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Por Javier Cozzolino
Siete años atrás «no llore y vaya en paz», me despidió la anciana, y antes dijo que mi ángel custodio se llamaba Ariel, que solo los ateos creían en Dios y que ella gozaba del don de lenguas.
Siete años atrás «no llore», insistió, y señaló con un dedo las negras, negras nubes. Luego tomó mi mano libre de la correa del perro, creí que mi palma por la anciana era leída, pero no, solo dijo «soy pastora, no soy cara y me casé tres veces: una legal, con un turco».
La anciana: olía a ropa mal lavada. Sentada en lo que, a través de la estulticia de mi vista, definí como una silla de mimbre sobre la vereda de la calle Caracas, con un vestido blanco y desteñido que le acentuaba su delgadez, un vestido blanco lleno de bolitas de algodón, sacado de un ropero que habría de contar con una pata rota y la luna de su espejo quebrada en diagonal, sentada así y vestida asá la anciana me habló y me habló y bebió mates con azúcar y cáscara de limón, mirándome de vez en vez con ese par de chinches de campo que oficiaban de ojos y que en el pueblo al que me fui se mimetizan con las hojas de un laurel o con cualquier otra hoja más o menos verde.
La anciana, a través de la asfixia de mis ojos, debía pesar 35 kilos y exagero, los años la habían deshidratado y ahora mismo no me es difícil asociarla con las pasas de uva que siempre llevo conmigo cuando salgo a caminar: me ayudan a matar el hambre mientras espero a que se haga de noche junto a las vías, muy lejos de la estación que lleva el apellido de un ingeniero.
Debía ella, sí, pesar 35 kilos como mucho, y el hijo canoso, que asomaba por detrás y por debajo de la silla de mimbre, sobre el escalón de mármol de la entrada a la casa, sería como mi triste y noble can, no más de 20 kilos, un perro mediano: gorra de béisbol, remera amarilla, bermudas negras por donde le asomaban dos muñones.
Siete años atrás «estoy inválido», describió el hijo por si falta hacía, elevándose del mármol de la entrada con la fuerza de sus brazos a la vez que movía un muñón primero, luego el otro. «Me levantó por el aire un Citroën, perdí las piernas y cuando todo terminó, y eso fue mucho después, me fui a pasar las fiestas de fin de año a Ciudadela con No Sé Quién, El Que Pasea Perros; nunca le dé a No Sé Quién, El Que Pasea Perros, a su perro; y no llore». Todo eso me dijo. «Con No Sé Quién y Fumanchú me fui, El Que Tiene Taxi; aún creía que eran mis amigos y necesitaba olvidarme de todo, de todo, de todo. Llevé el andador, el andador para andar, porque mire», el hijo por segunda vez se elevó, pero esta vez apoyando sus manos no en el suelo de mármol, sino en las dos paredes del largo pasillo de la casa, un zaguán estrecho como un chorizo, «¿y ve?», caminó, si es que así puede ser escrito, caminó hacia el fondo del zaguán, sin girarse, y regresó hacia la entrada, como un roedor que entra y sale de la madriguera. «No es como con el andador», protestó sobrándole cada palabra; sus brazos: un par de tentáculos; las manos: meros discos de succión.
«Te vas a matar», se quejó la anciana.
«Sí, me puedo matar», contestó el hijo.
«Sí, mi hijo se puede matar».
«Sí, me puedo matar, pero no me mato ni me maté, y ya no creo que lo haga. Concentrémonos en este pobre señor».
El señor: yo, el del triste y noble can.
***
«Los adopté», la anciana, siete años atrás, me dijo, «a él y a su hermano; su hermano es gemelo, ¿usted sabe que ambos tienen igual la huella del pulgar, lo puede usted creer?».
«Sí, pero porque estuvimos adentro de la misma bolsa, mi hermano vende flores en Chacarita, ¡flores, flores!, se la pasa diciendo, pero bebe».
«A mí no me hace gracia»: la anciana, siete años atrás, dos o tres incisivos, la nariz ancha. «Mi padre era estadounidense, se casó con una mulata, de ahí vine al mundo»: la anciana.
Y la tarde, siete años atrás: sus negras, negras nubes, las hojas de los plátanos y paraísos, muertas y difusas a través de mis ojos, una leve dificultad en todos para respirar en uno de los últimos días templados y húmedos del otoño. Incluso mi noble y triste can algo asfixiado, como yo.
