concibe la constitución como un «pacto de convivencia pacífica entre diferentes y desiguales: un pacto de no agresión mediante el que se conviene la tutela y el respeto de todas las diferencias personales de identidad y, al mismo tiempo, un pacto de socorro mutuo con el que se acuerda la reducción de las excesivas desigualdades económicas y materiales». Para él, el constitucionalismo es «tanto más legítima, necesaria y urgente cuanto más profundas, heterogéneas y conflictivas son las diferencias personales que tiene el cometido de tutelar».

El problema es que ese sueño globalista ya fracasó. Lo muestran las guerras en curso, la crisis de legitimidad de los organismos internacionales y la incapacidad de las democracias liberales para contener la violencia estructural. Ferrajoli no desconoce estas resistencias: él mismo admite que el problema no es técnico sino político. El punto es que su arquitectura normativa se estrella precisamente contra ese obstáculo, porque no explica cómo imponerse frente a los poderes reales. De ahí la sensación de que su Constitución de la Tierra es menos un plan de acción que una utopía sin anclaje.

Para Aleksandr Dugin y los nuevos soberanistas, esa aspiración a una esfera única nunca es neutral, sino que enmascara un globalismo liberal que pretende uniformar civilizaciones enteras a la medida del poder más fuerte entre ellas. Su tesis multipolar no es un gesto reaccionario, sino la constatación de que los proyectos universalistas se rompen contra la diversidad irreductible de las civilizaciones.

Ferrajoli quiere tribunales globales para perseguir lo que llama crímenes de sistema: hambre evitable, devastaciones ambientales, migrantes ahogados. Raúl Zaffaroni, desde otro ángulo, habla de crímenes de masa. Violencias estructurales producidas por un totalitarismo financiero que mata sin necesidad de fusiles. Ambos nombran la urgencia: muertes institucionales que no caben en el Código Penal.

Mientras tanto, el soberanismo se expande. La idea de un parlamento mundial suena a arqueología utópica en tiempos de TikTok, donde presidentes gobiernan con lives y trolls. El soberanismo ofrece lo que Ferrajoli no puede: un relato simple, identitario, que devuelve la ilusión de pertenencia a los arrasados por la precarización y la deslocalización.

La paradoja es obscena porque la globalización material ya ocurrió —el clima, las pandemias, los mercados, las redes no conocen fronteras— pero la política se repliega en banderas y soberanías. Ferrajoli lo sabe: la ONU es un fracaso y los Estados, impotentes. De ahí su propuesta de una Constitución de la Tierra. El problema es que su razonamiento choca contra un presente saturado de identidades en guerra.

¿Se puede pensar una carta planetaria en tiempos de memes xenófobos y liderazgos que fabrican enemigos a cada scroll? ¿Están dadas las condiciones para esto en el mismo mundo que hoy es testigo silencioso —y por lo tanto cómplice— de un genocidio israelí en Palestina? Ferrajoli responde que sí, porque no hacerlo es aceptar la extinción. Zaffaroni advierte que el presente ya mata: por omisión de socorro, por especulación financiera, por hambre planificada.

Si Ferrajoli intenta universalizar las garantías, Dugin universaliza la desconfianza: Occidente contra Oriente, Sur contra Norte, civilización contra civilización.

Ferrajoli vuelve a escribir, como en Derecho y razón, un proyecto impecable en la teoría, lleno de buenas intenciones, pero carente de táctica frente al barro de la realidad. El propio Ferrajoli lo admite: «Los verdaderos problemas que suscita esta perspectiva no son de carácter teórico o técnico, sino solo de carácter político, ligados a la miope falta de disposición de los poderes más fuertes —las superpotencias militares, las grandes empresas multinacionales y los mercados financieros— a someterse al derecho y a los derechos». Y añade: «Lo que serviría —y que lamentablemente falta, sobre todo en los medios gubernamentales— es la energía política necesaria para promover el salto de civilidad representado por el constitucionalismo global».

Carlos Nino ya había advertido que el reconocimiento jurídico de los derechos no era suficiente sin una conciencia moral que los hiciera inviolables. Su apuesta por una democracia deliberativa parecía realista en los ochenta, a la salida de las dictaduras latinoamericanas. Hoy, en cambio, lo que sobrevive en muchos países es apenas una democracia formal, incapaz de deliberar y dispuesta a elegir en libertad a quienes degradan las instituciones.

La paradoja es que la democracia, en vez de blindar los derechos, se convierte en el vehículo de su erosión. El multipolarismo y el soberanismo tampoco son una solución mágica: también pueden degradar los derechos si se los concibe en clave puramente nacionalista. Pero al menos reconocen la materialidad del poder y la pluralidad de civilizaciones, algo que la utopía globalista de Ferrajoli deja en el aire.

El drama no es solo su diagnóstico, que todos vemos, sino su exceso de confianza en que el derecho pueda contener al poder. Lo demás lo deciden los Estados, los mercados y las trincheras de la política real. Y esas trincheras no se escriben con normas constitucionales, sino con sangre.

 

Portada: Detalle de «La batalla de Constantino contra Majencio» o «Batalla del Puente Milvio», fresco en el Vaticano pintado por Giulio Romano y otros artistas de la escuela de Rafael entre los años 1520 y 1524.

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