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Por Estanislao López | Fotografía: Julieta Barbieri
Si se concibe a la muerte como la desaparición del cuerpo y la conciencia perteneciente al ser que cada uno de nosotros conformamos en el presente, podemos afirmar una certeza irrefutable: todos en cierto momento vamos a morir. En pos de intentar añadir otra incuestionable convicción, se puede aseverar que si una persona registrara permanentemente de manera consciente este inevitable final no podría llevar adelante de manera eficaz sus actos cotidianos, al no hallarse espacio para pensar, analizar y ejecutar estos sucesos. La amenazante posibilidad de que en cualquier instante se puede desaparecer actuaría como un mecanismo paralizante.
Dicho lo anterior, se debe señalar que en la vida hay muerte, admitiendo que si bien se intenta no registrar persistentemente ese final trágico (y para muchos, injusto), siempre uno convive inconscientemente con esa idea de muerte, o siendo más riguroso y especifico, con el riesgo de esta provocarse.
Dicha convivencia constante con esas amenazas acentúa nuestras acciones cotidianas, puede indicarse la presencia de mortalidad como un móvil que todo lo intensifica. Hechos, medidas y decisiones que tomamos tienen características determinadas y particulares generadas por esa finitud de nuestra existencia. La pauta de la intensificación de estos eventos nos las puede dar el imaginar una inmortalidad de nuestro cuerpo y mente, bastase con poseer el convencimiento de una infinita continuación en esta tierra para que estas intensificaciones fuesen menguando. Si no existiese expiración las ausencias se relativizarían, al obtener todas tipologías de un “no estar” parcial. En una vida perpetua nunca decrecerían las posibilidades de que, más tardíamente o más precozmente, todo acontezca.
Bulto de inmortalidad
Miguel de Unamuno fue un escritor y filósofo, considerado por muchos como uno de los pensadores españoles más destacados de la época moderna. En el año 1912 publicó un ensayo llamado “Del sentimiento trágico de la vida”. En dicho ensayo, considera que el hombre tiene un anhelo vital (aunque lo ignore) al cual él denomina “sed de inmortalidad”. Unamuno deseaba la inmortalidad del alma, que es para él desear también la inmortalidad del cuerpo, dado a que la conciencia, el alma, se da únicamente en el cuerpo y la perdurabilidad del alma no puede darse sola. Un componente formador del hombre es el cuerpo, por ende no puede concebir una no perduración del mismo, considera que perderlo implica perderse también a sí mismo, es decir, morir. En el capítulo número tres del ensayo, el escritor dice: «Y vienen queriendo engañarnos con un engaño de engaños y nos hablan de que nada se pierde de que todo se transforma, muda y cambia, que ni se aniquila el menor cachito de materia, ni se desvanece del todo el menor golpecito de fuerza, y hay quien pretende darnos consuelo con esto. ¡Pobre consuelo! Ni de mi materia ni de mi fuerza me inquieto, pues no son mías mientras no sea yo mismo; yo mismo mío, esto es, eterno (…) ¡Queremos bulto y no sombra de inmortalidad!». El temor a la nada aferra a Unamuno a la esperanza, pero como esta esperanza no siempre se convierte en realidad surge la angustia, una experiencia existencial transitada por todos los individuos. Esa congoja generada ante esa posibilidad de que dicha nada exista amplía el deseo de inmortalidad, llegando de esa manera a Dios. Consideraba que la única vía factible en pos de hallar inmortalidad era acudir a un ser superior y transcendente, es decir, a través del ámbito religioso. Para él, solamente mediante vías extra-racionales como el sentimiento, la angustia vital, la voluntad, el corazón, la imaginación, etc., se puede llegar a Dios, no así mediante la razón. Teniendo en cuenta esto, puede decirse que la razón y la ciencia se encuentran en contradicción con los sentimientos o afectos, encontrándose dentro de estos sentimientos el afán de inmortalidad, de supervivencia, o dicho de otro modo, a no resignarse que el fin absoluto de la individualidad llega con la muerte.
La esperanza de dejar de ser
A Jorge Luis Borges la palabra muerte le sugería una gran esperanza. La esperanza de dejar de ser. Estaba seguro de morir cuerpo y alma. En ciertas ocasiones se sentía un poco desdichado (su ceguera era una de los motivos de sentirse de tal modo) y eso le generaba tristeza, pero se consolaba pensando que era cuestión de esperar la llegada de la muerte. Como al morir iba a dejar de cesar, encontraba a la muerte como algo grato, encontrando a esta muy parecida al sueño, sintiendo que este era quizá lo más grato de la vida. Descreía de la inmortalidad, pero eso no era para Borges una fuente de tristeza, por el contrario, era una fuente de felicidad. Opinaba que en realidad todos los hombres descreían en la inmortalidad del alma, que tenían “una especie de ficción piadosa”. A causa de haber visto la agonía de su madre, de su padre y de su abuela, el escritor argentino prefería una muerte súbita. Cierta vez le mencionaron a una muerte de la cual no suele hablarse, esta es “la muerte para atrás”, preguntándole que le producía mayor nostalgia: saber que no estará en el futuro o saber que ha estado muerto en el pasado, respondió citando fragmentos de un poema llamado “Rerum Natura” del poeta y filósofo romano Tito Lucrecio Caro (99 a. C. – 55 a. C.), este –quien tampoco creía en la inmortalidad- decía que quiénes se quejaban de morir cuerpo y alma debían quejarse también de no haber vivido en el pasado, diciendo que la gente piensa “voy a morir, el mundo sigue girando, los hombres siguen, qué horror” pero no piensa “qué horror, yo estaba muerto durante el sitio de Troya”. Considerando que si a nadie le duele no haber estado presente en el sitio de Troya qué importa no estar presente en las próximas guerras.