«Entonces», el hijo continuó algo que ya llevaba un tiempo diciendo, «entonces fui a pasar las fiestas para olvidar, para reírme un poco, pero ya no eran mis amigos esos dos, me había equivocado con ellos; sí, así fueron las cosas, me había equivocado: cinco días, cinco días me tuvieron metido en un sótano, ellos se quedaron arriba para drogarse, bailar, enfiestarse con mujeres; les tenía que gritar para que me llevaran al baño, para que me dejaran respirar, tomar aire; me cagaba encima, lloraba peor que usted; cinco días, no creía que fuese justo, había sufrido ya demasiado para que me metieran en un sótano sin luz. ¿Hasta cuándo un hombre debe sufrir? ¿Y por cuánto tiempo? Fumanchú había guardado el andador en el baúl del taxi, me lo había dejado ahí, todavía está en ese auto, si no es que hizo dinero con él. ¿Su perro muerde? ¿Lo puedo acariciar? ¿Cómo es su casa? ¿Vio alguna vez fantasmas? ¿Nunca notó nada extraño en su vida? Mamá sabe cómo limpiar toda esa mugre. Y no es cara, tiene el don de lenguas y no es cara».
«A mí también (la anciana), a mí también me tocaron el timbre esos dos: No Sé Quién y el otro, Fumanchú:
»Venga, señora, venga a pasar las fiestas con nosotros, dele, señora.
»¿Pero quién se queda a cuidar la casa?, déjense de joder, les dije, a mí no me iban a engañar».
«Pero a mí sí», dijo el hijo.
«Pero a mí no», dijo la anciana, «y te avisé:
»¿Para qué te vas con No Sé Quién y con el otro?
»Pero se fue, se fue».
«A pasar las fiestas, nunca creí que me dejarían solo, eran mis amigos, habían sido buenos conmigo antes y después, cuando me quedé solo, cuando volví con mamá. Ella dice que el diablo metió la cola, que el diablo se roba el alma de muchas personas, no es cara mamá, hace bien su trabajo y yo no entiendo de eso, pero ellos ya no eran los de antes; el diablo se les había llevado el alma, no las drogas o las mujeres, el diablo; hombres sin alma, ¿nunca vio a un hombre sin alma?».
«Hombres sin alma. Vea, si no». (La anciana). «Antes alquilaba una de las piezas de esta casa, me robaron los inquilinos, porque no se crea, hoy no lo puedo adivinar todo con tantos problemas, necesito un poco de paz, no soy infalible, y ahora: ahora estamos en la lona, señor». (La anciana). «Se me rompió la cocina, no tenemos gas, a la buena de Dios vivimos, ya en nadie se puede confiar, no sé por qué él confió en esos dos. El príncipe de las tinieblas gobierna con mano firme a este mundo, divide e impera, pero yo sí en usted puedo ver».
«Yo vi por presión. Les tuve que gritar para que me llevaran de vuelta, quemé ropa, papeles, mis pañales, ya no eran ellos, tarde lo vi, en ese sótano».
«Yo le dije no vayas, Juan Carlos, porque él no toma alcohol».
«Ni una gota, solo esa sidra sin alcohol; mi hermano, en cambio».
«No me hace gracia que hables así de tu único hermano».
«La otra vez viene El Pollo y me dice “te vi en Chacarita de lo más bien”; pero se había confundido, había visto a mi hermano y creído que las piernas me habían vuelto a crecer gracias a mamá. Pero las piernas no me van a volver a crecer, esa sí que es una razón para llorar, eso sí que mamá no puede solucionar».
«A mí ese señor Pollo me dijo “ay, qué suerte que Juan Carlos esté mejor”, y yo le contesté “no es Juan Carlos, es el hermano”, pero es que son dos gotas de agua, tienen la misma huella del pulgar, ¿lo puede usted creer?».
«Pero mi hermano es bebedor, yo no. Antes de las fiestas de fin de año me tocó el timbre a las 7, venía con una sidra de verdad, quería llevarme para Chacarita, pero yo, para llegar hasta ahí, mire cómo tengo el culo todo chato, “mirá”, le dije a mi hermano, “no puedo, tengo el culo todo roto, roto y chato”; no es broma, me tengo que sentar en la cama, de ahí tirarme al piso y caminar con el culo y las manos hasta el pasillo, donde subo con la fuerza de mis brazos. Me tomé un vasito, nomás, como pude, acá en la puerta, un vasito que él, mi hermano, me dio, y me agarré un pedo; rechupado quedé».
«No es gracioso».
«Bueno, mamá».
Siete años atrás, el hijo, la anciana.
Y mi can.
Y yo.
Y esa calle. A través de un vidrio empañado.
***
El hijo otra vez se levantó ayudado por sus manos y sus brazos; se volvió a sentar, también tomándose de las paredes del estrecho zaguán. Y la anciana: en la silla de mimbre, chupando de la bombilla. Y mi can: recostado sobre la vereda de Caracas. (Y yo, siete años atrás, con fuertes ganas de orinar, de dormir, de terminar; doscientos pesos de milagro en el bolsillo).
