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Por Adolfo Francisco Oteiza | Fotografía: Leinad Euqirne Etnafni Oznaril
Mi amigo, Javier Ramón Irastegui, vivía en una chacra dentro de la localidad de Chivilcoy, mi pueblo natal, pasando unos kilómetros lo que llamamos el puente lago. Lo logró construir a fuerza de su genio literario, si bien sus últimas tres obras teatrales habían sido rechazadas, cosa que lo traía mal, además de que recientemente le habían diagnosticado el mal de Alzheimer.
El rancho es realmente pintoresco. Consta de árboles frutales entre los que abundaban nogales, ciruelos, higueras y un jardín de malvones, rosas y narcisos, de los que se encarga su jardinero. También consta con algunos caballos y aves de todo tipo y color.
En nuestros años de juventud, cuando cursábamos filosofía, despuntaba del resto por sus opiniones siempre acertadas sobre todo de literatura norteamericana. Tiene la teoría, como Borges, de que la mejor literatura es la oral, y siempre cita a Cervantes, en el instante inmortal del Quijote: «El cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaban, dio su espíritu: quiero decir que murió».
Rápidamente se amistó con los distintos círculos literarios de Buenos Aires, donde todos lo veían como un joven eminente, un poco loco, un poco parecido a Dupin, el personaje de su admirado Poe.
Ejercía como dramaturgo y poeta de verso libre.
Por la tarde me dirigía en la camioneta a visitarlo e intentar reanimarlo un poco. Siempre fue hombre sensible. Los rechazos para con su obra y la enfermedad lo habían vuelto abandonado.
La vida le dio distintos amores, pero nunca un hijo. Mi preocupación era que se sintiera solo, aunque siempre fue de carácter solitario.
La tranquera del rancho estaba abierta, como siempre, ya que acostumbra a recibir imprevistas visitas de jóvenes con apetito literario a los cuales recibía siempre muy cordialmente.
Saludé al jardinero que se encontraba cortando el pasto y pasé a la casa. Ya en la sala comedor me encontré con que en la mesa había una botella de vino por la mitad y una libretita en la que anotaba todo para combatir con dignidad la enfermedad. «Ramón!», grité. No hubo respuesta. Fui hacía la habitación y di con la cama toda desordenada y su ausencia. Volví a la sala comedor y comencé a ojear la libretita.
«Regar las flores.
Limpiar los caballos.
Viajar al centro a comprar víveres.
Continuar el libro de versos.»
Cambié de página, como buscando algo, y me topé con esto:
«Estoy viendo pinturas. Pinturas de Velazquez. Veo el futuro transcendentalismo kantiano; el movimiento romanticista; el movimiento simbolista; el movimiento surrealista; veo el futuro todo. Luego pienso en el poema descriptivo, real, sin metáforas; el costumbrismo al extremo. La muerte de la fe poética. «La piedra es más piedra que antaño», recuerdo.
Los antiguos japoneses, según cuanta un amigo, dejaban un poema antes de darle fin a su vida, dándose muerte, por la honra a ellos mismos; aún algunos lo hacen.
Imaginemos un submarino que se hunde, alguno reza algo así:
Lleve dos pétalos,
Uno para mí y otro para ser brindado.
El segundo es de la belleza.
El otro dije que será guardado.
A lo que intentó referirme es que los antiguos japoneses tenían una visión en parte fatalista de la vida, pero enormemente poética.
Huyeron en gran medida de las escuelas occidentales y forjaron una cultura fuerte, ancestral. Son mercantilistas, como los chinos, pero con un avance de la técnica que asombra al mundo. Tienen un gran sentido de la honra. Antes de no acceder al ámbito académico, por ejemplo, en el caso de los jóvenes, son capaces de ahuyentar la vida con un espasmódico corte de vaina en el vientre.
La cultura japonesa consta con la maravilla de la síntesis y el simplismo. Aquí recita la austeridad de palabras; lo aprendido de la naturaleza (sin el tedio de la fauna flora española); con los ojos de un descuidado sentimentalismo; pero nada más heroico que la gloria, y nada más heroico, que si uno es buen poeta, que un buen verso:
Ya no hay sacristía en mí imperio,
La memoria se desintegra, a paso lento.
Ya veré las pardas casas del infinito,
De lo sucedáneo, de lo premonitorio.
Javier Ramón Irastegui.»
Quedé atónito ante este texto un tanto deliberado, tan fuera de su naturaleza siempre vitalista. Al deslizar mis dedos sobre la tinta noté que se encontraba húmeda. Salí a preguntar al jardinero donde se encontraba Ramón. Me dijo que estaba acomodando el sótano. Me dirigí a la casa y bajé.
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Diario, 2 de febrero de 1998:
Dentro del loquero me llaman el loco de las liras. Supongo el bautismo por tener mi mente siempre alerta, en estado de vigilancia, pero lo dudo cuando en forma de burla y a mis espaldas me llaman “el mitómano”.
Mi compañero de cuarto es un perfecto imbécil, al igual que el resto de los internos. Nunca habla… Bah, cuando habla dice ser Napoleón. El muy cretino se llama Ignacio, y, un día de estos, les daré razón a los médicos para tenerme aquí. Dicen, ellos, los médicos, que tengo personalidad psicótica. Yo, personalidad psicótica. Qué blasfemia. Yo que supe ser el más guapo en el campo de las letras. Con la palabra siempre precisa y la oración viril, cometí los mejores párrafos que mi época haya dado. Yo, el elegido, el heredero de Nietzsche, desde Joyce la pluma más ágil.
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Diario, 3 de febrero de 1998:
El jardín del loquero es entre bello y fúnebre. Entran y salen ambulancias a cada rato. Desconozco el número de internos. Mueren viejos con la exactitud que transcurren las horas y los días, imagino que asfixiados en su pútrida baba de semen. Estamos todos sobre medicados, por eso la baba, creo.
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Grande fue mi sorpresa y tristes mis lágrimas cuando lo encontré en el piso. Atiné a tomarle el pulso: no había. Tomé un espejo y lo coloqué bajo sus narices. El disparo que se proporcionó en el ojo fue implacable.
Durante el funeral se recitaron algunos de sus mejores versos. Era otoño. Llovía copiosamente.
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Diario, 11 de julio de 1998:
Hoy se suicido una jovencita. Era realmente bella. Morocha, de profundos ojos negros, rompió un ventanal y con uno de sus retazos se cortó la garganta. Los doctores no pudieron detener la hemorragia.
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Diario, 18 de agosto de 1998:
Estoy agotado. He decidido concluir el diario. Será quemado.
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Poema Intemporal.
La poesía es el universo de las relaciones,
El mundo concebido como metáfora.
La línea adyacente es el abismo
Que habita entre la materia y la palabra,
La deficiencia de la razón humana.
Heráclito en su río de infinitos átomos;
Nietzsche y sus hojas de formas diferentes;
El cigarrillo, que, lento, se consume,
Una vez… Y otra vez… Y otra vez…
Mientras la vida, con su sucedánea muerte,
También se consume, una vez… Y otra vez… Y otra vez…
Etiquetas: Adolfo Francisco Oteiza, Borges, Cervantes, Joyce, nietzsche