Actitud de desafío, de negación y de miedo
Liliana Heker es una novelista, cuentista y ensayista argentina que publicó en 1980 el libro “Diálogos sobre la vida y la muerte”, el mismo se basa en entrevistas realizadas por ella a distintas personas consultándoles sobre esta temática. En una de las seis entrevistas, Heker afirma poder detectarse tres actitudes distintas respecto a la muerte: una actitud de desafío; otra de negación; y una actitud de miedo. Paso siguiente, le pregunta al psicoanalista y médico psiquiatra Terencio Gioia qué podría decirse de estas tres actitudes, él comenta que la primera se caracteriza por individuos que ponen en juego su vida, si bien aparentemente lo hacen por inadvertencia, en realidad lo realizan obedeciendo a una fantasía de “a mí no me puede pasar nada”, este pensamiento que no es consiente (la persona no tiene ninguna conciencia sobre dicho pensamiento de invulnerabilidad) los impulsa a esos actos. La segunda actitud: individuos caracterizados por actuar como si desconocieran que van a morir, como si fuesen inmortales, acá también radica una fantasía, de ser “todopoderosos” y por ende de poder vencer a la muerte en su propio caso individual, básicamente es un pensamiento de omnipotencia. Hay una tercera actitud correspondiente a aquellos que son plenamente conscientes de la fatalidad de su muerte pero que no se resignan a ella, pudiendo tener una actitud pasiva, podría ejemplificarse con la frase “bueno, si total me voy a morir, ¿de qué sirve cualquier cosa que haga?”, o inversamente: “ya que me voy a morir, todo me está permitido”. Pero esta actitud envuelve no aceptar determinada finitud de la vida individual. Gioia retoma la primer y segunda actitud (arriesgar la vida y creerse inmortal) para destacar que son fantasías defensivas contra la desesperación y la desesperanza, pudiendo ocurrir en una persona ante la conciencia de que no podrá evitar el fin de existencia individual. En esta entrevista acompañaba a dicho psiquiatra su colega Alfredo Gazzano, al preguntarle Heker si una actitud de indiferencia ante la muerte puede ser real, el médico responde que la idea de “indiferencia” es semejante a la de una parálisis psíquica, dicha indiferencia es un estado que se da por el equilibrio entre fuerzas opuestas. Frente al “mucho miedo” pondré un “contra-miedo”, cuando no hay empate entre estos el individuo entra en crisis. Entiende como una mala palabra a la indiferencia, concibiendo que tal no puede existir frente a una problemática de estas características, la cual “nace con nosotros y que… termina con nosotros también”.
Impedimento mental de imaginarse como no siendo
El narrador y dramaturgo Abelardo Castillo (quien fuese galardonado en Noviembre del corriente año con el Premio Konex de Brillante 2014 a las Letras Argentinas) fue otro de los consultados en el libro “Diálogos sobre la vida y la muerte”. En él supo citar –como se hizo anteriormente en esta nota- a Miguel de Unamuno, recordando que él decía que hay una imposibilidad mental de imaginarse como siendo otro, agregaba que también hay un impedimento mental de imaginarse como no siendo, de ahí la angustia fundada por saberse uno no estando dentro de doscientos años. Castillo (al igual que Borges) habló de “la muerte para atrás”, si bien no la llamó textualmente de la misma manera, consideraba como angustiante el hecho de saber qué hace cinco mil años atrás no existía, para él la muerte también es retrospectiva. No concibe que nada que haya nacido tenga que morir, teniendo a la expiración relegada en el fondo de su conciencia, para el dramaturgo el mero hecho de nacer ya es un impulso hacia la vida, por lo tanto debería seguir viviendo. Para él, una de las concepciones posibles de salvar al hombre de la angustia de la finitud es la teoría optimista de la cual hablaba Nietzsche, la del “eterno retorno”. Esta se basaba en una nueva moral, es decir, esta vida se repite incesablemente y que uno debería vivir de tal modo que la idea de volver a repetir esta vida fuera una idea agradable. Hacer algo de tal modo que, si en otra vida me tocase realizarlo, me sintiera contento de hacerlo. Considera Castillo que Nietzsche de esa manera postulaba también una nueva ética, porque nadie que pensara hasta el fondo esta idea dejaría de comportarse dignamente.
Velos para disimular
Si bien uno puede enfrentarse con cierto estoicismo a esta carencia de perpetuidad, tratando de contener esas ansias de infinitud, no deja de deducir que la verdad concluyente –en tanto condición humana- es dolorosa, ya que no hay solución. La felicidad y el encuentro con la verdad están, en esta cuestión, apartados. Podría decirse que son nociones contrarias. Tal vez, lo más similar a la inmortalidad lo podamos encontrar con determinados y necesarios engaños, disimulando con algún velo este final predeterminado y trágico. El conocimiento, el amor, la inteligencia, el arte, bien podrían ser dichos velos. En momentos de disfrute, placer o goce extremo, aun siendo estos fugaces, no reparamos en nuestra finitud, sino que sentimos esos instantes como imperecederos. Basta con conocerse un poco a sí mismo para que cada uno de nosotros sepamos donde hallar esos regocijos, auto convenciéndonos -más no sea por unos relámpagos de segundos- que la vida prevalecerá por sobre la muerte.
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