«Fumanchú me dejó acá recién para Reyes, 6 de enero, imagínese, tirado en la puerta, me dejó, ¿a usted le parece?, y se mandó mudar con el andador en el baúl del taxi».
«¿Pero por qué no lo llama por teléfono a Fumanchú?». (Yo, un chorrito de voz, dando vergüenza).
«¡Es que no tengo el teléfono de Fumanchú! ¡Y no tenemos teléfono!».
«¿Y el de No Sé Quién?». (Yo. Igual).
«Tampoco», el hijo se elevó y sentó por tercera o cuarta vez con tanta dificultad como gracia y auxilio de sus tentáculos y discos de succión, y reiteró la operación varias veces más, agitado, diciendo «un andador cuesta lo que gasto en comer durante seis meses, un andador nuevo, imagínese usted, un andador; seguro, entre el uno y el otro, lo vendieron».
«Yo fui a la iglesia», la anciana levantó el índice siete años atrás, «yo fui a la iglesia y les pedí un andador, uno usado, no uno nuevo, porque él tenía uno nuevo, pero los curas no me dieron nada porque saben que soy pastora y que tengo el don de lenguas; envidia me tienen esas señoras que no saben de milagros; yo en cambio sí que sé, pero no de grandes milagros, de milagritos, limpiezas de la casa, amarres y desamarres, si está a mi alcance puedo hacerle algo de eso cuando guste, no soy cara. Les pedí un poco de pan, los curas ni pan me dieron, dicen que soy bruja y que por eso hablo en lenguas. Les pedí ayuda para la pensión por invalidez, pero tampoco, tampoco».
«Es que me falta el documento, lo perdieron en el hospital, pero tengo todo lo demás. Mamá, ¿por qué no le muestra todos los papeles?».
«Claro, no me tardo. Él es soltero».
«Desde hace cinco años soy soltero, me separé y me levantó el Citroën por el aire y Fumanchú se quedó con mi andador. ¿Conoce a alguien más desgraciado? Hoy comí salchichas, una vecina de la esquina me trajo salchichas y esa cosa que se les ponen a las salchichas, ¿cómo se llama? Un pancho, un hot dog, un perro caliente, eso me hizo. Mi vecina tiene unas tetas hermosas, no gusta de mí».
«Aquí está», siete años atrás la anciana regresó, se sentó, le entregó una talega marrón al hijo y se quedó con una bolsa de supermercado con papeles adentro. Antes le murmuré «cuidado con el mate, señora».
Mi can: dormido.
Y en mi cabeza: una canción brasileña de moda, quemando mis últimas endorfinas útiles, de esas canciones que se escuchaban siete años atrás en las zonas de veraneo y que servían para que la época del celo o del amor prosperase y la humanidad se agigantara.
Le he visto el pito a mi can siete años atrás, desde un catre, en un departamento prestado y oscuro; me dio mucho asco, no quiero saber nada de sexo desde hace siete años. O desde hace un poco menos.
Siete años atrás escuché desde un catre un programa de solos y solas, viejos y ancianas. Cuando los viejos se entusiasmaban con las ancianas yo les imaginaba las vergas levantándose, despegándose de los huevos, bajo calzones sucios, meados, y apretaba mi cara contra la almohada ennegrecida.
***
La anciana sacó de la bolsa unos papeles ajados, amarillos. El hijo hizo lo mismo con otros papeles, pero de la talega.
«Tome», me dijo.
A lo que yo:
«Deme de a uno, Juan Carlos, porque el perro…». (Ahogos, gemidos). «Porque el perro…». (Más ahogos y gemidos). «Porque el perro ve papeles y se los come».
«¿Se los come?».
«Se me ha comido libros, obras completas».
«¿De quién?».
«No importa de quién». (Yo, mi cara, la zurda o la diestra deslizándose sobre mis pómulos).
«Ahí está el turno que saqué para el Centro de Gestión, dicen que ahí hacen los documentos, ¿pero cómo hago para ir, si solo puedo caminar con el culo?».
«Pero primero hay que solucionar el asunto de los pulgares». (La anciana). «Esa larga, larga historia de dos hermanos gemelos con las mismas huellas dactilares; tome, tome». (Ella, siete años atrás, a mí: una partida de matrimonio y, dentro de la partida, la fecha de nacimiento de la anciana; una revelación decimonónica a través de mis ojos nublados, a lo que otra vez yo, entre ahogos y gemidos, entre golpes y patadas internos):
«Usted se llama Alba y ¿este es el año en que usted nació?».
«Alba, viuda del turco, sí».
«Se casó tres veces, mamá».
«Una legal». (Ella).
«Pero el año». (Yo).
«Cada uno vive lo que puede». (Ella).
«Pero en su caso».
«Es mucho».
(El hombre preso dentro de mi noble y triste can, siete años atrás, dormido).
«Pero no era eso, tome, tome esto, ¡esto!». (La anciana: otro papel para mí). «Lo escribí yo». (Ella). «Léalo, lo está necesitando, lo sé. (Ella).
«Rodéate de cosas que amas, familia, mascotas, música, plantas, pasatiempos, payasos, parques de diversiones, helados, odaliscas, lo que sea que te guste. Yo fui bailarina, modelo pero no de pasarela, y cantante. Levanté a toda una familia rodeándome de lo que me gustaba. Porque tu casa es tu refugio. Tu casa es tu refugio. Dilo a las personas que amas, dilo en cada oportunidad. Quita de tu vida los números, la edad, el peso, la altura, el pasado. Quítate los números y serás eterno. Deja que tu médico se preocupe graciosamente por ellos. Tu casa es tu refugio, recuérdalo, y mantén amistades alegres, hazte amigo de enanos y payasos, las amistades quejosas bajan el ánimo. Y aprende. Aprende nuevas cosas, idiomas, no permitas que tu cerebro sea holgazán. Y ríe. Ríe más a menudo, ríe fuerte y por largo tiempo. Ríe hasta que lleguen los prometidos jinetes. Y sufre, laméntate, suicídate y luego sigue adelante. Y amén. Porque las únicas personas que estarán con nosotros toda la vida seremos nosotros mismos y las odaliscas, los payasos, los enanos y los luchadores, si es que te gustan tanto como a mí. La vida no se mide por los descansos que tomamos sino por los momentos que te roban el aliento, por eso muérete de risa y quítate los números de encima. Lee esto tres veces al día y verás los resultados».
Punto final y mojado.
***
Mi can, siete años atrás, igual de dormido.
La anciana, siete años atrás, sentada en su silla.
El hijo, siete años atrás, otra vez sostenido por sus tentáculos y discos de succión haciendo presión contra las paredes estrechas del más estrecho zaguán, pegando una vuelta sobre su eje como un pollo que se rostiza y pidiéndome al mismo tiempo que le mire lo chato que tiene el culo, lo chato y lo roto.
Y yo.
Siete años atrás.
«Dios ahorca, jamás aprieta, así que usted no llore, que a mí también me dejaron». (Él).
«¡No blasfemes, Dios es único!». (Ella). «Y su ángel, señor, su ángel se llama Ariel, así que despreocúpese, que todo, tarde o temprano, andará mejor. Hable con su ángel, él lo escuchará».
La anciana en su silla, delante del hijo, que ahí se sostiene con las manos y los brazos, y mi can, mi triste y noble can, dormido, siete años atrás.
Una mariposa que sueña que es un perro que tiene a su dueño sin endorfinas en esa calle parlamentando con una anciana y su hijo.
La mariposa que es soñada por un japonés que soy yo encerrado en un perro y ese japonés que retoza en su habitación, tranquilo, luego de haberse multiplicado por vez primera con eso que llama «mujer» y que lo es en verdad:
Los redondos y puntiagudos senos.
La piel blanca y delgada de esos senos.
Y de todo el cuerpo que hace no más de una hora fueron el deleite del japonés que soy, de la mariposa y de un perro, y que ya no existen, como nunca nada ni nadie jamás existió de manera sostenida para los otros menos tú, preciosa Kumiko, menos tú y tus pezones como cerezos que buscan, de inútil forma, escapar hacia el sol, huir de ese niwa, oh, eterna como el koi y la espada, que tanto te amo y tanto te volveré a amar nomás me sea dada la ocasión, pues no puedo dejar de desearte, porque solo contigo conocí el amor y este mundo sin Dios que fue de algún modo iluminado solo con tu firme carne. Oh, pececito que nadas en el río; yoroi donde quiero una y otra vez entrar para, si me es dado, refugiarme y allí descansar de verdad hasta morir.
***
«Dios ahorca, jamás aprieta».
«Sí, sí».
«Y su ángel se llama Ariel».
«Bueno».
«Mamá no es cara».
«Sí, gracias. Firulais. Vamos, Firulais, vamos que se hace tarde».
«Cuando quiera, usted ya sabe».
«Sí. Firulais. Que se está poniendo frío, Firulais. Que se viene la noche. (La negra, negra noche). Tengo solo doscientos pesos, no sé si con eso».
«Con eso alcanza y sobra».
«Confíe, que a mí también me dejaron».
Y el zaguán, la casa, la mesa y los tres, más mi triste, noble y soñador can, todos reunidos, para saber cómo será el futuro, para conocer, siete años atrás, como será todo en mí siete años después.
Al fondo de un pasillo, de otro pasillo, un ropero, la pata rota y la luna de su espejo partida en dos, todo de acuerdo a la asfixia de mi vista de siete putos años atrás.
Y Kumiko que se gira a mi lado y me ofrece la visión de su espalda desnuda y blanca.
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